OPINIÓN

La política como manifestación de la parte de los sin parte: reflexiones en torno a la propuesta de Jacques Ranciere

Por: David E. Kronzonas* 
Imagen: "Juanito va a la fabrica", Antonio Berni (1977), MALBA.

“La política deberá operar en la correlación de fuerzas para modificar la realidad. Pero no nos engañemos, siempre el escenario resultará en sentido opuesto, contra la corriente. Habrá que dar igual esa y otras batalla para así convertir la anomalía en realidad y correr el límite de la desigualdad. Recordemos: sólo hay política cuando irrumpe el supuesto de la igualdad”.              

“El moderno desdeña imaginar

Stéphane Mallarmé

I.

Si la política es una forma específica de la lucha por el poder; pero también, es definida como el ejercicio[1] del poder y de su modo de legitimación. ¿Habrá algo más para decir de ella? Claro que sí. Podríamos decir que es la configuración de una totalidad específica que surge como suplemento de todo cuerpo político y; que hay una conexión expresa entre tales formas de conocimiento y el orden del poder desigual. Durante la larga historia de la humanidad han surgido formas de experiencia y conocimiento que fracturaron ese orden[2]; que dieron testimonio de la existencia de innumerables capacidades que permanecieron excluidas; y mostraron que las divisiones eran terrenos construidos de manera contingente los cuales limitaban arbitrariamente las relaciones entre formas de actividad, esferas de vida y modos del discurso. Los sucesos de Mayo del 68´revelaron a J. Ranciere –y a otros autores- que no hay dos tipos distintos de inteligencia (aquellos que son objeto y los que son sujetos de conocimiento) sino que todos forman parte de una misma inteligencia; dejaron ver también, que la política es una forma de poner la inteligencia en práctica. Ranciere ha analizado en detalle las condiciones de posibilidad de esos efectos igualitarios que resultarán de romper con el orden jerárquico –orden cuya reproducción indefinida parece ineluctable- obteniendo un “método de igualdad” que se opone a la lógica de las capacidades y los “territorios” prefijados. La política es una práctica singular y contingente que rompe las reglas que controlan la experiencia “normal”. Política y democracia son para Ranciere lo mismo. La política es entendida como aquello que fragmenta con la distribución de los espacios y las capacidades, con las interpretaciones consensuadas de los hechos, con la anticipación de las formas de poder desde la “evidencia” de las formas sociales. Pone en juego lo que es percibido, pensable y factible; y la división de los que son capaces de percibir, pensar y modificar las coordinadas de un mundo en común.

La política es una forma existente de disenso (conflicto), como escena susceptible de sobrevenir en cualquier momento; y que significa una organización de lo sensible en la que no hay una realidad oculta, ni régimen único de presentación y de interpretación que imponga a todos su evidencia. El discurso político tiene que ver con la discusión sobre la igualdad de todos y de cada uno como poder no-ontológico de la diferencia. Pensar la universalidad de la política como proceso heterogéneo y de excepción contingente frente a la lógica que rige los tipos de jerarquía social. Ranciere entiende esta ruptura como un proceso de reordenamiento de los sentidos, un disentir o una revuelta lógica (en el sentido de A. Rimbaud). Aquello que las prácticas realizan –y de cada uno a su manera- es llevar a cabo una redistribución de lo sensible. Dejar de identificarse con las formas de espacio, tiempo y competencias que regulan un orden creando otra nueva irreductibilidad a la distribución jerárquica, una singularidad que manifiesta su igualdad. Así las reglas que subordinan las prácticas humanas a una función social;  y los cuerpos, a lugares y horizontes que se reestructuran y/ o suspenden. La política “moderna” –según Ranciere- se redime en esta distinción de una comunidad sensible, virtual o exigible por encima de la distribución de los órdenes y las funciones que sólo puede ocurrir apropiándose de las prácticas del lenguaje y la mirada desinteresada sobre lo visible. Esta práctica llevará consigo una forma de emancipación en las que los cuerpos son arrancados de sus lugares asignados. En el disenso hay tanto procesos de des- identificación –que desatan los lazos que amarran a los cuerpos a lugares específicos-; como formas de privatización del habla o de la emoción. El disenso consiste en desafiar la lógica; la política consiste en producir efectos de igualdad.

La igualdad no es una esencia, no es un valor, ni una meta. Es una simple presuposición, un principio sin contenido inherente, o una gramática específica propia. Paradójicamente, la condición de posibilidad de una política igualitaria deberá situarse en el funcionamiento del orden desigual. Ranciere argumenta que la igualdad política tiene una estructura retroactiva. Sólo podrá postularse y demostrase a través de su verificación. Primero, la igualdad se presupone; luego se verificarán sus efectos. Aquello que se constatará es un mundo de igualdad dentro otro de desigualdad. Estas manifestaciones de igualdad podrán localizarse en cualquier lugar sin exclusión alguna. Sin embargo, convertir la igualdad en principio de toda comunidad no hará más que suprimir la política. Contra todos los intentos de explicar los acontecimientos políticos a partir de las causas subyacentes Ranciere enfatizará la naturaleza azarosa de la política. Nada explicará por qué la gente decide levantarse y demostrar o reclamar su igualdad. La emancipación siempre será el terreno de los que deciden excluirse a sí mismos. Todo disenso es una anulación de la propiedad, que funciona mediante la configuración de diferentes formas de relaciones entre lo sensible y lo inteligible. No hay sujeto que exista antes de los efectos de la igualdad que le darán coherencia. La igualdad sólo puede ponerse en práctica como un litigio sobre la injusta exclusión del orden del discurso político. Es litigioso porque pone de manifiesto las justificaciones para mantener el orden que hace excluir a esos sujetos y objetos del campo de visibilidad.

