OPINIÓN

Comunidad e igualdad

Por: David E. Kronzonas
Imagen: Pintura, Manuel Espinosa, 1966. Museo Nacional de Bellas Artes

“Debemos entender que nunca será posible una comunidad política inclusiva integral; una comunidad que alcance una unidad final ya que siempre habrá un “afuera constitutivo”, un exterior a la comunidad que hará posible –y sólo así- su propia existencia. Siempre habrá que elegir.”

“(…) Comunidad de los que no tienen comunidad”. G. Bataille.-  

Si existimos en relación[1] ¿Qué posibilita entonces el estar-juntos?; ¿Qué hace a lo común en cuanto a tal?; ¿Qué hay en la existencia en común para llamarla tal?; ¿Cuál es el sentido, la trama, o el contenido de la palabra comunidad?; ¿Cuál es el carácter común de nuestra existencia? De nuevo, ¿A qué debo llamar la instancia de lo común?; ¿Cuál es su enigma?; ¿Cuál es su dificultad, su carácter no dado, no disponible y en ese sentido, lo menos común? Busco respuestas, no las poseo. Por lo común podríamos entender quizás, una suerte de igualdad primordial e irreductible a toda distinción (comunidad de iguales sometidos a la desigualdad); pero también, aquello que compartimos, “lo compartido”, lo que no se resuelve en el ser, ni en la unidad; lo que no tiene lugar más que en el conjunto que constituye el Nosotros. Es la pregunta que impacienta, mantiene en espera y reclama permanente exigencia. Más allá de toda solidaridad, ayuda, o cuidado –que no minimizo ni desmerezco- lo que hace a lo común es el impulso o acontecimiento en el que éste nace; pero también, el compartir la finitud. Una comunidad atravesada por la precariedad de la existencia donde cada uno (cada soledad) va encontrando irremediablemente su lugar, pero esta vez, al ritmo de todos. Nada está dado pero la comunidad nombra el hecho de la condición de estar expuesto. “Inconfesable” (M. Blanchot[2]), “de las pasiones o de los amantes”[3] (G. Bataille), “revocada” o “afrontada” (J.L. Nancy)[4], “que viene” (G. Agamben[5]) son algunas de las aproximaciones a las orillas de la comunidad que habilitan una reflexión alrededor de este concepto sin entrar en ninguna embriaguez exaltada.


Podríamos decir que se puede hallar sin dificultad un Bataille de la pre-guerra que había intentado –fracasando-[1] objetar al fascismo desde otro lugar que el individualismo republicano, democrático y humanista. Si bien el Bataille de los años 30´ no aceptaba que la sociedad condenada al orden de “lo homogéneo” -que impide la alteridad- sólo cupiese en la comunidad de los amantes sino que también lo traslada e imprime a la ciudad, en una franca retracción de la política; en los 40´ llama –desde un marxismo marginal dentro del cual se hayan W. Benjamín y M. Bloch- a formar una comunidad creadora de valores, productores de cohesión y a reconocer que la desigualdad es el carácter orgánico de la sociedad. Bataille comparte un “éxtasis”[2]: el de ser mortal, de exponerse a la muerte (no ya de sí mismo sino del Otro) participando la mortalidad que no puede sino comunicarse. La comunidad comunica una verdad: que no puede limitarse a uno sólo, siempre habrá dos o más para que exista comunidad. ¿Pero qué comunica? Comunica la imposibilidad de decir/ escribir la comunidad. Comunidad como asunción en interioridad, como presencia a sí de una unidad realizada. Define la amistad como “operación soberana”. Amistad para consigo mismo (hasta la disolución), amistad de uno hacia el otro. Afirmación de una continuidad a partir de la necesaria discontinuidad.


