Por: David E. KRONZONAS.-
Imagen: Troncos, Alejandro Xul Solar, 1919. Museo Nacional de Bellas Artes
“La ética nos obliga a tomar en cuenta tanto los resultados y las consecuencias de nuestras decisiones y acciones; así como, las intenciones que las motivan y los principios que las respaldan. La política –como arte o técnica- se halla solicitada por la razón instrumental, o por la razón práctica; y que -en ciertos casos- resultarán complementarias pero no en otros e indefectiblemente se enfrentarán. Entre ética y política subsiste una tensión en muchos casos indisolublemente trágica. No hay pautas generales para determinar nuestros juicios de manera infalible, reglas de alcance general que nos permitan subsumir los casos particulares con un grado mínimo de certeza. No podría haberlas ya que la realidad es siempre azar y contingencia. La relación entre filosofía y política, entre teoría y práctica, entre pensamiento y acción es de naturaleza siempre problemática. H. Arendt señalaba que la espontaneidad de la acción política va unida a la contingencia de las condiciones específicas en la que aquélla se da, lo cual invalidará toda analogía”.
“La autoridad y no la verdad hace a la ley”.
T. Hobbes. Leviatán. (Capítulo 26) (1).-
Quiero traer aquí –y una vez más- la vieja distinción –la de su conjunción o disyunción- de las dos dimensiones de la conciencia moral: las convicciones y las responsabilidades, dos tipos ideales weberianos que en la realidad nunca se ha dado en estado puro, ni siquiera separadamente, sino sólo entremezclados. Pareciera que no siempre resultaran compatibles, en ocasiones dan la sensación hasta de excluirse; en otras, quizás de exigirse una a la otra en plena complementación, u oposición; ambas unidas constituyen –decía Weber- al verdadero ser humano. I. Kant ya señalaba que las responsabilidades sin convicciones serían ciegas; y que las convicciones sin responsabilidades, tan sólo vacías. Es M. Weber quien en su ensayo de 1919 Ciencia y Política (2) llega al límite del significado de la palabra alemana “Beruf” que traduce como vocación, sentido, llamado; pero también como profesión, carrera, entrega al servicio público de sus semejantes. Es allí precisamente, donde este autor alemán distingue entre una ética de la convicción –cuya responsabilidad está limitada a la rectitud intrínseca de sus acciones-; y una ética de la responsabilidad –que se extiende a las consecuencias previsibles de aquellas- .
Cuando hablamos de la primera de ellas hablamos de una suerte de ética de las intenciones; pero también, de los fines, absolutos, convicciones o principios incondicionados –imperativos categóricos- e inviolables. Esta ética discurre sobre tres carriles: convicción, intención y finalidad. Es precisamente en ese texto donde Weber polemiza con Kant y con su ética; opone a la ética kantiana, la ética de la responsabilidad, que para este autor resultará ante todo responsabilidad política: donde los efectos de las decisiones tomadas y sus acciones a consecuencia de ellas, contarán tanto o más que las intenciones que movieron al responsable de las mismas al tomarlas o emprenderlas. Fue Kant quien sostenía que lo único verdaderamente bueno en este mundo era una buena voluntad, una buena intención. No habrá que olvidar jamás aquello que decía el Dante de las intenciones (3). La exigencia de tomarse en serio el valor de las consecuencias de las decisiones morales y políticas que demanda la ética de la responsabilidad aquieta el impulso kantiano; ya que una ética de la responsabilidad es una ética de las consecuencias. Weber oficia como un politólogo, o como un científico social; y no, como un filósofo moral.
En relación a los fines últimos o valores –como y para el caso del valor o la finalidad de la justicia- Weber no creía que pudieran determinarse con ayuda de una supuesta racionalidad axiológica o valorativa; ni siquiera en el caso de Kant: de una racionalidad deontológica que convierta aquellos fines o valores en deberes. Una racionalidad distinta de la racionalidad instrumental identificada con la razón práctica y señalada como patrimonio exclusivo de la ética. La determinación de los valores, deberes, fines últimos o absolutos en el sistema tradicional o pre-moderno provenía de la creencia en la Ley de Dios: una y la misma para todos; satisfaciendo la pretensión de universalidad de la propia ética. Es con la Modernidad –de la mano de la llamada muerte de Dios- donde se produce un pluralismo valorativo o politeísmo en el que cada cual, escucha a su dios o a su demonio. Ello cargaría las tintas sobre la autonomía de los sujetos morales y plantearía una tensión entre una legislación que se pretende autónoma pero al mismo tiempo universal. Kant (4) nos invitará a obrar de modo que queramos que la máxima de nuestra conducta adquiera el rango de una ley general o universal puesto que distintos sujetos autónomos podrían desear la generalización de máximas así mismas distintas e incompatibles entre sí.