Aquello que Mayo del 68´mostró es que el acceso a la política es inmediato. No hace falta ningún discurso especializado o metodología singular; y que en última instancia, la división entre quienes hablan y quienes sólo hacen ruido se sostiene únicamente por los efectos de la misma partición. Ranciere enfatizará el hecho de que el discurso político genuino lleva consigo una disputa sobre la calidad misma de quienes hablan. El debate político demanda una des- identificación. La lucha política -propiamente dicha- no es un asunto de debate racional entre múltiples intereses; ni siquiera la pretensión de arribar a un resultado justo. Es una ruptura entre el discurso y la posición social –o la de su falta o ausencia-; entre lo que se dice y quién lo dice. Sólo aquí podrá surgir el conflicto adecuado para crear una comunidad política. La ruptura permitirá la articulación de un “nosotros” que es irreductible a un interés, situado en el campo social. El “nosotros” no tiene existencia previa a su manifestación. Para Ranciere, la política produce una ruptura con la evidencia sensorial del orden “natural”. El disenso se enfrenta a una excepción: el consenso[3]. Definido por la “idea de lo propio” y la distribución de posiciones que implica lo propio y lo impropio. Es la lógica que subyace a toda jerarquía. Su diferencia servirá para separar lo político de lo social, el arte de la cultura, la cultura del comercio; así como para definir las distribuciones jerárquicas en las que el habla estará determinada según la conveniencia de su lugar y/o actividad. Esta es la suposición de una experiencia política exclusivamente no litigiosa y común. El consenso es la suposición de una identidad entre sentido y sentido, entre un hecho y su interpretación, entre un estado y una asignación de derechos. La lógica del disenso manifiesta una incorrección que altera esa identidad. Esta lógica resultará materialista y anti-esencialista. La política suspende las relaciones jerárquicas que gobiernan la llamada realidad y no puede albergar dentro de sí, el principio integralmente realizable de un nuevo orden social (igualitario). Estos procesos suspensivos estarán atravesados –como arriba señaláramos- por un lógica no ontológica y de des- sustanciación. Si esto no fuera así, se regresaría a la lógica del consenso.

Si la política lleva consigo el conjunto abierto de prácticas impulsadas por el supuesto de igualdad entre todos y cada uno de los seres hablantes y por el interés de probar esta igualdad -la escenificación de un “nosotros” que separa a la comunidad de sí misma- ello conducirá a un giro ético de la política –resquebrajando dicha totalidad- donde la injusticia se transforma en un mal absoluto e irremediable. Ranciere exhorta al deber infinito de oponernos a lo inhumano que no es otra cosa que dar testimonio de nuestra dependencia del Otro[4]. Es J. Derrida[5] quien caracterizará a la “democracia por venir” como poseedora de una estructura aporética o paradójica, la de una promesa -que como principio de otredad- nunca podrá realizarse pero por esa misma razón, deberá conservarse. Ranciere critica este argumento señalando que la otredad no llega a la política desde el exterior (la “pura receptividad hacia el otro” o “al recién llegado” –en términos derridianos-) por la sencilla razón de que la política posee su propia otredad, está atravesada por el principio de heterogeneidad, resultará de la alteración del poder y de la circularidad de los “títulos”. Si la política es relato –y aquí atemperando esta crítica- todo relato es promesa. La diferencia propia de la política –aquello que permitirá pensar su sujeto- deberá buscarse en la forma de su relación que no es una relación entre sujetos sino entre dos términos contradictorios que lo definen: la forma de tener parte se disipa o desvanece  en el juego de la sociabilidad. De nuevo, la democracia es un principio anárquico que deberá presuponerse para que la política exista y en la medida en que lo es, impedirá la auto- afirmación de la política y la colocará como foco de división. Disenso y promesa.

II.

En la definición aristotélica de ciudadano (aquel que tiene parte en el hecho de gobernar y ser gobernado) el sujeto recibe un nombre, en un modo de actuar y a la vez, en el padecer que corresponde a ese actuar. La línea entre el poder de gobernar, la libertad y la polis en la Grecia antigua no es recta sino discontinua. El del demos o de la libertad aparece como una parte paradójica que sólo tiene una cosa por hacer: “callarse y agachar la cabeza”, según Homero. Para que exista un sujeto político –y por lo tanto, la política- resultará necesario romper con esa lógica. Vamos un poco más atrás, Platón en el Libro III de “Las Leyes” confecciona un inventario sistemático de los títulos que se requieren para gobernar y los correlativos para ser gobernado. De los siete, cuatro son tradicionales y están basados en una diferencia “natural”: la de nacimiento (aquellos que nacieron antes o de manera distinta). De esta forma se fundamenta el poder de los padres sobre los hijos, de los viejos sobre los jóvenes, de los amos sobre los esclavos y de los nobles sobre los siervos. El quinto: el poder de aquellos que tienen una naturaleza superior; del fuerte sobre el débil. Un poder discutido apasionadamente en el “Gorgias” de ser absolutamente indeterminado[6]; el sexto –de especial valía para Platón- el poder de aquellos que saben sobre los que no. Hasta aquí hay cuatro pares de títulos tradicionales subordinados a dos pares teóricos: la superioridad “natural” y el dominio de la ciencia. Sin embargo, Platón enuncia uno más, un séptimo, al cual llama: “la elección de los dioses” o la “elección por sorteo”. Esta elección de régimen refiere a la democracia, caracterizada por la completa ausencia de cualquier título para gobernar. La esencia excepcional de esta relación es la ausencia de reciprocidad. Es la situación en la que la carencia de títulos, otorga el título para ejercer el gobierno. Es el comienzo sin comienzo, una forma de poder del que no domina. Antes que ser el nombre de una comunidad es el nombre de una parte de ella, los aquellos que están fuera de la cuenta. Los que no cuentan, los que no tienen título alguno para ser tomados en cuenta, los que no tienen voz para hacerse escuchar. El que habla cuando no tiene que hablar es quien toma parte, en aquello de lo que no tiene parte.    

