OPINIÓNTAPA

Igualdad y Democracia por David Kronzonas

Por: David Kronzonas
Imagen: Toilette por León Ferrari, 1982, Museo Nacional Bellas Artes

“Para poder intervenir en las crisis hegemónicas resultará imprescindible establecer una frontera política, una estrategia discursiva que sostenga el retorno de lo político y reafirme y expanda los valores democráticos de igualdad, justicia social y soberanía popular. Esa dirección nos permitirá recuperar y profundizar la democracia”.

“(…)¿Cuál es la verdad? La que desgarra. (…) La verdad es esa

absurda y fecunda (búsqueda) de la mentira que pagamos con

nuestras lágrimas y nuestra sangre? (…).

Edmond Jabés (1)

La pandemia ha ahondado la crisis de la hegemonía neoliberal (2) abriendo la posibilidad –aunque no sin dificultad y por demás profetizada en su final- de construir un orden más democrático y justo. De la mano de un enfoque antiesencialista (3) que nos ayude a aprehender la multiplicidad de las luchas (contra las diferentes formas de dominación) en una voluntad común que anude múltiples demandas –sin centralidad de ninguna de ellas- de una pluralidad de sujetos y actores sociales por la tan mentada emancipación. Aquello que A. Gramsci llamaba “hegemonía expansiva” y que fuera reeditado por E. Laclau y C. Mouffe. Sin embargo, esa profundización y expansión de las luchas democráticas nunca alcanzará una sociedad plena; pero por otro lado, ese proyecto (emancipatorio) no podrá concebirse jamás como la eliminación del Estado –que en la noción de “Estado integral” del primer autor, incluía a la sociedad política y a la civil-. El Estado no es un actor neutral; es el espacio donde la soberanía popular puede ser ejercida, es el lugar donde los ciudadanos pueden tomar decisiones sobre la comunidad política. Somos conscientes que siempre existirán antagonismos, luchas y cierta opacidad parcial de lo social (4). Ese enfoque –arriba definido- nos permitirá entender que la sociedad está siempre dividida y construida discursivamente a través de diversas prácticas hegemónicas (5). Para poder intervenir en las crisis hegemónicas resultará imprescindible establecer una frontera política, una estrategia discursiva que sostenga el retorno de lo político y reafirme y expanda los valores democráticos de igualdad, justicia social y soberanía popular. Esa dirección nos permitirá recuperar y profundizar la democracia.

Dos son las tradiciones en conflicto: la del liberalismo político (estado de derecho, división de poderes, defensa de la libertad individual) y la democrática (igualdad y soberanía popular). No existe relación necesaria entre ambas tradiciones, sólo una articulación de raíz histórica, y hasta quizás accidental, contingente, casual. Es C. Schmitt quién afirmaba que esta articulación produjo un régimen inviable ya que el liberalismo niega la democracia y al revés; la democracia al liberalismo. Es en “La paradoja democrática” (6) dónde Mouffe problematiza esa conclusión schmittiana al sostener –por un lado- que si bien la lógica democrática construye un pueblo –límite que contradice la retórica universalista ya que implica soberanía de la voluntad, pero sin afirmar identidad sustantiva alguna ni mucho menos dada, sino siempre en conflicto u oposición- y que defiende prácticas igualitarias no sólo en el reconocimiento de las diferencias sino como el resultado del proceso político de articulación hegemónica; esa lógica (democrática) resultará necesaria para definir un demos –ciudadanos que por su sola pertenencia a un Estado-nación se le conceden los mismos derechos en una suerte de unidad política sin la cual, éste no podría existir-. Esa identidad nunca podrá constituirse por completo y sólo puede existir mediante formas múltiples y contrapuestas; pero además, aquella (la lógica democrática) servirá para subvertir cierta tendencia del discurso liberal al universalismo abstracto que ha extraviado toda conexión con la realidad. Su articulación nos permitirá cuestionar las formas de inclusión/ exclusión inherentes a las prácticas políticas.

