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Belgrano: uno de los grandes pedagogos de nuestra patria americana, por Alberto Sileoni

Por: Alberto Sileoni*

“Quienes nos dedicamos al oficio de educar le reconocemos  originalidad y claridad a todo su pensamiento, pero especialmente nos conmueve el hecho que pudo comprender que las puertas de las escuelas debían abrirse a todas y todos, a los  “nuevos sujetos pedagógicos”,  a los siempre excluidos: mujeres,  desposeídos,  indios,  huérfanos y pobres,  entre otros”.

El  Decreto Presidencial N° 2  del 3 de enero de 2020, una fecha que hoy parece lejanísima,  dedicó el año al General Manuel Belgrano; a 250 años de su nacimiento y 200 de su muerte, el propósito es “que los y las  jóvenes argentinas conozcan y recuerden a quién fue una de las figuras más importantes de la independencia, pero también uno de los constructores más destacados de nuestra identidad nacional”.

Belgrano nació en 1770  y fue el octavo hijo de los dieciséis que tuvieron su padre italiano y su madre criolla. El modo que eligió la historia escolar para narrar su vida, fue relacionarlo exclusivamente con la creación de la bandera nacional – eso es casi lo único que los alumnos conocen-, omitiendo su extraordinaria obra militar, política, social y educativa.

Poco se sabe que tuvo participación  en las invasiones inglesas, y activa presencia en las  reuniones clandestinas de la Jabonería de Vieytes, sitio donde los patriotas discutían sobre  la libertad e independencia de estas colonias, además de la igualdad que debían tener los ciudadanos entre sí.

Prematuramente comprendió la importancia que tiene la educación en la construcción de  sociedades no sólo más ilustradas, sino también más productivas y justas. Así, es autor del primer proyecto de enseñanza estatal, gratuita y obligatoria que hubo en estas tierras: “que los niños aprendan las primeras letras y matemática básica, (…) para luego ser recibidos por los maestros de oficios” afirmaba en sus Memorias de 1796 y en sus artículos en el Correo de Comercio. Entre estos, sobresale el del 17 de marzo de  1810, denominado precisamente Educación, donde se pregunta cómo esperar buenos ciudadanos si el Estado no los instruye: “¿Cómo se quiere que los hombres tengan amor al trabajo, que las costumbres sean arregladas, que haya copia de ciudadanos honrados, que las virtudes ahuyenten los  vicios, y que el Gobierno reciba el fruto de sus cuidados, si no hay enseñanza, y si la ignorancia va pasando de generación en generación con mayores y más grandes aumentos?”.

Lejos de ser un planteo exclusivamente teórico, propone soluciones: distribuir las escuelas  en todos los barrios sin distinción, para que los padres de familia puedan “mandar a sus hijos, sin tener que pagar cosa alguna por su instrucción.”, sostiene el principio de gratuidad, – a las escuelas de primeras letras debe costearlas el Estado-, y  propone situarlas en el ámbito rural, “en la campaña”,  porque  los ciudadanos de los lugares apartados deben acceder, como todos,  al derecho a la educación.

Quienes nos dedicamos al oficio de educar le reconocemos  originalidad y claridad a todo su pensamiento, pero especialmente nos conmueve el hecho que pudo comprender que las puertas de las escuelas debían abrirse a todas y todos, a los  “nuevos sujetos pedagógicos”,  a los siempre excluidos: mujeres,  desposeídos,  indios,  huérfanos y pobres,  entre otros. Ese desvelo por incorporar a los “relegados”, como él los denominaba, lo vincula con los grandes pedagogos de nuestra patria americana.  Se ocupó de la educación de las mujeres para que pudieran salir de la ociosidad y de la ignorancia,  en la misma época en que Simón  Rodríguez, el maestro de Bolívar, recomendaba que las mujeres se educaran para no tener como único destino el convento o el matrimonio.

También  impulsó la creación de las escuelas de Comercio,  Náutica y  Dibujo, y cuando en  1813, por su victoria de Salta el Cabildo le donó 40 mil pesos, decidió destinarlos a crear cuatro escuelas en Tarija, Salta, Tucumán y Santiago del Estero, comprar útiles y libros y otorgar  becas para los niños y niñas más pobres. Para esa ocasión, además,  elaboró un Reglamento donde exalta los valores de amor al orden, consideración y dulzura en el trato, sentimiento de honor, amor a la virtud y horror al vicio, inclinación al trabajo y espíritu nacional “que haga preferir el bien público del privado y estimar en más la calidad del americano que la del extranjero”. Por esas razones ocupa un lugar destacado en el  pensamiento pedagógico latinoamericano originario, junto a los hombres y mujeres que aportaron las primeras ideas y acciones para cimentar los nacientes sistemas educativos.

Concluyo con el sentido del deber, un rasgo impactante de su personalidad. Como tantos porteños ilustrados, estudió gramática, filosofía y teología, fue funcionario público, economista y periodista,  y luego de ocho años en la Universidad de Salamanca, había obtenido el título de abogado. La suya prometía ser una  vida acomodada, sin privaciones ni sobresaltos. Pero Belgrano, que jamás había vestido uniforme militar ni recibido instrucción, no dudó un instante y cuando la Patria lo necesitó soldado estuvo en la primera fila del frente de batalla.

Estas líneas han intentado mostrar  solo algunos aspectos del enorme legado que nos dejó uno de nuestros padres fundadores más queridos. Otro General de la Nación, Juan Perón, en ocasión de  anunciar  la eliminación de los aranceles universitarios un 20 de junio de 1949, se refirió a él y dijo que “para honrar a los héroes nada mejor que imitarlos”.  Eso intentamos hacer millones de argentinas y argentinos: abandonar la desesperanza, construir una patria sin excluidos con salud, trabajo y educación, como aquella que soñó y por la que entregó su vida, Don Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano.

* Ex Ministro de Educación de la Nación

Las opiniones expresadas en esta nota son responsabilidad exclusiva del autor y no representan necesariamente la posición de Broquel.

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