El pueblo[7] (demos) es la comunidad excedente –todos y cualquier al mismo tiempo-; que sólo existe como una ruptura de la lógica del comienzo/ dominio/ poder y dónde su poder concurre como disyuntiva. Diferencia evanescente –señala Ranciere- que legitima y deslegitima las instituciones (estatales) y las prácticas del poder. Esa frustración deberá ser reestablecida por parte de los sujetos políticos que desafían la distribución de partes, lugares y competencias. La estructura de esta disyuntiva (anárquica) no es aporética sino disensual. Si hubiere algo aporético sería el intento de basar lo político en su propio principio. La democracia lleva una práctica de disenso que mantiene abierta y que la experiencia de gobernar cierra una y otra vez, sin descanso. La política consiste en desplazar los límites de lo político mediante el establecimiento de la igualdad de todas y cada una de las condiciones. Podríamos decir que el pueblo es un artificio, una existencia suplementaria que inscribe la cuenta de los in-contados,  o la parte de los sin-parte. La igualdad de los seres hablantes sin la cual, la desigualdad misma resultará inconcebible. Lo que la democracia llama el “todo” de la comunidad es una parte vacía, suplementaria que separa a la comunidad de la suma de las partes del cuerpo social. Esta separación inicial establece que la política es la acción de sujetos suplementarios que se inscriben como un excedente respecto a toda cuenta de las partes (de la sociedad). El núcleo de la cuestión política residirá entonces, en la interpretación de este vacío y excedente para dar lugar y producir una presencia social incorpórea.

La política existe como suplemento a toda cuenta social y como excepción a toda lógica de dominación. Existe, en la medida en que el pueblo se identifica con sujetos que inscriben como suplemento de toda cuenta de las partes de la sociedad, una figura específica de la cuenta de los in-contados o de la parte de los sin-parte. Que esa parte exista es la apuesta misma de la política. El conflicto político lleva consigo la oposición entre lógicas que cuentan de forma diferente las reparticiones y las partes de la comunidad provocando destellos de emancipación. Dos son las formas de contar las partes[8]: la primera, cuenta las partes reales que preparan al cuerpo social para la exclusión de todo suplemento; la segunda, cuenta además una parte de los sin parte. A la primera, Ranciere la llamó “policía”, como forma particular de un orden que dispone el mero reparto de lo sensible en el cual los cuerpos se distribuyen en la comunidad, ley que define las formas del tener parte, ordenando lugares, distribuyendo funciones, ocupaciones y propiedades de los espacios, modo en que está determinada la relación entre un común compartido y la distribución de partes exclusivas y cuyo principio es la ausencia de vacío o suplemento; a la segunda, la denominó “política” que consiste en perturbar el acuerdo, complementándolo con una parte de los sin-parte, la que en última instancia manifiesta la pura contingencia del orden, la igualdad de cualquiera. Su actividad es aquella que desplaza un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia su destino. La política tiene como único principio la igualdad mediante la cual verifica en la institución de un litigio que sólo existe comunidad por la división. El litigio político es lo que da existencia a la política. Es una intervención sobre lo visible y lo decible. Ella consistirá en la aparición de un sujeto que invita a reconfigurar un espacio en el que deberá hacerse, mostrarse y nombrarse. Ninguna cosa es en sí misma política ya que la política no existe sino por un principio que no le es propio, la igualdad. Esta última no es un dato que la política aplica; tampoco una esencia que encarna la ley; ni una meta que se propone alcanzar. Es una presuposición que deberá discernirse en las prácticas que la ponen en acción.

Para que haya política es preciso que la lógica “policial” y la lógica “igualitaria” tengan un punto de coincidencia. La posibilidad o imposibilidad de la política se juega allí. Para que haya política es preciso que el vacío apolítico de la igualdad de cualquiera con cualquiera produzca el vacío de una propiedad política como la libertad (en el caso del demos ateniense) para transformar la lógica igualitaria, en lógica política. La política es la práctica en la cual la lógica igualitaria asume la forma de una distorsión y se convierte en argumento en la distribución de ocupaciones, funciones o lugares estructurando una comunidad otra que no existe sino por y para el conflicto en torno a la existencia misma de lo común. La política supone modos de subjetivación que producen una multiplicidad que no estaba dada. Crea al transformar identidades definidas en el orden “natural” del reparto de las funciones y de los lugares en instancias de la experiencia de un litigio. La subjetivación planteará la cuestión de la relación entre un quién y un cuál. Toda subjetivación no será más que una des-identificación, el desplazamiento de aquello considerado el sentido natural de un lugar, la apertura de un espacio donde cualquiera puede contarse. Una puesta en relación de una parte y una ausencia de parte. Toda subjetivación política posee la capacidad de producir polémicos, hasta quizás paradójicos al postular existencias inexistentes o hacer visibles inexistencias. Podríamos sostener que la lógica de la política es poner de manifiesto el lugar de una partición, una comunidad y una división. La racionalidad política sólo es pensable con la condición de sustraerse al intercambio de intereses entre interlocutores o bien a la violencia de lo irracional. El tercero resultará esencial a la lógica de la discusión política ya que nunca será un simple diálogo. El tercero cumplirá una triple función: primero, designa al Otro; segundo, se dirige a una tercera persona ante la cual plantea virtualmente su cuestión; tercero, instituye el “yo” o el “nosotros” del interlocutor como representante de una comunidad. Mostrar que expresa un “logos”, el cual no es únicamente el estado de una relación de fuerzas sino que constituye una demostración de su derecho, una manifestación de lo justo, que puede ser comprendida por la otra parte. El uso de la tercera persona sitúa en primer lugar el escenario del conflicto o el desacuerdo; o sea la relación mínima entre las partes. La afirmación de un mundo común se realiza en una puesta en escena paradójica que reúne a la comunidad y a la no-comunidad.         