Si algo ha certificado la pandemia del COVID 19 es que la desigualdad duele, provoca sufrimiento extremo, mata. Más de cincuenta femicidios en algo más de sesenta días de confinamiento es un número más que alarmante. En la Argentina, al menos tres mujeres, en los últimos cinco días fueron asesinadas. O la muerte de un joven de 16 años Alex Juan Campo quien fuera embestido deliberadamente por el propietario de un campo en Cañuelas, Provincia de Buenos Aires, por cazar liebres para comer con una simple gomera. El escándalo democrático pone de manifiesto la imbricación de la igualdad en la desigualdad. Sin embargo, no hay fuerza que se imponga sin tener que legitimarse. Sin tener que reconocer una igualdad irreductible para que la desigualdad pueda así funcionar. La sociedad desigual no puede funcionar sino gracias a una multitud de relaciones igualitarias. Ese es el fundamento del poder común. La desigualdad natural no se ejerce más que presuponiendo una igualdad natural que la secunda y la contradice. Ambas lógicas –la liberal y la democrática- permanecieron activas y la posibilidad de una negociación “agonista” siempre estuvo presente y vigente en las democracias liberales. ¿Cómo pensar la política? Si algo no puede ser la política es la perpetuación de las diferencias, de las desigualdades naturales o sociales. La democracia es esa condición paradójica de la política en la que toda legitimidad se confronta con su ausencia de legitimidad última, con la contingencia igualitaria que sostiene a la contingencia desigualitaria misma. En las sociedades modernas hay una intolerable condición igualitaria de la desigualdad. 

En “Hegemonía y estrategia socialista” (7) Laclau y Mouffe señalan que dos son los conceptos claves para tratar la cuestión de lo político: “antagonismo” (8) y “hegemonía”. Ambos términos señalan una dimensión de negatividad que se manifiesta en la posibilidad siempre presente de la oposición. Sólo allí resultará posible comprender la especificidad de la democracia; es allí, donde reside su fortaleza. Ello impide la plena totalización de la sociedad y excluye, la posibilidad de que exista una sociedad más allá de la división y del poder. Esa división jamás supondrá ni la exclusión, ni la eliminación del Otro. Sólo postula la imposibilidad misma de una realización final de la democracia, sólo significa la imposibilidad de una democracia completamente lograda, total, cerrada. La tensión problemática entre los principios de igualdad y libertad preserva la indeterminación constitutiva de la democracia moderna. Allí la sociedad es entendida como el producto de una serie de prácticas hegemónicas cuyo objetivo es el de establecer un orden en un contexto de pura contingencia. De nuevo, todo acto fundacional no es otro que la “decisión político-hegemónica -en cuanto acción instituyente- del orden/ sentido de lo social y de esta manera, configuradora de una cierta sociedad” (9). No hay gobierno justo sin participación del azar. Es decir, sin participación de aquello que contradice la identificación del ejercicio del gobierno con el de un poder deseado y conquistado.

Todo orden social es la articulación temporal, precaria, no estática de ciertas prácticas hegemónicas y articuladoras que lo crean y fijan el sentido (siempre parcial) tanto de ésas prácticas como de las instituciones sociales en las que se enmarcan y desarrollan. H. Arendt decía que los derechos del hombre son una ilusión. Son los de ese hombre desnudo que carece de derechos. Derechos de los que fueron expulsados de sus casas, de sus países, de toda ciudadanía. No hay que dejar de tener en cuenta que las cosas siempre podrían haber sido de otra manera, distintas a lo que ellas son en el presente. Todo orden se fundamenta en la exclusión de otras posibilidades, de otras realidades latentes, de múltiples escenarios posibles. Siempre será el resultado de una configuración particular de relaciones de poder y carecerá de un fundamento racional último. Es por ello, que es susceptible de ser cuestionado y sustituido por otra forma de hegemonía que lo ponga y coloque en discusión. Aquello que se presenta como natural, normal y habitual no es más que el resultado de ciertas prácticas que así lo crearon. Por otra parte, todo “agente social” (10) se construye mediante una diversidad de discursos entre los cuales no existe una relación necesaria sino un movimiento constante de sobre-determinación y desplazamiento. La identidad de este sujeto múltiple y contradictorio es siempre contingente y precaria. No podremos hablar de una entidad unificada y homogénea sino de una pluralidad en constante cambio. Aquél carecerá de una identidad original (ni integral, ni fragmentaria) sino que es el sujeto de una carencia, de una falta, de una ausencia. Habrá que concebir la historia del sujeto como la historia de sus identificaciones.          