La ética de Kant resulta ser una ética de imperativos categóricos e incondicionados, el imperativo que prescribe trata siempre a los seres humanos como fines en sí mismos y no tan sólo como medios; la ética de Weber de la responsabilidad admite únicamente, imperativos hipotéticos o condicionales, como los que prescriben recurrir a tales o cuales medios si se persigue la consecución de este o aquel fin. Los imperativos categóricos son incondicionales, independientemente de sus consecuencias; aún a costa del fracaso, resultará vedado recurrir a medios injustos. Para Kant la condena moral de la injusticia no admite grados (5). Esta lógica no consentirá que un fin decente podría justificar en ocasiones medios indecentes; como así tampoco, la razón del mal menor (6). La ética de la responsabilidad autoriza la lógica del mal menor y admitirá que los medios pueden justificarse por el fin. La ética weberiana posibilitará abrir la posibilidad de inmolar la justicia en el altar del éxito.
Para Weber, la ética de la responsabilidad vendría a ser una ética presidida por una racionalidad teleológica: una racionalidad de los medios mucho más que de los fines. Se trataría de una racionalidad instrumental o racionalidad encargada de la determinación de aquellos fines que a su vez son sólo medios para conseguir otros fines dentro de esa cadena de medios y de fines que es la política (7) entendida como el arte de lo imposible. Si convicciones y responsabilidades son inseparables, ¿se podría afirmar la existencia de dos éticas? Como veníamos sosteniendo al inicio de esta argumentación acerca de la inseparabilidad de convicciones y responsabilidades, la existencia de dos éticas se pone en jaque. Weber parece sugerir, que tampoco habría tal distinción ya que la ética de la responsabilidad sólo sería una coartada ética de la política a la manera de una pátina de respetabilidad que recubra su conducta. Weber propone una síntesis de las dos éticas bajo la expresión: “de hacerse responsable de las propias convicciones y responder de sus consecuencias”. Weber planteó un falso dilema al distinguir entre las éticas de la convicción y la responsabilidad pero quizás el problema real no sea el de la relación entre las ellas sino el de la relación entre ética y política.
La ética (8) nos obliga a tomar en cuenta tanto los resultados y las consecuencias de nuestras decisiones y acciones; así como, las intenciones que las motivan y los principios que las respaldan. La política –como arte o técnica- se halla solicitada por la razón instrumental, o por la razón práctica; y que -en ciertos casos- resultarán complementarias pero no en otros e indefectiblemente se enfrentarán. Entre ética y política subsiste una tensión en muchos casos indisolublemente trágica. No hay pautas generales para determinar nuestros juicios de manera infalible, reglas de alcance general que nos permitan subsumir los casos particulares con un grado mínimo de certeza. No podría haberlas ya que la realidad es siempre azar y contingencia. La relación entre filosofía y política, entre teoría y práctica, entre pensamiento y acción es de naturaleza siempre problemática. H. Arendt señalaba que la espontaneidad de la acción política va unida a la contingencia de las condiciones específicas en la que aquélla se da, lo cual invalidará toda analogía. (9)
Volvamos por un instante a Ia ética kantiana. Esta se va perfilando sobre conceptos fundamentales: voluntad, acción, ley, dignidad, fin, universalidad, autonomía. Pero aquel que otorga valor y articula al sistema es el de libertad –valor propio del ser racional (10) único capaz de elegir-. La voluntad (11) sólo es libre si se tiene a sí misma como fin. Es decir: si es capaz de darse su propia ley y someterse a ella. Esta voluntad legisladora es la única capaz de construir un “reino de los fines” (12) –una suerte de enlace de voluntades que siguiendo al imperativo categórico toman al ser racional como fin y digno de respeto- tarea propia y exclusiva de la humanidad. Cada individuo deberá obrar siempre de manera de no contradecir ese respeto. Nadie podrá ser tomado como medio para la prosecución de fines egoístas.
Kant parece apuntar en varias direcciones: al ejercicio de una voluntad que como razón práctica se realiza en la acción y donde alcanza su dimensión ética; a la conformación de una comunidad de voluntades ya que el concepto de ley universal se vaciaría de sentido si no se dirigiera al bien común; a la capacidad de elección entre la satisfacción egoísta e inmediata y la acción ética; el “posible reino de los fines” como ideal donde impere la ley moral y la conducta ética; la elevación de la conducta humana al estadio de absolutamente buena; de un concepto de libertad alejado de la inmediata satisfacción de sus interés particulares, pulsiones, inclinaciones o satisfacción inmediata. Libre es la voluntad que elige someterse a la ley –señala el filósofo prusiano-. La auto-legislación de la voluntad es su autonomía; es decir su libertad.