Lo propio de la política es el disenso que revela una sociedad en su diferencia consigo misma. Es el conflicto acerca de la existencia de un escenario común; la existencia y calidad de quienes están presentes en él. Las partes no pre-existen al conflicto. Hay política porque quienes no tienen derecho a ser contados se hacen contar e instituyen una comunidad por el hecho de poner en común una distorsión, que no es otra cosa que el enfrentamiento mismo, las contradicciones de dos mundos alojados en uno sólo: el mundo en el que son; y aquel en que no son. Dos son los modos de estar juntos: aquel que pone los cuerpos en su lugar y en su función de acuerdo con sus propiedades, según su nombre o su ausencia, el carácter “lógico” o “fónico” de los sonidos que salen de su boca. Su principio es sencillo: da a cada uno la parte que le corresponde según la evidencia de lo que es. Una lógica que cuenta las partes y distribuye los cuerpos en el espacio de su visibilidad y pone en concordancia los modos de ser, hacer y sentir. Pero existe otra lógica que suspende esta armonía por el simple hecho de actualizar la contingencia de la igualdad. Política como el conjunto de procesos mediante los cuales se efectúan la agregación, el consentimiento, la distribución (de lugares) y funciones y los sistemas de legitimación de esa distribución. No es la confrontación de intereses u opiniones sino la manifestación de una separación de lo sensible que hace visible aquello que no tenía razón de ser visto, colocando un mundo en otro, un mundo de iguales o de personas libres. Su particularidad es que las partes, el objeto o el escenario de la discusión no están constituidos. La política no tiene ni lugar propio, ni sujetos naturales. Su forma es la de un enfrentamiento entre dos divisiones de lo sensible. Un sujeto político es el operador de un dispositivo particular de subjetivación del litigio mediante el cual, la política cobra existencia. Una diferencia política siempre estará al borde de su propia desaparición; y los sujetos siempre son y serán precarios.

Lo propio de la política es el disenso que revela una sociedad en su diferencia consigo misma. Es el conflicto acerca de la existencia de un escenario común; la existencia y calidad de quienes están presentes en él. Las partes no pre-existen al conflicto. Hay política porque quienes no tienen derecho a ser contados se hacen contar e instituyen una comunidad por el hecho de poner en común una distorsión, que no es otra cosa que el enfrentamiento mismo, las contradicciones de dos mundos alojados en uno sólo: el mundo en el que son; y aquel en que no son. Dos son los modos de estar juntos: aquel que pone los cuerpos en su lugar y en su función de acuerdo con sus propiedades, según su nombre o su ausencia, el carácter “lógico” o “fónico” de los sonidos que salen de su boca. Su principio es sencillo: da a cada uno la parte que le corresponde según la evidencia de lo que es. Una lógica que cuenta las partes y distribuye los cuerpos en el espacio de su visibilidad y pone en concordancia los modos de ser, hacer y sentir. Pero existe otra lógica que suspende esta armonía por el simple hecho de actualizar la contingencia de la igualdad. Política como el conjunto de procesos mediante los cuales se efectúan la agregación, el consentimiento, la distribución (de lugares) y funciones y los sistemas de legitimación de esa distribución. No es la confrontación de intereses u opiniones sino la manifestación de una separación de lo sensible que hace visible aquello que no tenía razón de ser visto, colocando un mundo en otro, un mundo de iguales o de personas libres. Su particularidad es que las partes, el objeto o el escenario de la discusión no están constituidos. La política no tiene ni lugar propio, ni sujetos naturales. Su forma es la de un enfrentamiento entre dos divisiones de lo sensible. Un sujeto político es el operador de un dispositivo particular de subjetivación del litigio mediante el cual, la política cobra existencia. Una diferencia política siempre estará al borde de su propia desaparición; y los sujetos siempre son y serán precarios.

Los “antiguos” por sobre los “modernos” entendieron que la comunidad política es una comunidad litigiosa; pero los segundos, contrastaron la comunidad del “bien” con la de lo “útil”. Los textos del “Gorgias”[9], el “Político”[10], la “República”[11], las “Leyes”[12] son el testimonio de Platón por situar a la comunidad bajo una ley única de división y expulsar la parte vacía del demos del cuerpo de la comunidad. Aquello que estará en juego en toda la política es la interpretación de la anarquía democrática al identificarla con un juego de dispersión de los deseos (democráticos). Platón transforma la forma de la política en un modo de existencia; y al vacío, en exceso. Antes de ser el teórico de la ciudad “ideal” o “cerrada” fue el fundador de la concepción antropológica de lo político; la cual, identificaba a la política con el despliegue de las propiedades de un tipo de hombre o un modo de vida que ya estaban allí, incluso antes que cualquier discurso sobre las leyes o las formas de educación de la ciudad ideal, incluso antes que la repartición de lo sensible que anula la singularidad política. La política antigua se libraba en nociones indistintas como esa apariencia (“doxa”) que instituía al pueblo en posición de sujeto decisor de la comunidad. La política moderna se libra en esta distinción de una comunidad por encima de la distribución de los órdenes y las funciones. La política antigua, obedecía al sólo concepto del demos y sus propiedades impropias abriendo el espacio público como espacio del litigio. La política “contemporánea”, la política del siglo XXI, obedece a la multiplicación de los procedimientos de subjetivación que inventan mundos de comunidad (el escándalo de “Cambridge Analytica” es un buen ejemplo de ello, tanto en la Argentina como en el resto del mundo con iguales o similares argumentos) en vez de universos de divergencia, tan sólo crean un sujeto excedente –y no un cuerpo colectivo- que se define en el conjunto de las operaciones “a la carta” prediciendo qué elegimos y sobre todo qué deseamos; corriendo peligrosamente el límite de la democracia e incluso el del sentido común –el menos común de los sentidos-.