En cambio, en Blanchot la comunidad es la obra misma de ser común. En un doble movimiento: Comunidad de un pueblo comprendido el mismo como entidad espiritual o natural (Hegel), pero también, como fuerza de autoproducción colectiva. Comunidad que se consuma o realiza como “obra” propia. En este autor es posible la trasmisión de lo intransmisible en un acuerdo común, de dos seres singulares que rompen la imposibilidad del Decir[1]. Lo incomunicable se revela y la tragedia finalmente se supera. Para Blanchot la amistad entre los hombres rompe lo homogéneo y abre la puerta a lo heterogéneo. La amistad expone la posibilidad de la comunidad. Amistad para con el desconocido.  Comunidad de los que no tienen comunidad, comunidad “desobrada”, que no se deja revelar como el secreto desvelado del ser en común y por consiguiente, no se deja comunicar, aunque sea lo común mismo. Ella agrava el secreto, y subraya la imposibilidad o la prohibición de acceder a él. Incluso la inhibición, el pudor o la vergüenza de hacerlo. La amistad descubre al desconocido que nosotros mismos somos y el encuentro de nuestra propia soledad.


J. L. Nancy avanza un poco más definiendo que hay “obra” (Blanchot) de una comunidad en una operación de compartimiento –que precede cualquier existencia singular o genérica, una comunicación y un contagio sin el cual, no podría haber presencia alguna, ni mundo en común. Compartir el mundo –separándonos o acercándonos- hace al Nosotros como sujeto colectivo o plural condenado o no a encontrar su propia voz. Cada uno de estos términos implicará necesariamente una co-existencia o co-pertenencia del ser-en común. Compartimiento de algo, de algo “inconfesable” la tensión entre el orden político (social) y el pasional (íntimo). Invoca a pensar el enigma de intensidad, surgimiento y de pérdida o de abandono que hace posible a la vez la existencia plural (el nacimiento, la separación, la oposición) y la singularidad (la muerte, el amor). Lo inconfesable estará siempre implicado en el nacimiento, el amor y la guerra. Lo inconfesable encierra dos figuras posibles: la soberanía y la intimidad. Sin ellas habríamos renunciado a cualquier clase de ser-juntos. Aquello que nos pone en el mundo es también lo nos lleva a la separación y al encuentro infinito. Hay una tarea que es esencialmente política la de atreverse a pensar lo impensable. La comunidad nos está dada –ese nosotros está antes de que pudiéramos articular un Nosotros y mucho menos que pudiésemos justificarlo-. La civilización ha tocado el extremo de su propia lógica es tiempo de desafiarla y de comenzar a balbucear otras opciones.

Agamben trabaja sobre un neologismo, nos habla de que el ser que viene es el ser cual se quiera, “cualsea”, sólo en su ser tal cual es, cualquiera. Figura de la singularidad pura. Pura contingencia, siendo sólo su modo de ser, no simplemente lo no-necesario. Carece de identidad, no está determinada a un concepto. No es una figura indeterminada sino determinada con relación a la totalidad de sus posibilidades. A la existencia le es interna una potencia: el poder de negar el no-ser. Hablamos de una figura finita e indeterminable. Exterioridad pura, pura exposición. Es el simple suceso de un afuera. Experiencia límite de ser dentro de un afuera. Con ello, la singularidad se desprende del falso dilema que obliga al conocimiento a elegir entre la inefabilidad del sujeto y la inteligibilidad del universal. Ser cual sea está por fuera de tener ésta o aquella propiedad que identifica su pertenencia a éste o aquel conjunto, o a ésta o aquella clase. El amor –como la experiencia del tener lugar de una singularidad “cualsea”- no se dirige hacia esta o aquella propiedad, sino que se ama con todos sus predicados. Se ama lo que se muestra pero también lo que no se enseña.