Si todo pensamiento humano es histórico; si se piensa que existe una variedad de principios inalterables de lo correcto y de lo bueno que entran en mutuo conflicto y ninguno de ellos puede probar ser superior a los otros restantes; entonces, ello deberá traer como consecuencia la de quitar toda consideración de respecto al derecho natural. A pesar de que Weber se auto-percibía discípulo de la escuela histórica se separa de ella no porque esta hubiera rechazado las normas naturales (tanto universales como objetivas) sino porque había intentado establecer estándares que fueran efectivamente particulares e históricos, pero aun así objetivos. Ambos supuestos de que la historia del género humano es un proceso cargado de sentido; o un proceso gobernado por una necesidad inteligible fueron rechazados por Weber como supuestos metafísicos. Ambos basados en el dogma de que la realidad es racional. Weber supuso que lo real es siempre individual; y en consonancia –esta vez- con la escuela histórica formuló: que el individuo es una emanación de lo general o del todo. Sin embargo, los fenómenos parciales tan sólo pueden ser comprendidos como efectos de otros fenómenos individuales o parciales. No hay otro sentido de la historia más allá de los sentidos o las intenciones subjetivas que animan a los actores históricos. Pero estas intenciones son de un poder tan limitado que el resultado real es -en la mayoría de los casos-, involuntario. El resultado real –dice Weber- el destino histórico que no es planteado ni por Dios, ni por el hombre moldea no sólo nuestros modos de vida sino incluso nuestros pensamientos; y en especial, determina nuestros ideales.
Weber nunca explicó qué entendía por valores. Sí lo estaba principalmente preocupado por las relaciones de los valores con los hechos. Hechos y valores son absolutamente heterogéneos, nos decía. No es posible a partir de un hecho derivar conclusión alguna respecto de su carácter valioso; como tampoco es posible inferir el carácter fáctico de algo a partir de su valor, o deseabilidad. La heterogeneidad absoluta de hechos y valores exige que la ciencia social –decía este- tenga un carácter éticamente neutral. Que si bien puede responder sobre los hechos y sus causas no podrá hacerlo con los valores. Weber justificaba tal pretensión en la oposición entre ser y deber ser; o entre realidad y la norma o el valor. Siguiendo a L. Strauss (13) este sostiene que Weber creía que no puede haber ningún conocimiento genuino del deber ser. No existe un sistema de valores verdaderos sino que hay una variedad de valores, de igual rango, en conflicto, y que no podrán ser resueltos por la razón humana. Su solución deberá quedar en manos de la decisión libre, no racional, de cada individuo. Esta tesis –afirmaba Strauss- conduce irremediablemente al nihilismo; o a que toda preferencia debe ser juzgada por el tribunal de la razón como igual de legítima que cualquiera otra sin importar cuán malvada, vil o delirante sea esta.
Frente a su interpelación acerca del panorama de la civilización occidental Weber postuló: o bien la “renovación espiritual” o un poderoso renacimiento de antiguos pensamientos e ideales; o bien, la “petrificación mecanizada” la extinción de toda posibilidad humana salvo la de especialistas sin espíritu, ni visión y sensualistas sin corazón. La decisión a favor de cualquiera de estas posibilidades sería un juicio de valor o de fe; y por ende iría más allá de las competencias de la razón. Weber distinguió entre mandatos morales (imperativos éticos) y valores culturales. Los primeros, apelan a nuestra consciencia, son obligatorios y poseen dignidad (14) propia; los segundos, a nuestros sentimientos, carecen del carácter específicamente obligatorio y la ética resultará muda respecto de ellos. Si para Weber la acción humana es libre en la medida en que no es afectada por coacción externa o emociones irresistibles sino que está guiada por la consideración racional de medios y de los fines; ambas resultarán subjetivas. Sin embargo; la verdadera libertad siempre exigirá fines de cierto tipo y deberán ser adoptados de cierta manera. Los fines deberán estar anclados en valores últimos haciendo de ellos sus fines constantes y eligiendo racionalmente los medios para esos fines.