III.

La política es la actividad que tiene por principio la igualdad. La política sólo existe cuando la igualdad se torna efectiva. Como libertad vacía de una parte de la comunidad que desarregla toda cuenta de las partes. La igualdad es condición no-política de la política. El demos está allí con sus tres caracteres: la constitución de una esfera de apariencia; la cuenta desigual que es todo y parte al mismo tiempo; y finalmente, la exhibición paradójica del litigio con una parte de la comunidad que se identifica con su todo en el nombre mismo del daño que la otra parte le inflige. ¿Cómo es que la igualdad consiste en igualdad y en desigualdad? Ranciere llama desacuerdo a un tipo determinado de situación del habla: aquella en la que uno de los interlocutores entiende y a la vez no entiende lo que el otro dice. El desacuerdo entre quien dice pero no entiende lo mismo; o no entiende lo que el otro le dice; no es desconocimiento, tampoco mal entendido sino que ambas exigen: ¿qué quiere decir hablar? Los casos de desacuerdo son aquellos en los que la discusión sobre lo que hablar quiere decir, constituye la racionalidad misma del habla. Puede suceder que alguien entienda claramente lo que el otro le dice pero no ve el objeto del que el otro le habla; porque entiende y debe entender, ve y quiere hacer ver otro objeto bajo la misma palabra, otra razón en el mismo argumento. El desacuerdo no refiere solamente a las palabras sino a la situación misma de quienes hablan. No atañe a la cuestión de la heterogeneidad; concierne menos a la argumentación que a lo argumentable; refiere a la presentación sensible del carácter común. Concierne a la política.

Es Aristóteles en el Libro I de la “Política”[13] el que define el carácter eminentemente político del animal humano y asienta los fundamentos de la ciudad: “Solo el hombre (…) posee la palabra (…) medio del dolor y del placer (…) para manifestar lo útil y lo nocivo y en consecuencia, lo justo y lo injusto (…) el hombre es el único que posee el sentimiento del bien y del mal (…). Es la comunidad de estas cosas la que hace la familia y la ciudad.”  El destino supuestamente político del hombre quedará atestiguado por un indicio: la posesión del “logos”. Lo que manifiesta la palabra, lo que hace evidente para una comunidad de sujetos que la escuchan es lo útil y lo nocivo; en consecuencia, lo justo y lo injusto, del placer y el sufrimiento, del bien y del mal. Para Aristóteles la especificidad de la política es la interrupción, el efecto de igualdad como libertad litigiosa del pueblo. Hay política porque la igualdad llega a efectuar esta escisión para que tal naturaleza pueda imaginarse. Sometimiento del “telos” (fin) comunitario a la obra de la igualdad –Libro II de la “Política-. Para este autor sería preferible que los mejores gobiernen y que siempre lo hicieran. Pero este orden “natural” de las cosas resultará imposible frente a que “todos son iguales por naturaleza”. Resultará justo –sin importar que sea bueno o malo- que todos participen y que esa participación se manifieste en la alternancia. Resultará bien propio de la política: la justicia, de toda otra forma de bien. Si lo propio de la política es el anudamiento singular del efecto de igualdad con la lógica desigualitaria de los cuerpos sociales Aristóteles desplaza lo político hacia las instituciones. Aristóteles no conoce el “derecho” como principio organizador de la sociedad civil y política; conoce “lo justo” y sus diferentes formas. La forma política de lo justo es la que determinará las relaciones entre las “partes” de la comunidad. Aquello que funda la política es la distorsión que toma prestados elementos de la filosofía política para realizar una nueva argumentación y otra manifestación del litigio. El secreto último de todo orden social: no hay ningún principio natural de dominación de un hombre sobre otro sino la igualdad “de cualquiera con cualquiera”. Si bien el orden social descansa sobre la igualdad este resultará al mismo tiempo su ruina, ninguna convención podrá impedirla.          

En el Libro V, de la “Ética a Nicómaco”[14] Aristóteles señala que la justicia consiste en no tomar más de lo que corresponde de las cosas ventajosas, ni menos de las desventajosas. La virtud (de la justicia) consistirá en tomar sólo la parte conveniente, la media (de lo ventajoso y desventajoso). La política comenzará allí donde dejan de equilibrase pérdidas y ganancias. Comienza cuando la tarea consiste en repartir las partes de lo común. La comunidad política es siempre algo más que un intercambio de bienes y servicios; para ello, será preciso que la igualdad se imponga. El “bien común” en la filosofía clásica fue sumiso a la lógica del intercambio: del valor que aportaba a la comunidad y del derecho que ese valor le daba en la posesión de una parte del poder común. La política sólo compete a una cuenta de las partes, la cual es una falsa cuenta donde el camino del Bien pasa por una matemática de los inconmensurables. Platón lo entendía como la ventaja de cada uno sin ser la desventaja de nadie. ¿Cuáles son las partes, esos títulos de comunidad? Aristóteles enumera tres: la riqueza de los pocos (los oligoi); la virtud o la excelencia (areté) que da nombre a los mejores (aristoi); y la libertad (la eleutheria) que pertenece al pueblo (demos). Unilateralmente cada uno de estos da origen a un régimen particular (oligarquía, aristocracia y democracia) amenazado por la sedición de los otros. Resultará posible medir su contribución respectiva en proporción a la búsqueda del bien común. El Libro III de la “Política” se esfuerza por concretar ese cálculo. La metáfora de la “mezcla” (que rompe con la “fratría”) le permitirá representar una comunidad alimentada por la suma proporcional de las cualidades respectivas. En la bella armonía de las partes sólo un título se deja reconocer con facilidad pero este únicamente dependerá de la suma de los intercambios. La libertad del demos no es ninguna propiedad determinable sino pura facticidad –aquello que existe de hecho y que resultará desprovisto de necesidad-. Los que no tienen parte, no pueden tener otra parte que la nada o el todo.

