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Reflexiones en torno de las masculinidades en el ámbito estatal

Por: Dra. Agustina Iglesias Skulj*
Imagen: Sin título, Antonio Seguí, 1987. Museo Nacional de Bellas Artes

“Cuando se habla de “nuevas masculinidades” estamos haciendo referencia a una tendencia ya asentada en nuestro país desde hace más de una década (por ejemplo los encuentros nacionales de varones antipatriarcales) que promueven los varones, heterocis, blancos, progresistas de clase media, en pareja y en familia que, en su mayoría, se proponen discutir el modelo hegemónico de masculinidad a través del cambio de sus actitudes y modos de vida”.

El pasado 21 de Agosto se aprobó un proyecto de ley en la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires que incorpora a las masculinidades a los contenidos obligatorios dispuestos por la Ley Micaela. A partir de la sanción de esta ley, será obligatorio que los legisladores y trabajadores de dicho ámbito cursen un plan de capacitación en “masculinidades sin violencias”.

La propuesta busca, según la diputada Florencia Saintout, “garantizar la construcción de otras masculinidades, despojadas de cualquier tipo de violencias y reflexionar en torno al lugar de los varones en la sociedad y los privilegios que tienen en relación a otras identidades”, según la legisladora que presentó el proyecto.

Desde el Espacio de Géneros de Revista Broquel queríamos indagar un poco más acerca de las masculinidades. Raewyn Connell (2003) acuño la categoría de “masculinidad hegemónica” desde un análisis del género como sistema de poder; es decir, una red de ejes en la que se dan permanentes desplazamientos y jerarquías y privilegios más o menos fijos.

Estos conceptos de Connel permiten afirmar que la masculinidad no es única ni universalizable, puesto que en su interior se despliegan diversas jerarquías, pero que la que ocupa el lugar central puede definirse como “hegemónica”. La característica más saliente para el análisis resulta de visibilizar sus formas de funcionamiento y reproducción ya que éstas permanecen naturalizadas, es decir, se convierten en el modelo que establece las dinámicas de los ejes de poder y simultáneamente provoca que otras masculinidades sean violentadas, segregadas, y desvaloradas. Dentro de las masculinidades no hegemónicas podemos nombrar algunos hombres gays, las masculinidades trans, masculinidades lésbicas o cisvarones heterosexuales que no performativizan acabadamente el modelo hegemónico.

Los estudios sobre masculinidades se han dedicado a analizar los mandatos de la masculinidad y han dado lugar a múltiples reflexiones alrededor de este tema. No es difícil encontrar algunas definiciones acerca de los mandatos: por ejemplo, nadie pondría en duda que un varón es quien esconde sus sentimientos; o quien ejerce el poder de manera autoritaria, quien tiene a mano la violencia, quien no tiene miedo, quien responde con valentía ante cualquier situación, quien no tiene contacto sexo-afectivo con otros varones, quien no realiza las tareas de cuidado, el que provee,  y así sucesivamente.

Por lo tanto, el ejercicio de visibilizar las formas en las que se construye y refuerza la masculinidad hegemónica es la tarea de quienes están imaginando otras masculinidades. Así, desde la militancia se han denominado como “masculinidades alternativas” o “nuevas masculinidades”. Con base en estos desarrollos, se realizaron campañas e iniciativas institucionales, como la que hoy estamos comentando, que prevén acciones «dirigidas a los cisvarones». Sin embargo, si la propuesta pedagógica se cierra sobre la identificación de un modelo altamente violento y desagradable (el macho), más allá de las virtualidades de dicho análisis,  estaríamos colocando nuevamente a la masculinidad en el centro del análisis con el riesgo siempre latente en estos intentos de volver a universalizarla.

Cuando se habla de “nuevas masculinidades” estamos haciendo referencia a una tendencia ya asentada en nuestro país desde hace más de una década (por ejemplo los encuentros nacionales de varones antipatriarcales) que promueven los varones, heterocis, blancos, progresistas de clase media, en pareja y en familia que, en su mayoría, se proponen discutir el modelo hegemónico de masculinidad a través del cambio de sus actitudes y modos de vida.

Frente a ello, Joakin Aspiazu (2017) sostiene que “cuando en este caso acuñamos el adjetivo «nuevo», lo hacemos precisamente cuando el protagonista es el sujeto que se considera central en una sociedad altamente familiarista y organizada por género, clase, procedencia y pensada desde un modelo humano capacitista. Se puede argumentar que, justamente por eso, es importante que personas que gozan de una posición subjetiva central sean quienes den un paso. Pero, lo que parece evidente es que, cuando proponemos cambios y pensamos en reformar las masculinidades, es un tipo específico de masculinidad la que tenemos en mente”.