Profundizar la democracia es hacer efectivos -en un creciente número de relaciones sociales y dentro de las instituciones democráticas existentes-, los principios de libertad y de igualdad, siempre en tensión, nunca reconciliados. No hay tal cosa entonces como evolución lineal e ineluctable hacia una sociedad igualitaria. Pero a pesar de todo, a pesar de las regresiones sufridas en los últimos tiempos –en el ámbito local e internacional-, los valores democráticos aún desempeñan un rol significativo en el imaginario político de nuestras sociedades y son centrales para el común de las aspiraciones populares latinoamericanas. Si bien muchas veces se ha hecho un uso abusivo de este significante no por ello, ha perdido su potencial y aún sigue siendo un arma eficaz en la lucha por crear un sentido común, nuevo, otro. Para que los espacios de antagonismo emerjan –dejando de lado las relaciones de subordinación- resultará necesario la presencia de un exterior discursivo desde el cual, interrumpir dicha subordinación. Las personas se ven impulsadas a actuar no en torno a abstracciones sino sobre la base de situaciones concretas, específicas, delimitadas que hacen a sus aspiraciones o subjetividades. Ramona Medina –referente de la Garganta Poderosa- y de su lucha por la falta de agua en la Villa 31 de CABA en la Argentina, en un contexto de cuarentena obligatoria y de hacinamiento habitacional, es un claro ejemplo de ello. Un pluralismo efectivo requerirá la presencia de una confrontación agonística entre proyectos hegemónicos opuestos que nunca podrán ser reconciliados. La política siempre requerirá la construcción de un límite entre “nosotros” y “ellos”. Esa nueva formación hegemónica será autoritaria o más democrática. Sólo de nosotros dependerá.

Hablamos de profundizar la tradición democrática moderna. Aquello que constituye la democracia moderna es la afirmación de que todos los seres humanos son libres (11) e iguales (12). No resultará posible hallar principios más cardinales que éstos. Aquello que sí denunciamos es la brecha existente entre los ideales y su realización, entre su enunciación y su efectividad. Su sólo acceso (igualitario) no bastará ya que posibilita el tratamiento desigual, la discriminación, los estereotipos culturales y la subordinación de las mujeres al mercado y a las tareas de cuidado. El crimen de George Floyd en manos del ex – policía Derek Chawvin, en Minneapolis –USA-, reaviva el debate entre violencia policial y derechos civiles nunca saldados. La articulación entre ideas democráticas y liberales ha hecho posible el reclamo de nuevos derechos y la creación de nuevos significados para las ideas de libertad e igualdad. Resultará imprescindible distinguir –entonces- entre liberalismo político y liberalismo económico. Las promesas del consumo implican una falsa igualdad bajo la cual se oculta una democracia ausente y una igualdad inhallable. En esa lógica, la democracia no es más que el reinado de un consumidor narcisista capaz tanto de cambiar sus preferencias electorales, así como, sus placeres íntimos. El COVID 19 de la mano de una nueva normalidad ha hecho que las cosas estén disponibles pero que no haya consumidores. El Mercado conlleva a la desigualdad y se traduce en dominio y privación, quebrando toda estructura posible de mediaciones. Sería impensable que aquellos que aún mantienen lazos y relaciones de familia, credo, sindicatos, partidos políticos, y diversas alianzas sean privados o dominados por mucho tiempo. Esa es sin dudarlo la llave de la rebelión. La gran contribución del liberalismo político son las nociones de justicia, igualdad, identidad, comunidad, participación, pluralismo, ciudadanía, derechos políticos y sociales compatibles con una sociedad a la vez igualitaria y heterogénea.