Es a través de la existencia de esta parte de los sin parte, de esa nada que es todo, que la comunidad existe como comunidad política dividida por un litigio fundamental que refiere a la cuenta de sus partes, antes de referirse a sus derechos. El pueblo es una distorsión que instituye la comunidad de lo justo y de lo injusto. Pueblo –para el inventor de la filosofía política (Platón)- no es otra cosa que la apariencia producida por la sensación de placer y de dolor para acariciar o espantar la gran masa indistinta de la gente sin nada reunida en Asamblea y manipulada por retóricos y sofistas. Equivalencia de “demos” y “doxa” (apariencia); complacencia de aquellos que no conocen más que esas ilusiones del más y del menos, del placer y del dolor. Sólo hay política porque hay una suma errónea en las partes del todo. Heródoto señalaba con acierto que el todo está en lo múltiple. El demos es lo múltiple idéntico al todo. Lo múltiple como Uno, la parte como todo. El pueblo es más o menos que sí Mismo. Imposible igualdad de lo múltiple y el todo que produce la apropiación de la libertad como propia del pueblo. En el Libro IV de la “Política” Aristóteles dice que la ciudad no tiene más que dos partes: los ricos y los pobres, a ellos habrá que exigir la realización de esta “areté” (virtud) comunitaria. Son los “antiguos” quienes reconocieron en el principio de la política la lucha entre pobres y ricos, reconociendo su realidad estrictamente política.

Hay política cuando hay una parte de los que no tienen parte. La pretensión exorbitante del demos a ser el todo de la comunidad no hace más que realizar la condición de la política. La política existe cuando el orden natural de la dominación resulta interrumpido por la institución de una parte de los que no tienen parte. Ella definirá lo común de la comunidad política. Es decir, dividida, fundada sobre una distorsión que escapa a los intercambios y las reparaciones. Igualdad de cualquiera con cualquiera, pura contingencia, ausencia de fundamento, política. Ningún orden social se funda en la naturaleza, ninguna ley divina ordena las sociedades humanas. En el “Político”, Platón señalaba que sólo hay política porque el orden natural es interrumpido por una libertad que viene a actualizar la igualdad última sobre la que descansa todo orden social. No hay política sino por la interrupción de una distorsión o litigio fundamental. La política es la esfera de la actividad de un común que no puede ser sino litigioso. De la Atenas del siglo V a c. hasta nuestros días, el partido de los ricos no habría dicho sino una sola cosa: no hay parte de los que no tienen parte. La política del siglo XIX lo expresará sin eufemismo alguno: sólo hay jefes y subordinados, gente de bien y gente sin nada, elites y multitudes, expertos e ignorantes. Antes que el “logos” (la palabra) discuta sobre lo útil y lo nocivo; está el “logos” que ordena; pero este está corroído por una contradicción primordial: hay un orden en una sociedad porque unos mandan y otros obedecen. Pero para obedecer se requiere al menos dos cosas: hay que comprender la palabra; y hay que comprender que hay que obedecerla; y para hacer eso, resultará preciso: ser igual a quien nos manda. Es esta igualdad la que carcome todo orden “natural”. Así el orden social es devuelto a su contingencia última.

En última instancia la desigualdad es posible por la igualdad. Hay política cuando la lógica natural de la dominación es atravesada por el efecto de esta igualdad. Espacios de igualdad en un mar de desigualdad. Por ello es que no siempre hay política. Sólo la hay, cuando irrumpe el supuesto de la igualdad. Hay política cuando la contingencia igualitaria penetra como libertad el orden natural y produce una división de la sociedad en partes que no son verdaderas partes: la institución de una parte que se iguala al todo en nombre de una propiedad que no le es propia; y de un común que es comunidad en litigio. La política existe allí donde la cuenta de las parte y facciones de la sociedad es perturbada por la inscripción de una parte de los sin parte. Comienza cuando la igualdad de cualquiera con cualquiera se inscribe como libertad del pueblo. Esta libertad es una propiedad vacía, impropia; por la cual, aquellos que nada son postulan su colectivo como idéntico al todo de la comunidad. La política existe mientras haya formas de subjetivación singulares que renueven las formas de inscripción de la identidad entre la comunidad y lo que la separa de sí misma; es decir, de la mera cuenta de las partes. Si hubiere tal cosa como “ser-político” este sería un “ser-entre”: identidades, mundos y subjetividades. La democracia presenta una justicia enredada en las formas del litigio; y una igualdad reducida a las cuentas de la desigualdad.  