Trae aquí Agamben a B. Spinoza en el modo en que piensa lo común: Todos los cuerpos –dice el segundo- convienen en que expresan el atributo divino de la extensión. Sin embargo, lo que es común no puede constituir en ningún caso la esencia de la cosa singular. Decisiva es aquí la idea de una comunidad in-esencial, de un convenir que no concierne en modo alguno a una esencia. El comunicar a las singularidades el atributo de la extensión, no las une en la esencia, sino que la dispersa en la existencia. El “cualsea” se constituye por la indiferencia del común y del propio, del género y de la especie, de la esencia y del accidente. Es la cosa con todas sus propiedades. Es el rostro “cualsea” donde lo común y lo propio son y resultan indiferentes. Ser sustituible, estar como sea en el lugar del Otro, se convierte en lo propio de toda creatura. El Estado –comprueba A. Badiou- no se funda en el ligamen social –del que sería su mera expresión- sino sobre su disolución. Lo relevante no es aquí la singularidad sino tan sólo su inclusión en una u otro identidad. La ausencia de identidad en el “cualsea” es una amenaza con la cual el Estado jamás podrá pactar y no lo ha hecho desde el origen mismo del Estado moderno. A esto llama Agamben lo irreparable[1]: a la denuncia que las cosas sean como son, asignadas sin remedio a su manera de ser, a su elemental atrocidad. Llama al abandono de ese estado de cosas: a ese tal como somos, como el mundo simplemente es. Esta naturalización es lo irreparable. El desafío será nuevamente, una y otra vez, romper los límites.   


Vuelvo a Bataille: Cada ser está atravesado por un principio de insuficiencia. Ese principio de incompletitud manda y prescribe la posibilidad misma de ser. Esa carencia no va de la mano de la necesidad de completitud. El ser incompleto no busca asociarse a otro para formar una integralidad. Sin embrago, la conciencia de la pequeñez o de la insignificancia siempre tiene necesidad de otro, reclama lo otro o una pluralidad de otros. Demanda una comunidad (finita). Ella tiene su principio en la finitud de los seres que la componen. No hay comunidad sino de pequeños números[1] que se ofrecen a una comunión, incluso a una fusión, que reuniría sus elementos para dar lugar a una unidad. La comunidad no es la simple puesta en común de una voluntad compartida de ser en muchos aunque fuere nada más que seguir compartiendo algo –aunque más no sea, el habla o el silencio-. La muerte reemplaza a la comunión. Comunidad no de dioses, ni de héroes, ni siquiera de soberanos. G. Bataille llamaba a mantenerse a la “altura de la muerte”. Una comunidad sólo puede durar teniendo allí la intensidad de la muerte y desintegrarse, cuando le falta “la grandeza particular del peligro”. La comunidad es lo que expone, exponiéndose. No es un lugar de soberanía. Exterioridad de nombres diversos: la muerte, la muerte del Otro, la amistad o el amor, la relación con el próximo, incluso el habla despejan el espacio de la intimidad o de la interioridad que no es nunca el de un sujeto (Bataille) sino el deslizamiento fuera de los límites. Pero el otro no es sólo el otro sino que representa la posición de una alteridad que es inalcanzable para un sujeto. 


Donde el “yo” se vuelve al “Nosotros”, ambos confían en “Otros”. La comunidad no  existe más que en la tensión infinita, no figurable del uno hacia el Otro. El amor es tan sólo quizás, tentativa de amar. “Imposible amor” (diría E. Levinas) que sólo da la medida de la “atención infinita a otro”. ¿No es acaso Lacan quien dice que desear es dar lo que no se tiene a alguien que no lo quiere? La obligación para con el Otro no viene de la ley sino de la pasión, tensión hacia el Otro con el que no podemos reunirnos. La realidad de la comunidad (o del amor) es la realidad de un fe que se recibe de y que se da a un poder indefinible de lo femenino, aquello que esencialmente escapa, se desvanece, huye. R. Char decía en los 60´-en pleno Mayo francés- que la política es la común presencia del desligarse de la comunidad en su propio acontecimiento. Algo similar –y en un ejemplo local- sucedió con el movimiento asambleario en la Argentina del 2001. La comunicación de tal ausencia –real o imaginaria- hace la verdad de una co-presencia. Posibilidad de ser juntos que devuelve a todos el derecho a la igualdad en la fraternidad a través de la libertad del habla[1] que subleva a cada uno.