La política –como el lenguaje compartido de civilidad- es un logro cultural, un artificio. Es el fruto de la voluntad; no una característica inherente, natural o innata a la naturaleza humana sino el producto de la acción y del discurso. Ella (la política) permitirá a los individuos a trascender las necesidades de la vida y formar un mundo dentro del cual, la acción y el discurso político podrían florecer y ser posibles. La política construye el Nosotros. Nosotros –la nada-, los no incluidos en el orden social, somos también el pueblo. Nos oponemos (Nosotros) a otros que sólo detentan su interés en el privilegio (13). ¿Qué defiende o afirma el privilegio? Quisiera detenerme brevemente aquí. La denuncia del individualismo democrático encierra dos tesis singulares: la de los poseedores que enuncia que “los pobres siempre quieren más”; irrefrenablemente más; y de las elites refinadas, que siempre hay demasiados individuos aspirantes al privilegio de la individualidad. Sólo la individualidad es buena para las elites -pero si todos accedieran a ella-, ello devendría en una verdadera catástrofe, declaman. La denuncia del individualismo democrático es entonces, simplemente odio a la igualdad. La gran aspiración de las elites es gobernar sin pueblo, gobernar sin política. Los ejemplos en la Argentina contemporánea sobran. El conflicto político significa una tensión entre los que tienen su lugar y “la parte de ninguna parte” que altera ese orden. La igualdad política (entre ciudadanos) no es un atributo natural sino también artificial, un resultado cultural, una hechura humana.  

En el libro VIII (14) de “La República” pero también en “Las Leyes” (15); Platón –en una lectura en clave straussiana (16) – define a la democracia como un régimen político que no es tal. La llama el “imperio de la nada”. Considera a la democracia como el régimen de la desmesura y el desamparo en la que “sólo un dios puede salvarnos”. Pero a pesar de ello, hay una presencia obstinada, recurrente, hasta nostálgica que en “La República” sirve para marcar la oposición entre buen gobierno y gobierno democrático. Dos son los reproches que Platón le hace a la democracia: por un lado, que es el reinado de la ley abstracta –y que pretende valer para todos los casos-  y con ello, se opone a la virtud; y que esa universalidad de la ley es para él, una apariencia engañosa. Lo que el hombre democrático valora -en la inmutabilidad de la ley- no es lo universal de la idea sino que sirva de instrumento a su capricho, a sus gustos, a sus cambios de humor. Un estilo de vida, “opuesto a cualquier gobierno ordenado de la comunidad”. Bajo el ciudadano universal de la constitución democrática tenemos que reconocer al hombre real, y en lenguaje moderno al individuo egoísta. La multitud eximida de la preocupación de gobernar se abandona a sus pasiones privadas y egoístas.  

Platón busca una suerte de realidad inversa: no hay tal cosa como gobierno del pueblo sino el que gobierna es el hombre privado, egoísta; cuya gran tarea es el consumo de placeres y derechos. Quizás aquello que se instaura sea el principio mismo de la política fundando el buen gobierno en su propia ausencia de fundamento (Ranciere). Ese desorden resulta tranquilizador. No hay tal cosa como orden natural y que el retrato del desorden de la sociedad democrática viene a ser una manera de volver a poner las cosas en orden. Ello asegura la continuidad entre el orden de la convención (humana) y el de la naturaleza. Los griegos poseían una palabra para ello “arché” que a la vez quiere decir comienzo y mandato. Mandato de lo que comienza. La democracia es el poder propio de los que no tienen más título que para ser gobernados. De este poder no es posible desembarazarse. El escándalo de la democracia es la ausencia de título. Nuevamente, la pura contingencia.        

Aquello que une a las personas -en una comunidad política- es el mundo que se establece en común, los espacios que habita en comunidad, las instituciones y las prácticas que comparte y no alguna cualidad interna o algún conjunto de creencias o valores comunes. Ello es lo que precisamente conducirá a crear un “nosotros” pero siempre en un contexto de diversidad y de conflicto. El antagonismo jamás desaparecerá; el acuerdo siempre será parcial y provisorio ya que ese consenso siempre se basará en permanentes actos de exclusión. El consenso es y siempre será “la expresión de una hegemonía y la cristalización de relaciones de poder” (17). En esa visión no hay más que una única realidad que impone una lógica más allá de cualquier opinión o aspiración. No nos engañemos, no hay tal cosa como una sociedad democrática reconciliada. Ello es sólo una novela. La política involucra una tensión entre lo Universal y lo Particular. Un singular que aparece como sustituto del universal desequilibrando el orden (natural) (18). La lucha política propia será para que la voz/ ces de ese uno o muchos sea escuchada y se lo/ los reconozca/ n como socio/ s igualitario/ s. No habrá democracia real sin discusión sobre la renta, la pluralidad de voces en un contexto donde los medios son la oposición y sin una discusión sobre una reforma judicial en serio, realidad que se constata en todos los países latinoamericanos.