Quiero traer además la formulación weberiana de su imperativo categórico: “Seguirás a tu demonio” o “Seguirás a tu dios o a tu demonio”. “Seguirás a tu demonio sin importar que sea bueno o malo” o “Seguirás a Dios o al Demonio –que en lenguaje no teológico quiere decir: lucharás resueltamente por la excelencia o la vileza-, según tu voluntad, pero cualquiera sea la decisión que tomes, hazlo con todo tu corazón, con tu alma y con tu poder”. Lo que resultará absolutamente vil es seguir los propios apetitos, pasiones o intereses y ser indiferente o tibio respecto de ideales o valores, de dioses o demonios. Excelencia, como devoción a una causa –sea esta buena o mala-; vileza, como indiferencia a todas las causas. Excelencia y vileza de un orden más elevado. Correlatos de una actitud puramente teórica –que implica el igual respeto a todas las causas y que sólo es posible cuando no se está comprometido con ninguna de ellas- hacia el mundo de la acción.
La concepción liberal de la libertad –actualmente dominante y opuesta a la kantiana- conduce a un desinterés por lo común (15), a la nihilización de la voluntad, a un demérito de la acción, a un abandono de la ética y de todo valor que trascienda, o que fuera más allá de lo meramente individual y hedonista. Nietzsche decía con buen juicio que el desierto crece. Occidente se ha preocupado por demás por el pensamiento que por la acción. Incesantemente ha recurrido a la asepsia (del pensamiento) –ciencia, conocimiento, erudición, sistematización- dejando a un lado el horror y la inhumanidad que la realidad del mundo “civilizado” cotidianamente presenta. La ciencia ha sido su “vaca profana”; el mundo un mero campo de observación; el conocimiento se arroga el derecho de explicarlo todo y se adjudica la falaz pretensión de objetividad de la mano de una verdad siempre absoluta e indiscutible. Esta razón teórica (lógica) es a-valorativa en tanto que es sólo descriptiva. La filosofía kantiana podría resumirse como aquella que incita la acción; la que postula el poder de la voluntad del hombre para legislar junto y para (los otros) hombres; la que presenta una metafísica donde lo supra-sensible no es objeto de contemplación o de verificación lógica sino el motor del actuar humano; de una ontología donde el ser es un hacer; y donde lo mundano se erige como ámbito de realización del puro Bien. Difícilmente –todo esto- gozará de alguna aprobación por parte de la lógica prevalente del poder.
Nacemos en la incertidumbre de diferenciarnos. No bastará con existir biológicamente. Para devenir subjetivamente resultará necesario que esa individualidad sea instituida y que haga de ese individuo un otro. Ello supondrá la asimetría de los lugares; que no será ni prolongación, ni alter-ego, ni apéndice alguno. La Razón –en tanto principio de vida y mecánica subjetivante- y a través del forzamiento institucional da al individuo estatuto de otro (P. Legendre). Civilizar es desgarrar al individuo para hacer del él otro. Ser dos, esa es la naturaleza; ser tres, pareciera ser más inhumana. Sin embargo y más allá del sentido común, la cosa más humana es ser tres; ya que el dos es asunto de la naturaleza, donde nada, ni nadie operará la división. Romper el continuum natural es instaurar la diferencia, fabricar al otro: de ahí lo humano y por ende, la posibilidad de advenimiento del sujeto. Lo propio del hombre es comenzar. Deseo en relación a otro, a la diferencia, al límite. Ejercicio de in- completitud en el que se desea aquello que no se tiene, o lo que no se es.
El otro no está afuera; esa separación es inherente al sujeto y como tal, forma parte de él. Sin ese extrañamiento, sin esa extranjería no habría posibilidad alguna de construir la identidad. Dejando de lado toda posición esencialista, las personas son siempre algo que deviene. La idea de posesión y de propiedad –del hijo, del cuerpo, del género- que se grita como reivindicación libertaria no expresará libertad –que siempre estará ligada a la ley y a la responsabilidad; y no a la posesión-. Es así como lo privado queda desgarrado de lo público, lo individual de lo común, lo propio de lo compartido. Para el liberalismo la libertad es sinónimo de auto-posesión inalienable. Un ser que completo y contenido en sí mismo recién después entraría en relación con otros. ¿No es quizás el poseer, el dominar, y el tener lo que impulsa la lógica del consumo? ¿No deberíamos –en plena pandemia del COVID 19- apostar aún más a la vida? La celebración del yo, de su autonomía, de su poder deliberativo conducirá irremediablemente a la eliminación del tiempo –que es el otro para E. Levinas (16) – y de la alteridad. No hay autonomía sino a partir de la heteronomía fundante, Aquello que Lacan –y traduciendo los conceptos kantianos-, llama -a su modo-: alienación y separación.