La universalidad de la política es la de una diferencia en sí de cada parte y del diferendo como comunidad. La política es la introducción de una inconmensurabilidad en el corazón de la distribución de los cuerpos hablantes que rompe con la igualdad de las ganancias y de las pérdidas pero también, con el proyecto de un orden sobre la proporción del cosmos. Esta puesta en común supone la construcción de vínculos que unen lo dado a lo no-dado, lo común a lo privado, lo propio a lo impropio. Es precisamente, en esta arquitectura donde la común identidad se incrementa, se manifiesta y surte efectos. Cuando lo político se debilita aquello que se manifiesta es la exclusión, el simple odio hacia el Otro, el reunir para excluir. La oración fúnebre pronunciada por Pericles en el Libro II de la “Historia de la guerra del Peloponeso”[15] de Tucídides, inaugura la reflexión democrática. Este discurso plantea el concepto de libertad entendido como unidad entre dos cosas: cierta idea de lo común y cierta de lo propio. Pericles dice: nosotros conducimos en común los asuntos de la ciudad y en lo que concierne a lo propio, los asuntos de cada cual, dejamos que cada quién los resuelva a su modo. El concepto de libertad unifica lo propio y lo común pero respetando su distanciamiento. Nuestra vida –sigue Pericles- es una vida sin coerción y sin secreto. La democracia es la revocación de la ley de nacimiento y la ley de la riqueza; la afirmación de la pura contingencia que ha hecho que los individuos y las poblaciones  intentaran reconstruir un mundo sobre la exclusiva base de esa eventualidad. Las sociedades reaprenden que la política es la manera de ocuparse de los asuntos humanos y esta se funda en la loca premisa de que uno cualquiera es tan inteligente como cualquier otro, siendo ella (la inteligencia)[16] la cosa mejor repartida del mundo; y que la desigualdad misma sólo existe en razón de la igualdad. Sólo postulando la igualdad se podrá efectivamente realizar. Afirmar la práctica de la igualdad produce efectos que permiten su realización. Sólo suponiendo la igualdad –dice Ranciere- se la puede hacer real. Estas cosas inauditas hacen que la política tenga sentido.

La Argentina es siempre imprevisible, vertiginosa, demoledora; accidentada. Se mece en un péndulo eterno entre la ilusión y el desencanto, entre la fatiga y la esperanza, entre la felonía y la justicia. El índice de la pobreza recientemente publicado por INDEC alcanza el cuarenta y uno por ciento (40,9 %,  a decir verdad), incremento que tiene por origen tanto una primera pandemia: el agravamiento de todos los indicadores sociales por el incendio neoliberal del cual el coro de economistas del establishment no se hacen cargo reclamando ajuste y devaluación como solución nunca alcanzada a los problemas estructurales de la Argentina; como de la pandemia del COVID 19 y que hubiera sido aún mayor el daño, si el Estado nacional no hubiera desplegado el conjunto de políticas activas -el Ingreso Federal de Emergencia (IFE) que alcanza a nueve millones de personas, la Asistencia de Emergencia al Trabajo (ATP), el Plan contra el Hambre, la Tarjeta Alimentar, el incremento en las AUH y de las jubilaciones y pensiones- con el objeto de proteger, cuidar y sostener a la población en general. Es decir, cuatro de cada diez argentinos son pobres. El sesenta por ciento de los/as niños/as han nacido en hogares pobres. El veinticinco por ciento de la población come en comedores; ocho millones de personas están sumidos en el hambre. La economía cayó el diecinueve por ciento –en el último semestre- y el desempleo alcanzó el trece por ciento.

La pandemia juega a favor de la derecha; donde “lo justo” es aquello que a “ellos” sólo les conviene. ¿Aún no entienden que el Mercado nada resuelve por sí sólo? “Ellos” se creen patriotas, pretenden canalizar el enfrentamiento civil pero el tono grotesco, esquizoide y agresivo tan sólo produce espanto y retracción. El negacionismo mezclado de odio político no hace mella alguna –no ya en los convencidos- sino en el voto moderado. Los “dueños” siempre creyeron que todo es suyo; la derecha hoy sólo encuentra como remedio al odio. La política deberá operar en la correlación de fuerzas para modificar la realidad. Pero no nos engañemos, siempre el escenario resultará en sentido opuesto, contra la corriente. Habrá que dar igual esa y otras batalla para así convertir la anomalía en realidad y correr el límite de la desigualdad. Recordemos: sólo hay política cuando irrumpe el supuesto de la igualdad.              


[1] En su texto “Diez tesis sobre la política” Jaques Ranciere en “Disenso. Ensayo sobre estética y política” edición e introducción de Steven Corcoran, Fondo de Cultura Económica, México, 2019, (pág. 51) Ranciere señala que la política no es el ejercicio del poder sino un modo singular de actuar, que es puesto en práctica por un sujeto específico y que tiene su propia racionalidad. 

[2] En la antigüedad el orden político propio se identificaba con vivir con miras al bien; en oposición al orden de la vida simple. La frontera entre lo político y lo doméstico se convierte en la frontera entre lo político y lo social. En la modernidad la purificación de lo político que renuncia a la virtud asociada al bien político y  liberado de la necesidad social y doméstica, equivale a la pura y simple reducción de  lo político a lo estatal. 

[3] La esencia del consenso radica en la anulación del disenso, en la anulación de los sujetos excedentes, en la reducción del pueblo a la suma de las partes del cuerpo social; y  de la comunidad política a las  relaciones entre los intereses y las aspiraciones de las distintas partes. Consiste en la reducción de la política a la “policía” –que en la medida que el texto avance explicitaremos en detalle su diferencia con la “política”-; que consiste en el fin de la política o el claro intento de su rechazo, expulsando a los sujetos excedentes y  reemplazándolos por socios reales, grupos sociales y  de identidad. De ninguna manera es la realización de sus fines sino un simple regreso al estado normal de las cosas. Siempre deberemos recordar que lo social es un objeto de litigio de la política. La contradicción entre la lógica de lo social y la de lo estatal tan solo definirá la contingencia y precariedad de la política.-      

[4] Derrida vincula el requerimiento ético con un horizonte de emancipación No hay en Derrida una infinita apertura a la otredad, sino muchas maneras de inscribir la parte del Otro. De sujetos que permiten la aparición de nuevos objetos como preocupaciones comunes y donde surjan y  se escuchen nuevas voces. La democracia es una de las tantas formas de tratar con la otredad. Sus invenciones (de sujetos y  de objetos) crean un tiempo específico –roto e intermitente- el de la emancipación.    