Sin embargo, aquel proceso de identificación de la identidad nunca estará dado de manera definitiva. Ese será el resultado de un proceso de negociación y de lucha en el cual, los actores defienden visiones enfrentadas de identidad y legitimidad política. Algunos autores modernos llaman a establecer la prioridad del derecho sobre el bien; dónde los principios de justicia deben derivarse de manera independiente de cualquier concepción particular del bien, dado que necesitan respetar la existencia de una pluralidad de concepciones enfrentadas para que todas sean aceptadas. Toda pluralidad podrá producir la disolución de la unidad del Estado pero no dejemos de entrever que esa unidad es en sí, un hecho contingente. Esa unidad se presenta como un hecho que jamás debería ignorar las condiciones políticas de su realización. Resultará necesario reconocer la necesidad de ciertos elementos en común que hagan a su efectividad. La democracia posee un doble movimiento: uno, de permanente extensión de la igualdad; el otro, de la reafirmación de la pertenencia a la esfera pública, en la incesante pretensión de privatizarla mediante el reparto del poder entre nacimiento, riqueza y “competencia” que opera tanto en el Estado como en la sociedad.

Podríamos decir que las sociedades modernas carecen de un bien común sustantivo. Ya no es posible ofrecer garantías ni prometer certezas. Ya no hay doctrina general e integral que anude una sociedad política unida. Sólo podríamos admitir –entonces-, que la justicia es principio de virtud -de las instituciones sociales y políticas; y del pluralismo y los derechos- cuando admitamos que esos principios son específicos de un cierto tipo de asociación política. La ausencia de un único bien común sustantivo y la separación entre ética y política ha significado –por un lado- un avance en la libertad individual pero ha privatizado los valores públicos; y por otro, se ha desprovisto a la política de su componente ético. Nos hallamos así, frente a una visión meramente instrumental –la preocupación por los individuos y sus derechos- caracterizada por el compromiso por los intereses ya previamente definidos, dejando de lado todo contenido u orientación. Aquello que nos hace ciudadanos –no como mera condición legal sino como un tipo de identidad política siempre a construir- es un conjunto de principios políticos específicos: los principios de libertad e igualdad para todos.

El tiempo está dislocado; no hay comienzo, ni final. Sólo podremos encaminarnos hacia una sociedad más democrática a través de una pluralidad de actos de democratización. Es la política la que organiza las relaciones sociales (J. Butler), reivindicando  el estatuto originario de la diferencia. “Deconstruir” implicará tanto “de-sedimentar” las relaciones sociales cristalizadas; como poner a la luz la “indecidibilidad” de la estructura social. El momento ético- político se presenta como constituyendo una unidad y en la medida en que los actos de institución del vínculo social sean actos contingentes de decisión que presuponen relaciones de poder, estaremos hablando de la “politización de la ética” (Laclau) -en virtud de la cual-, lo ético quedará subordinado a la lógica hegemónica propia de lo político. Para E. Levinas, de la mano de la heterogeneidad del Otro; como para J. Derrida –en su versión última- tanto lo ontológico y lo político se subordinan a lo ético. Para el primer grupo, es la incompletitud intrínseca de la estructura social la que la vuelve abierta asentándose en la apertura originaria de lo social; para el segundo, es la separación infinita que media entre ipseidad (del yo) y la alteridad que sólo encuentra su fuente y su límite en la Justicia –como instancia indeconstructible-.