Si una comunidad se mantiene allí donde no hay nada que retener -secreto de no tener ningún secreto-, ¿Qué está en juego en el pensamiento de una comunidad?; ¿No es acaso el eterno planteo de su ausencia? Si la relación del hombre con el hombre deja de ser la relación del Mismo con el Mismo e introduce al Otro como irreductible y en su igualdad (o diferencia) o como escribía Levinas en su excedencia, donde ese Otro es siempre más que el Mismo (yo), se impone una clase de relación distinta, que acusa otra forma de sociedad a la que apenas llamará comunidad. Sólo la ética existirá como posibilidad si puede afirmarse una relación anterior a la ontología (que reduce lo otro a lo Mismo) de tal modo que el yo se sienta cuestionado por el Otro hasta el punto de no poder responderle sino mediante una responsabilidad que no podría limitarse y se excede sin agotarse. Obligación que no es un compromiso en nombre de la ley sino, persistentemente anterior al ser y a la libertad.

Definirse políticamente supondrá siempre una elección, una confrontación y múltiples exclusiones. No excluir nada es mantenerse  fiel a una relación sin relaciones. La política supone la existencia de no sólo una verdad, sino de la puesta en juego de visiones diferentes del mundo. Supone establecer una justicia insistentemente desplazada por la desigualdad, la exclusión y el poder. Intentar construir identidades –sin forma definitiva alguna y en una recreación continua que exprese un vínculo común o una inquietud pública- debería ser una de las tareas de la política democrática. Definir qué entendemos por ciudadanía tendrá una vinculación directa con el tipo de sociedad y de comunidad política que queremos. Ello posibilitaría la idea de una comunidad abierta, múltiple y plural. Hablar sólo del “Nosotros” significará hablar solo del lado de los “amigos”; pero la política es hablar de la división y del antagonismo, del “Ellos”, de los “enemigos”. La vida política se relaciona con la acción colectiva que apunta a la construcción de un nosotros en un contexto de diversidad y conflicto. Debemos entender que nunca será posible una comunidad política inclusiva integral; una comunidad que alcance una unidad final ya que siempre habrá un “afuera constitutivo”, un exterior a la comunidad que hará posible –y sólo así- su propia existencia. Siempre habrá que elegir.       

La igualdad es un punto de partida, un axioma, una condición que nos habita y de la que podemos hacer uso para interrumpir el régimen desigual. Lo que es propio es la voluntad de cada quién por “participar de la potencia común de los seres intelectuales”. No es aquí la ética sino la voluntad y el esfuerzo en común, el punto de partida. Sólo cuando ésta voluntad se afirma, habrá emancipación. Emancipación de una inteligencia que sólo obedece a sí misma. Siempre la habrá allí dónde se quiebran los lazos de necesidad (que anudan una ocupación a una forma de inteligencia). Acompaña este idea citar aquí a R. Descartes quien señalaba que la razón es la cosa mejor repartida del mundo. Potencia en común que quiebra la impotencia y su círculo. Es precisamente esa potencia la que interrumpe la naturalización –tensionando el lugar que se ocupa (en el orden social) o rompiendo con la identidad a la cual se nos ha confinado- por parte del “orden explicador” (J. Ranciere) y accediendo a innegables momentos de igualdad y de gratuidad en los que se afirma la condición humana. Hay en toda subjetivación cierta tensión con la identidad que se trae o detenta. Todos somos capaces de más de una cosa, de realizar otras tareas de aquella a la que fuimos confinados o situados. Esa labor puede expresar la promesa de una comunidad no restringida a la distribución de roles y de funciones.

Las personas nos identificamos con un sujeto cuya configuración resulta ser esencialmente ideológica. En realidad no sabemos quiénes somos sino que hablamos por boca de un dispositivo que nos configura o nos interpela, que nos hace decir aquello que somos; y a partir del cual, lo que es puede ser visto, dicho o pensado. Estas operaciones reproducen el orden, negando las prácticas colectivas con que los hombres y las mujeres se auto-determinan. Si el estado de excepción es la regla, la ideología no es una falsa representación de la realidad sino la realidad misma configurada. Aquellos que iban a cambiar el mundo han quedado entrampados en una estructura que los inmoviliza. La aporía del progreso consiste en desplegarlo, pero lo que en realidad hace es frenar su movimiento, interceptar sus extensiones, podar sus experimentos. Ranciere nos enseña que existe cierto “atontamiento” ahí donde el método del progreso reduce el uso libre de las capacidades del hombre a una fórmula unívoca. Entonces no hay Uno[1], no hay método. La igualdad no se enseña; quien la enseña fomenta la desigualdad.