En efecto, las campañas e intervenciones institucionales están orientadas por cuestiones que abordan la democratización de los trabajos de cuidados, fundamentalmente de lxs hijxs y en un contexto de familia nuclear. Según la mayoría de estas propuestas, entonces, los cisheterovarones deberían emprender un camino que incluya el desarrollo de la emocionalidad, la paternidad responsable y unas relaciones igualitarias y libres de violencia con sus parejas.

Sin embargo, entender las políticas y pautar las intervenciones con este tipo de abordaje resulta en una práctica excluyente. No solo en cuanto se plantean como una formación específica para los cisvarones, sino en tanto se organizan en derredor del presupuesto de la heterosexualidad. La escritora lesbiana Monique Wittig nos enseño que existe un “pensamiento heterosexual” que no refiere específicamente a nuestras relaciones sexo-afectivas, sino como un régimen de poder que organiza la vida social: se trata de valores, actitudes, comportamientos que pautan nuestras formas de sentir, de organizar la vida, de sostener privilegios, de perpetuar las jerarquías, de la división entre el espacio público y el privado y las tareas que deberían corresponder a cada persona. Una de las marcas centrales del pensamiento heterosexual es la constante devaluación de las tareas de cuidado y reproductivas. 

Por ejemplo, cualquier medida que valore la mayor disponibilidad de horarios, de viajar, de cambiar tareas, etc. de un/a/e trabajadorx en el ámbito estatal, en principio puede leerse como una medida no discriminatoria. Sin embargo, los datos indican que las cismujeres realizan el doble de horas de trabajo doméstico y de cuidados que los cishombres lo cual achica el rango de su disponibilidad y por tanto, será más difícil que puedan progresar en su carrera. Así, una media aparentemente neutra termina favoreciendo a los cisvarones que asumen en menor medida las tareas de cuidado, o que el coste de su disponibilidad lo terminen asumiendo las cismujeres.

Como señala Octavio Salazar (2015) “Las discriminaciones indirectas suelen ser más sutiles (que las directas) ya que se esconden bajo una aparente igualdad formal y nos exigen contextualizar las situaciones, por lo que no nos sirven las situaciones generales y es preciso descender de la mera formalidad de los principios a la dura realidad de las desigualdades”. Asimismo, debe tenerse en cuenta al momento de evaluar ciertas prácticas o realizar algunas propuestas, tal como sugiere Paloma Uria, no debe partirse de que las mujeres o femeneidades aparezcan siempre como víctimas o dominadas y los cisvarones como dominadores “…supone también un problema que las cismujeres aparezcan siempre como víctimas o dominadas y los hombres como dominadores”; por lo tanto, cualquier idealización o estereotipo que no contemple las diferencias en las situaciones, los distintos factores variables en relación con el tiempo, los recursos, la clase, la edad, etc., deviene en medidas con corto alcance en cuanto a las transformaciones.

Con todo, la masculinidad hegemónica no afecta solo a la construcción individual y subjetiva de los cisheterovarones, sino que configura toda un serie de relaciones entre los géneros y entre los cisvarones. En efecto, cualquier política que esté dirigida a modificar las prácticas y privilegios de la masculinidad hegemónica debe poner en cuestión las relaciones de poder y la desigualdad resultante de tal esquema.

Nos debemos una reflexión profunda y acabada sobre los problemas de la masculinidad hegemónica; por un lado, un análisis sobre las ventajas que otorga y, por otro lado, tener siempre en cuenta que dicha forma hegemónica distribuye diferencialmente los beneficios entre las masculinidades también. Debemos abordar estas problemáticas desde una perspectiva no binaria, no biologicista y que puedan plantearse políticas públicas que contemplen las relaciones de poder, las jerarquías y los privilegios de manera situada.

Lecturas recomendadas:

Joakin Aspiazu (2017) Masculinidades y Feminismo. Virus Editorial.

Raewin Connell (2003) Masculinidades. Ediciones UNAM.

Luciano Fabbri (2016) “Colectivos de hombres y feminismos. Aportes, tensiones y desafíos desde (y para) la praxis” Sex., Salud Soc. (Rio J.)  no.22 Rio de Janeiro Jan./Apr. https://doi.org/10.1590/1984-6487.sess.2016.22.16.a 

Paloma Uria (2014) “Otras voces feministas” 1,2; Revista Galde. Dossier feminismos.

* Abogada /Criminóloga Transfeminista /Investigadora /Coordinadora del Área de Investigación/ECAE

Las opiniones expresadas en esta nota son responsabilidad exclusiva de la autora y no representan necesariamente la posición de Broquel.

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