Quiero traer aquí, algunas observaciones que S. Critchley le hiciera a Laclau. Critchley denuncia un posible déficit normativo en Laclau, donde su innovadora teoría de la hegemonía carecería de instrumentos categoriales que dieran cuenta de la propia dimensión prescriptiva consistente en cierta incapacidad para trazar una diferencia sustantiva entre la praxis hegemónica en general y las prácticas hegemónicas en particular. Lo ético no consiste en el aspecto formal de lo normativo sino en su investimento radical. Para Critchley la conceptualización de lo político necesita ser suplementada por la perspectiva de una demanda de responsabilidad infinita hacia el Otro. Laclau se resistía a ello. Ahora bien, para el filósofo británico la política que se corresponde con esta ética deconstructiva no es otra que, la praxis político- hegemónica tal como ha sido conceptualizada por el mismo Laclau; en cuyo momento de indecidibilidad ética reclamaría una instancia de decisión política capaz de realizar la exhortación de la justicia. El último Laclau pone de relieve la analogía básica entre lo ético y lo político, propiciando un verdadero giro ético. Lo ético remite a lo incondicionado, a lo que se encuentra más allá del ser y del discurso, no puede ser asimilado a lo ontológico, ni comprendido por él. Define el fenómeno de lo ético como “lo incondicionado en un universo enteramente condicionado”; es la experiencia de la presencia de una ausencia. Lo ético no comporta imperativo alguno (I. Kant) ni tampoco ninguna normatividad determinada (F. Hegel) sino que se presta a múltiples interpretaciones en contextos específicos dónde se despliega la discusión ética. La relación (dinámica) entre lo ético y lo normativo hace posible la lucha semántica para definir los términos de Justicia, Libertad, Igualdad entre otros.     

¿Cómo elegir entre varios contenidos disponibles? ¿A cuáles asignar el compromiso? ¿Cómo discriminar entre decisiones válidas e inválidas más allá de lo universal y de lo contextual? ¿Cuáles son aceptables y cuáles no? Laclau niega cualquier escisión entre hechos y valores, sosteniendo que los hechos surgen como tales sólo desde el horizonte de una actividad práctica orientada por los valores. En consecuencia, su teoría de la hegemonía no comportaría ninguna pretensión de neutralidad valorativa sino que implicaría un componente normativo constitutivo. Desplazamiento del lugar de lo ético al interior de la teoría de la hegemonía. Un enfoque hegemónico aceptaría que el momento de la ético es el momento de la universalidad de la comunidad, el momento en que más allá de todo particularismo, lo universal habla por sí mismo. La contracara de esto es que la sociedad consiste solamente en particularidades. Aquello que resultará fundamental en la discusión de una ética contemporánea es la relación entre lo ético –momento de locura en que la plenitud de la sociedad se muestra tanto imposible como necesaria- y los complejos descriptivos/ normativos que son la materia en que se encarna esa universalidad, esa plenitud siempre elusiva. Hegemonía es el nombre para esta relación inestable entre lo ético y lo normativo. Laclau toma distancia así, tanto de los enfoques que sujetan  los criterios de decisión a un contenido ético universalista (J. Rawls o H. Habermas); como de los que admiten su expansión ilimitada. La base no apriorística sobre la que se apoya el acto decisorio y que al mismo tiempo restringe su alcance se halla configurada por el conjunto de prácticas sedimentadas que constituyen el marco normativo de cierta sociedad (Butler).   

Símbolo: reunión, coincidencia, convención. “Symbolon” es la palabra griega –recuerda D. Tatián (19) – que designaba una tablilla de tierra cocida con la que se buscaba proteger la hospitalidad, esa fragilidad en el devenir del tiempo. En el momento de seguir su camino, él y quien lo había alojado tomaban la tablilla por los extremos y la partían en dos, guardando cada cual, una de esas mitades. Cuando las dos mitades vuelvan a reunirse –sin importar en qué generación- se restablece la hospitalidad, el momento de la eticidad. Es lo que retrotrae a los hombres al momento de su comunión y amistad. Ese poder de reanudar impacta en la relación de los hombres con el mundo, abriendo la posibilidad de volverlo menos inhóspito y de menguar la hostilidad que en él hay. Su antónimo es “diábolos”: desavenir, imposibilidad de reunir, desacordar. Es lo imposible de ser representado. Pura multiplicidad, sin reconciliación, sin síntesis ninguna. La política es el ámbito de una pluralidad que nunca deja de ser tal.