La igualdad concierne a la existencia. Todos los seres comparten la indiferencia de existir y el destino irremediable de morir. Dos son sus presupuestos: los seres son iguales en la existencia y; la naturaleza es la misma para todos. Sin embargo, el concepto de igualdad -entre los hombres- no es algo que pueda deducirse de la naturaleza, ni demostrarse tampoco lógicamente, ni probarse –aún menos- por la ciencia. Es una idea, una imagen, un símbolo, un invento que pudo o no haber tenido lugar; que pudo o no haber ocurrido. La igualdad es un principio o una declaración (Badiou/ Ranciere) –no un efecto o una proposición a ser alcanzada. El verbo declarar –de carácter transitivo- no admite un empleo irrestricto sino que remite a objetos directos específicos: resultará posible declarar la guerra, el amor, la independencia, los derechos del hombre (no así la verdad, la paz, la servidumbre, la democracia).

La igualdad es siempre excepcional, rara, original, única, insólita. Lo dado, la regla, es la jerarquía. Aquello que nunca es (la igualdad) es la de ser una jerarquía de prioridades. No hay fundamento en la igualdad más allá de sí mismo pero siempre será capaz de producir efectos en los vínculos, en la cultura, en el derecho, en la sociedad misma. Frente a una nueva igualdad, la sociedad tomará distancia, será reactiva, se resistirá a que lo nuevo suceda. ¿Cuáles son estos argumentos en juego? Que aún “no es el tiempo” o que hay otros “temas” o “prioridades” pendientes, urgentes y necesarias que se necesitan atender. Explicaciones todas ellas siempre retóricas y evocativas de una supuesta “paz” (social), de una falsa nada. Sin embargo, el tiempo de la igualdad es el presente. Su manifestación es múltiple y es ahora. La igualdad no se pide ni se merece, se es consciente de ella, se activa y se ejerce.

Igualdad no quiere decir “lo Mismo”. No se opone a la excepción, ni tampoco a la diferencia.   Igualdad significa que cualquier sujeto será capaz de una reflexión sobre lo justo y a actuar en consecuencia. La igualdad no es ni “buena conciencia”, ni mucho menos “solidaridad” ya que esta última jamás, producirá igualdad. En algún sentido toda igualdad es anárquica  (D. Tatián)[1] La igualdad es la irrupción de un régimen de signos que sustrae la vida de la jerarquía, el desprecio, el desconocimiento, el odio, la indiferencia o el destino como desigualdad. Podríamos finalmente decir, que la igualdad es el alma de la democracia en tanto juego libre de singularidades irreductibles, “abiertas a y capaces de” componerse en un mosaico de comunidades de diferentes (los sin comunidad) conforme una lógica de la potencia inmanente a esa pluralidad. De algo estamos seguros: la igualdad siempre permitirá que haya Otros.        

[1] La palabra religar (religare) –asociada al vínculo social (Rousseau) significa ligar con un lazo (político-ético) que cree un vínculo y que nos permita hablar de una comunidad política. Aquello que estamos buscando es una forma de tener en cuenta las distinciones entre lo público y  lo privado, la ética y la política. Jean Valery señalaba con acierto que la sociedad es un funcionamiento fiduciario. Ella supone un credo y un crédito. Éste es el acto de una fe que no es sino puesta en nada distinto que la misma sociedad. La fianza es con-fianza ya que se fía la propia existencia. El enigma consiste en el secreto de la confianza y ese secreto es la confianza misma en la cual, fianza y confianza se presuponen indefinidamente, uno a otro.     

[2] Maucice Blanchot. “La comunidad inconfesable”, Traducción de Isidro Herrera Arena Libros –Filosofía una vez-, Madrid, España, 2016. Lo inconfesable no es indecible. Por el contrario no cesa de ser dicho o de decirse en el silencio íntimo de los que podrían pero no pueden confesar. Intimidad (de una comunicación o comunidad) haciéndolo posible y necesario pero no dejándose disolver en ella.