[5] Jacques Derrida. Políticas de amistad –seguido de El oído de Heidegger- Traducción de Patricio Peñalver y Francisco Vidarte. Editorial Trotta. Colección Estructuras y Procesos. Serie Filosofía, Madrid, 1998.-

[6] No es la avidez nunca domesticada del “siempre más” –señala Platón- sino el “cualquiera”. Revelación brutal de la anarquía última sobre la que descansa toda jerarquía.  

[7] Ranciere asocia pueblo a “rasgo igualitario” que constituye la acción política; entendida esta como la construcción local y singular de casos de universalidad. Pueblo es el nombre de un sujeto político, de un suplemento a toda lógica de la población, de sus partes y su totalidad. Toma distancia respecto de la idea de pueblo como la reunión de las partes, un cuerpo colectivo en movimiento, un cuerpo ideal encarnado en la soberanía. Lo entiende como un nombre genérico para el conjunto de procesos de subjetivación que al efectuar el “rasgo igualitario” pone en duda las formas de visibilidad de lo común y las identidades, las formas de pertenencia, los repartos, definidos por esas formas. Son los procesos de subjetivación los que escenifican la política como un artificio de la igualdad que sólo existe como la condición de esos dispositivos de litigio. El pueblo pone en escena su ambigüedad. La política siempre implicará un pueblo añadido a otro, un pueblo contra otro.  

[8] Jacques Ranciere. El desacuerdo. Política y filosofía. Traducción de Horacio Pons. Ediciones Nueva Visión, Colección Diagonal, Buenos Aires, 1996.-

[9] Platón. Obras completas (I, II, III, IV). Gorgias o de la retórica. Traducción de Patricio de Azcárate. Tomo II. Ediciones Anaconda, Buenos Aires, 1946, (págs. 453/ 566).

[10] Platón. Obras completas. El Político o del reinado. Ídem, (págs. 644/ 734).-

[11] Platón. Obras completas. La República o de lo justo. Tomo III, ídem (págs. 8/ 459). La República es una solución a la paradoja que la democracia provoca: de la parte de los sin parte sustituyéndola o creando un simulacro. Al comienzo, Platón enumera necesidades y funciones. El demos se descompone en sus miembros para que la comunidad se recomponga en sus funciones en un juego de descomposición y recomposición. El orden de la política presupone la ausencia de todo vacío.    

[12] Platón. Obras completas. –Las Leyes o de la legislación-. Ídem, (págs. 461/ 724). En el Libro VII Platón distingue dos términos opuestos “politeia” (política) de “politeiai” (facción). La república platónica es la comunidad que funciona en el régimen de lo Mismo. Es un régimen, un modo de vida; es la vida de un organismo regulado por su ley. Es la comunidad que efectúa su propio principio de interioridad en todas las manifestaciones de la vida. Es la distorsión convertida en imposible. Por allí pasó la “isonomía”, la idea de que la ley específica de la política es una ley fundada sobre la igualdad que se opone a toda ley natural de dominación.-


[13] Aristóteles. “Política” Traducción, prólogo y notas de Carlos García Gual y Aurelio Pérez Giménez. Alianza Editora, Madrid, 1986.-  

[14] Aristóteles. “Moral a Nicómaco”. Editora Espasa Calpe Argentina S.A. Colección Austral, Cuarta Edición, 1952.

[15] Tucídides. “Historia de la guerra del Peloponeso”. Traducción Diego Gracián, Ediciones Orbis S.A, Barcelona, 1986.-.

[16] Ranciere rescata a Joseph Yacotot –en un libro ya clásico- “El Maestro ignorante. Cinco lecciones para la emancipación intelectual” Traducción Núria Estrach. Editorial Laertes, Barcelona, 2003- para sostener que Yacotot  no enseñaba otra cosa que la igualdad de las inteligencias. Instruía la identidad entre el principio de comunidad de iguales y el cuerpo social. La igualdad, señalaba es una opinión implicada en la idea misma de inteligencia. Esta opinión hace a una comunidad de iguales, una comunidad de hombres emancipados; pero esta comunidad no hace sociedad. La idea de igualdad social es una contradicción. Al perseguirla no se hace más que contribuir a su olvido. Advertía del anudamiento imposible de dos lógicas contradictoria: la lógica igualitaria implicada en el acto de la palabra y la lógica desigualitaria inherente a la relación social. Ello supone un doble querer: un querer decir y un querer escuchar amenazado por la distracción de la voluntad de los sentidos. Esta tensión supone otra: la del Otro. Podríamos afirmar que la igualdad de las inteligencias es una relación igualitaria; pero es también, una relación en la que el arte del narrador plantea la igualdad, que deberá trabajar para ser igualitaria. Esta igualdad define y diseña una comunidad que deberá suponer la igualdad para explicar la desigualdad. Jacques Ranciere. “En los bordes de lo político” Traducción A. Madrid-Zan y J. Grossi. Escuela de filosofía, Universidad ARCIS, Chile

*Abogado y Doctor en Ciencias Sociales (UBA)

Las opiniones expresadas en esta nota son responsabilidad exclusiva del autor y no representan necesariamente la posición de Broquel.

COMENTARIO AQUÍ