La democracia –la cola del diablo- es el nombre con el cual se designa la irrepresentable pluralidad. Es extrema cuando mantiene su desgarradura y su autonomía respecto de un orden político hegemónico con la sociedad. Ella inaugura la historia en que los hombres hacen la experiencia de una radical indeterminación última, en cuanto al fundamento del poder, de la ley y del saber (C. Lefort). Interpretada como “salvaje” no es sólo un inalienable poder constituyente sino también, un poder destituyente que preserva -irrepresentable y vacío- el lugar del fundamento. Ausencia de principio, de sostén, lo sin fondo, la vertiginosa experiencia de la incertidumbre. Pero también, es explicada como “anárquica” ya que nos expone al riesgo del relativismo o del nihilismo. J. Ranciere entendía a la democracia como comunidades inéditas, imprevistas, contingentes, no fundadas en una sociabilidad natural, ni en la tradición ni en el consenso, ni en la soberanía, capaces de “poner en común lo que no es común”, indeterminadas. Simplemente querer ser y hacer con Otros.


[1] Edmond Jabés. “El libro de las preguntas”. Traducción Julia Escobar y José Martín Arancibia, Ediciones Siruela, Madrid, 1990, (pág. 24 y 45).-

[2] El término neoliberalismo lejos de estar limitado al dominio económico conlleva una concepción general de la sociedad y  del individuo basada en la filosofía del individualismo posesivo (interés propio, individualismo competitivo y anti-estatismo) que celebra la sociedad de consumo y la libertad que ofrecen los Mercados y de sus más de treinta años de hegemonía. Esa formación social articuló una forma particular de democracia liberal con el capitalismo financiero donde el “consenso en el centro” fue celebrado como un paso hacia una forma madura de democracia donde el antagonismo había sido “finalmente” superado. Como consecuencia de la hegemonía neoliberal la tensión agonista entre los principios democráticos y  liberales fue eliminada. La democracia había quedado reducida a su componente liberal y sólo expresaba la presencia de elecciones libres y la defensa de los derechos humanos. El Dios Mercado ha sustituido al liberalismo político y  propiciado a que un sin número de autores hablaran de una post-democracia, post-política (administración del orden “existente” o “establecido”, de un dominio de la cosa pública reservado a “expertos” y de la creciente y cada vez más constatable oligarquización de las sociedades). Su principal objetivo fue cortar el vínculo que se había establecido entre liberalismo y  democracia, relación que había propiciado la democratización del  liberalismo. Su principal enemigo ha sido la democracia social. 

[3] Los enfoques esencialistas eran aquellos donde las identidades políticas expresaban o la posición de los agentes sociales en las relaciones de producción y a partir de la cual, cada uno de estos definían sus intereses (de clase) o de raza (la tierra, la sangre)

[4] La democracia es -en términos de J. Ranciere- “desorden de pasiones ávidas de satisfacción”. Todo Estado debe controlar ese orden. Un aumento irrefrenable de demandas presionan y debilitan la autoridad de todo gobierno. Dos son los adversarios de la democracia: el gobierno de la arbitrariedad (la tiranía, la dictadura o el totalitarismo) y la intensidad de la vida democrática. Jacques Ranciere. “El odio a la democracia”. Amorrortu/ editores. Buenos Aires, 2012, (pág. 18). Aristóteles propone una solución a esa intensidad: desviar la energías hacia la búsqueda de la prosperidad material, de la felicidad privada y de los lazos de la sociedad. Su contra cara fue sin duda: la disminución de las energías políticas, la búsqueda de la felicidad individual y la apuesta de una vida privada y  de interacción social que multiplicaban las pretensiones y demandas.

[5] En su libro ya clásico “La razón populista” Ernesto Laclau nos habla que toda sociedad está dividida en “los de abajo” contra “aquellos en el poder”. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aire, 2005. 