[3] Bataille llama a considerar el vínculo fuerte –pasional, sagrado, íntimo- de la comunidad como algo reservado a lo que él llama comunidad de los amantes. Ésta contrasta con el vínculo social y funciona como su contra verdad, para la cual la política resulta irrelevante. La política es sustituida por una comunidad de intimidad intensa o sociedad de un vínculo homogéneo y extensivo. Comunidad  imposible.

[4] Jean Luc Nancy. “La comunidad revocada”, Mardulce, ensayo, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2016.

[5] Giorgio Agamben. “La comunidad que viene”. Traducción de José Luis Villacañas, Claudio La Rocca y Ester Quirós, Pre-Textos, Valencia, España, 2016.-

[6] Bataille mismo reconoce ese fracaso: en la dificultad para compartir sus puntos de vista; en la dificultad de distinguir sus argumentos de los fascistizantes de los cuales se quiere separar; pero también fracaso frente a un síntoma de una aporía que aún persiste en la actualidad, inaugurada en ese entonces pero que sigue siendo nuestra, la usencia de todo antagonismo serio a la Modernidad y a su modelo civilizatorio.

[7] Bataille lo definía como la “negación del ser aislado, que no tiene objeto y es sin porqué” Jean-Luc Nancy “La comunidad revocada” ídem, (pág. 55).-

[8] Toda palabra se enuncia en una lengua, todo decir posee un tono y un estilo, toda escritura se ejerce desde un sitio.

[9] Dos son las formas de lo irreparable para Spinoza: la seguridad y  la desesperación. Estas dos formas de lo irreparable son idénticas. Lo esencial aquí es que toda razón para dudar ha sido removida, que las cosas están cierta y definitivamente así, “sin importar que de esto nazca alegría o dolor”. La raíz de toda alegría y de todo dolor “es que el mundo sea así como es”. El mundo no es “como parece ser o como querríamos que fuese”. Entonces aquello que cambia no son las cosas sino sus límites. Lo irreparable no es ni una esencia, ni una existencia, ni una sustancia, ni una cualidad, ni un posible, ni un necesario. “No es propiamente una modalidad del ser sino el ser que se da en la modalidad”. G. Agamben. “La comunidad que viene”, ídem, (pág. 76 y ss). La desesperación sería el modo por el cual la esperanza como alegría inconstante ha devenido miedo. Spinoza es un pensador de las pasiones. La melancolía es el obstáculo más fuerte para la libertad.-

[10] La palabra comunidad encierra algunos peligros ciertos: su referencia inevitablemente cristiana (espiritual, fraternal, comunal); o religiosa (judía, de oración, de creyentes); su uso en apoyo de pretendidas etnicidades; el impulso de tensiones comunitaristas y hasta fascistizantes. La religión parece arrastrar consigo el motivo comunitario. No habría más comunidad que la religiosa y hasta me atrevería a decir que desde Atenas, pasando por Roma pero incluso en Rousseau, no habremos albergado la posibilidad o el deseo de una religión civil? Aunque siempre frágil, desvanecente.   

[11] El lenguaje es la posibilidad de la existencia de que algo sea. Posibilita el “cómo se enhebran los cuerpos, los textos y las voces sobre la superficie de este palabra en común”. Federico Galende. “Ranciere. El presupuesto de la igualdad en la política y en la estética. Eterna Cadencia Editora, CABA, 2019, (pág. 15).-   

[12] Desde lo Uno emerge el intento de disolución de lo múltiple, la necesidad de doblegar lo plural, la voluntad de someter lo que no se ajusta, lo que no cabe, lo que no encaja. En los tiempos que corren el pensamiento occidental ha advertido que el mundo no se comporta tan disciplinadamente, que la realidad incluye al azar, que todo centro se ha corrido. Diana Sperling. “Del deseo. Tratado erótico-político”. Editorial Biblos. Buenos Aires, 2001, (pág. 20).-

[13] Diego Tatián. “Lo impropio”. Editorial Excursiones, Buenos Aires, Argentina, (2012).


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