Por Carlos Raimundi* Imagen: Redes de Cristina Fernández de Kirchner
“En lugar de tener presidentes que interpelaran al poder en nombre del pueblo, tuvimos presidentes que se justificaron ante el pueblo, en nombre de las presiones y los límites que imponía el poder. Ese es el corte histórico que hace Néstor Kirchner a partir de 2003. Decir: “vamos a poner en foco al poder, lo vamos a sacar de la invisibilidad que lo caracteriza, lo vamos a definir con todas las letras, y lo vamos a interpelar en nombre del mandato que hemos recibido de nuestro Pueblo”. Y a partir de allí se expresó la voluntad política como herramienta de construcción de poder y no como justificación del statu quo”.
En el lenguaje corriente se suele situar a 1983 como el año de la recuperación de la Democracia en la Argentina. Nuestro país volvía a votar para retomar la vigencia de la Constitución Nacional y cumplir de ese modo uno de los aspectos fundamentales de la Democracia, que es el respeto por las garantías constitucionales. Asegurar, no sólo la legitimidad de origen del nuevo gobierno fundada en la voluntad popular, sino también la vigencia de los derechos constitucionales que habían sido conculcados.
Esto adquirió un valor trascendental en aquellos momentos, porque representaba la salida de más de siete años de una trágica dictadura. Pero, además, trataba de poner fin a un ciclo histórico iniciado el 6 de septiembre de 1930, y marcado por la sucesión de golpes de estado en 1930, 1955, 1962, 1966 y 1976.
Los datos que arroja la experiencia histórica, indican que cada vez que se interrumpía un proceso constitucional, las condiciones de vida del pueblo argentino caían en un franco retroceso. Entonces, si el retroceso popular estaba identificado con la interrupción de la vida institucional del país, la recuperación de derechos populares iba a venir de la mano de la estabilidad institucional. Creíamos en una clara identificación, un claro correlato entre estabilidad institucional y prosperidad del Pueblo. La generación que asoma a la política de la mano de esta recuperación de la vida institucional quedó marcada por esa lógica, que el presidente elegido en 1983, Raúl Alfonsín, sintetizó en la frase “Con la democracia se come, se educa y se cura”.
Lo cierto es que, aún después de los 7 años de dictadura, y pese a la primera fase de neoliberalismo encarnada por José Martínez de Hoz, todavía no se había logrado destruir totalmente las estructuras sociales y productivas del país. Los indicadores de 1983, pese a su ostensible caída, no eran lo dramáticos que fueron luego de los años 90.
Sobre finales de los noventa, cuando termina el ciclo menemista y la breve presidencia de De La Rúa, los indicadores de endeudamiento, desocupación y pobreza habían caído hasta tal punto que provocaron la crisis estructural del año 2001. Es decir, en el período que media entre 1983 tuvimos continuidad de la vida institucional del país y a la vez caída estrepitosa de todos los indicadores económicos y sociales. En este proceso atravesamos dos crisis profundas: la hiperinflación de 1989 que provocó la entrega anticipada de Alfonsín de su presidencia, y la crisis de 2001, que, entre otras cosas, provocó la cesación de pagos, la devaluación de 400%, duplicó los niveles de pobreza y causó 39 muertes por la represión en las calles.
Sin embargo, los procesos de sucesión presidencial siguieron su curso bajo lo establecido por la ley. Ambas crisis, que en otros momentos de la historia hubieran provocado golpes militares, se resolvieron a través de los preceptos institucionales. Es decir, hubo estabilidad institucional, y al mismo tiempo caída estrepitosa de los indicadores sociales. Lo cual pone en tela de juicio aquella frase de Alfonsín, porque hubo democracia en términos procedimentales, pero ni se comió, ni se educó ni se curó como se esperaba.
Esto de ninguna manera significa subestimar el valor de las garantías constitucionales, porque su vigencia marca nada menos que la diferencia entre un aparato del Estado puesto al servicio del terror interno, la represión, la tortura y la muerte, y un Estado que, pese a sus falencias, se puso al servicio de la Constitución Nacional.
Pero una Democracia cabal sólo se completa cuando se complementa la legitimidad de origen fundada en el voto y la vigencia de los derechos civiles, con el progreso económico y social, cuando mejoran efectivamente las condiciones de vida del pueblo en general y de los sectores sociales más afectados en particular. Cuando se construye igualdad.
En 1987, ante una asonada militar que puso en vilo al gobierno constitucional, el Presidente Alfonsín sorteó ese episodio sancionando leyes que aliviaban la culpabilidad de los represores. Y lo hizo de buena fe pensando que de esa manera salvaba la democracia. En aquel momento, tuve la oportunidad de decirle personalmente que entendía sus motivos, pero que el riesgo era qué tipo de democracia se estaba salvando. Si una democracia que asumía los riesgos que implica la movilización del pueblo, o una democracia condenada a ceder frente a las condiciones que impusieran los poderes fácticos.
A partir de ese momento, la figura presidencial se asoció más que a un representante de los intereses populares que interpelaba a los poderes reales en nombre del mandato recibido de su pueblo, con un presidente que justificaba sus limitaciones frente al pueblo, en nombre de las presiones del poder.
Y eso fue lo que sucedió durante los últimos tiempos de Alfonsín y durante toda la década siguiente, que incluyó casi once años de menemismo más los dos años de la Alianza. En lugar de tener presidentes que interpelaran al poder en nombre del pueblo, tuvimos presidentes que se justificaron ante el pueblo, en nombre de las presiones y los límites que imponía el poder.
Ese es el corte histórico que hace Néstor Kirchner a partir de 2003. Decir: “vamos a poner en foco al poder, lo vamos a sacar de la invisibilidad que lo caracteriza, lo vamos a definir con todas las letras, y lo vamos a interpelar en nombre del mandato que hemos recibido de nuestro Pueblo”. Y a partir de allí se expresó la voluntad política como herramienta de construcción de poder y no como justificación del statu quo. Y a partir de allí se pusieron límites a esos poderes fácticos para abrir camino no sólo a los derechos que permite la democracia en términos procedimentales, sino a construir su propia sustancia, que tiene que ver con la igualdad, con la ampliación de derechos, con la reducción de la brecha entre ricos y pobres, con la conectividad de masas, con la industrialización, con la creación de de fuentes de trabajo. Es decir, de la democracia de procedimientos a la democracia de contenidos. De la justificación ante el poder, a la interpelación al poder. De la pasividad popular a la movilización popular como herramienta de construcción de poder político y de igualdad.
A partir de allí se abrieron muchas luchas y muchos caminos. El rechazo al ALCA, cuya firma hubiera provocado el desplome de América Latina a partir de la crisis financiera del capitalismo occidental en 2008, la cancelación de la deuda con el FMI para terminar con las condiciones que este imponía, la reestructuración de la deuda privada y la recuperación de los fondos previsionales, fueron cuatro pilares para la autonomía financiera del país. La lucha contra los fondos buitre y contra el monopolio mediático fueron otras de las áreas donde se mostró esa interpelación al poder real en nombre de los intereses del pueblo.
Esta es la característica fundamental y la enseñanza que me queda marcada y queda marcada a fuego en la historia argentina de lo que fue Néstor Kirchner en su Presidencia, y en la conducción de una organización de masas que convocó a cientos de miles de jóvenes a mantener viva la llama del movimiento nacional y popular.
* Embajador argentino ante la OEA
Las opiniones expresadas en esta nota son responsabilidad exclusiva del autor y no representan necesariamente la posición de Broquel.
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