[6] Chantal Mouffe. “La paradoja democrática”. Gedisa, Barcelona, 2003.-

[7] Ernesto Laclau y Chantal Mouffe “Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la política democrática” Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, 2004.-

[8] Lo político consiste en la relación de enemistad, en la confrontación. Es anterior a la ley y no está limitado por ella. El concepto de Estado presupone a lo político. Los Estados surgen como medio para continuar, organizar y canalizar la lucha política. Es la lucha política lo que hace surgir el orden político. La condición política surge de la lucha de grupos. Finalmente, lo político no requiere discusión sino decisión. Soberano es aquel que decide sobre la excepción. Está fuera de la ley. Estos son algunos de los conceptos vertidos por Schmitt en el “Concepto de lo político” Editorial Struhart & Cia. Buenos Aires, 1984.  El concepto de excepción schmittiano tiene que ver con la preservación del Estado y la defensa del gobierno constituido legítimamente y las instituciones sólidas de la sociedad. La excepción se diferencia de la anarquía y del caos. Para Schmitt la excepción nunca es la regla; restaura la soberanía en la excepción –más que en la ley-. Schmitt es un adversario del cual debemos aprender.

[9] Esteban N. Vergalito. “Laclau y lo político”. Prometeo libros, CABA, 2016, (pág. 169).-

[10] Concebir al agente social no como un sujeto unitario sino como la articulación de un conjunto de posiciones subjetivas, construidas dentro de discursos específicos y siempre suturadas de manera precaria y temporaria en la intersección de esas posiciones subjetivas. Chantal Mouffe (editora). “Dimensiones de democracia radical. Pluralismo, ciudadanía, comunidad”. Prometeo libros, Buenos Aires, 2012, (pág. 22).-

[11] Quizás su formulación clásica sea la de John Stuart Mill: “la única libertad que merece dicho nombre es la de buscar nuestro propio bien a nuestra manera, siempre y cuando no intentemos privar a otros del suyo o impedir sus esfuerzos de lograrlo”. “On Liberty” en Max Lerner (editores) “The Essential Works of John Stuart Mill” Bantam, NY, 1961, (pág. 266). 

[12] Es John Locke quien señalaba que todos los hombres han sido creados por igual y por lo tanto, merecedores de la misma dignidad y el mismo respeto. Es Jeremy Bentham –un utilitarista- quien sostenía que la igualdad se apoya en el hecho de que todos los individuos tienen la misma capacidad de sentir placer y  por lo tanto, que la felicidad de la sociedad se maximiza cuando todos tiene la misma cantidad de riqueza. Curiosamente, hasta el padre del darwinismo social Herbert Spenser decía que cada persona debería ser tan importante como cualquier otra persona de la comunidad.

[13] La revolución francesa es consecuencia del pensamiento de la Luces al tiempo que la doctrina protestante elevaba el juicio de los individuos aislados al plano de las estructuras y creencia colectivas. Al romper las viejas solidaridades anudadas lentamente entre monarquía, nobleza e Iglesia; la revolución (conservadora) protestante disolvió el lazo social y atomizó a los individuos. La crítica liberal que recusa los rigores totalitarios de la igualdad –en nombre de la sabia república de las libertades individuales y  de la representación parlamentaria- estuvo dirigida a su excesivo individualismo. El propósito de recrear mediante el artificio de leyes e instituciones un lazo que sólo pueden urdir solidaridades naturales o históricas fue la crítica de la contra–revolución. El núcleo del pensamiento de las elites –de F. Guizot a H. Taine o J. Renan- es que las elites tienen que ser protestantes y el pueblo católico, más creyente que erudito.         

[14] Ver 562d – 563d.-  

[15] III, 690 a -690 c.-

[16] Leo Strauss. “La persecución y el arte de escribir”. Amorrortu/ editores, Buenos Aires, 2009.-

[17] Chantal Mouffe (compiladora). “El desafío de Carl Schmitt” ver “Carl Schmitt y la paradoja de la democracia liberal”. Prometeo libros. Buenos Aires, 2011, (pág. 72).-

[18] El discurso intelectual dominante coincide con el pensamiento de las elites censitarias y eruditas del siglo XIX.  Esa política establece una tensión entre una supuesta humanidad adulta y  fiel a la tradición que la instituye como tal y una humanidad pueril cuyo sueño de engendrarse de nuevo conduce a la autodestrucción.

[19] Diego Tatián. “Lo impropio”. Editorial Excursiones, Buenos Aires, 2012, (pág. 30).-

Las opiniones expresadas en esta nota son responsabilidad exclusiva del autor y no representan necesariamente la posición de Broquel.

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