Es J. Derrida quien apela en su texto Fuerza de Ley (17) a autores de la tradición filosófica de Occidente para dar cuenta del fundamento místico de la autoridad. Intenta mostrar que aquello que autoriza el juicio y que da base y razón de ser a la ley escapa al dominio de la ley misma. El derecho tiene como condición de posibilidad a la fuerza para obligar a su cumplimiento. El derecho es siempre fuerza autorizada. No hay derecho sin fuerza. Es la fuerza implicada en el concepto mismo de justicia como derecho, de justicia en tanto que se convierte en derecho, de la ley en tanto que derecho. No hay ley sin aplicabilidad; y no hay aplicabilidad de la ley, sin fuerza. La palabra Gewalt se traduce como violencia pero también -en alemán-, refiere a: poder legítimo, autoridad, fuerza pública. Gewalt es a la vez violencia y poder legítimo. La operación que consiste en fundar, inaugurar, justificar el derecho, hacer la ley consistirá en un golpe de fuerza, en una violencia realizativa y por lo tanto, interpretativa que no es justa o injusta en sí misma; y que ninguna justicia, ni ningún derecho previo podría garantizar, contradecir o invalidar. Todo mito implicará una llamada a la creencia. Tanto Pascal (18) como Montaigne (19) así lo refieren. La llamada a la creencia es la expresión de una alteridad a cuyo deseo obedece la existencia de lo fundado.
Es a partir de ese relato instituyente que la historia se construye y sin el cual, ni la palabra, ni la ley podría surgir. Ese es el lugar del vacío de la alteridad, de la referencia que prohíbe y empuja hacia afuera. Ese mito instituyente destituye al otro como totalidad, como dueño del sentido, como sustancia. Quiero cerrar con Levinas; este hablaba de un derecho infinito, en aquello que denominaba el humanismo judío y cuya base no es sino y siempre, el otro. Esa extensión del derecho del otro –a la que refiere- es la de un derecho donde la equidad no es igualdad, proporcionalidad o distribución equitativa sino la disimetría absoluta. La noción levinasiana de justicia se acercará a la equivalente del término hebrero de santidad. Sólo habrá justicia en la medida en que es posible. La justicia –entonces- estará siempre por venir, será por-venir; y desplegará la dimensión misma del acontecimiento y de la historia. La justicia no es sólo un concepto jurídico o político sino que se abrirá a la refundación del derecho y de la política. La historia nos ha enseñado algo: que habrá que decir siempre “quizás” para hablar de la justicia.
1 – Esta sentencia no aparece en la versión en inglés del Leviatán sino en la latina: “Doctrinae quidem verae esse possunt: sed authoritas, non veritas facit legem”: algunas doctrinas pueden ser verdaderas, pero no es la verdad sino la autoridad, la que hace la ley. En su versión castellana dice: “Por tanto lo que constituye la ley no es esas juris prudentia o sabiduría de los jueces subordinados, sino la razón de ese artificio llamado Estado y lo que él manda. Thomas Hobbes. El Leviatán. Traducción de C. Mellizo, Círculo de Lectores, Barcelona, 1995 (pág. 323). Vale recordar que Hobbes señalaba (en el Capítulo 42) que tanto la sujeción, el mando, el derecho y el poder son accidentes de las personas, no de los poderes.
2 – Max Weber. “El Sabio y la Política.” Editorial Universidad Nacional de Córdoba y Encuentro Grupo Editor. Córdoba, Argentina, 2008.
3 – Auschwitz fue cometido por la civilización del idealismo trascendental.
4 – Kant desbaratará todos los intentos que la metafísica había desarrollado para demostrar la existencia de Dios a través de la lógica. Fe y lógica son incompatibles; no así fe y razón. Fe y saber son para Kant del orden de lo racional. Invita a su demarcación ya que comportan distintos usos de la razón, distintas áreas de pertinencia y distintos objetivos y condiciones de realización.
5 – Existe una vieja pregunta latina: Fiat iustitia, pereat mundos? ¿Debe perecer el mundo con tal de que se haga justicia? Kant habría contestado: “Si perece la justicia, la vida humana sobre la tierra habrá perdido su sentido.”
6 – Frente a dos males es deber –se argumenta- optar por el menor, en tanto es irresponsable negarse a elegir sin más. Quienes denuncian la falacia moral son acusados de un moralismo aséptico ajeno a las circunstancias políticas. No es tanto Kant –acusado de rigorismo moral- única excepción dentro de la filosofía política o moral sino el pensamiento religioso el que más ha rechazado los compromisos con los males menores. La debilidad del argumento –políticamente hablando- ha sido siempre que quienes escogen el mal menor olvidan que están escogiendo el mal. El Talmud sostiene: Si te piden sacrificar a un hombre por la seguridad de toda la comunidad, no lo entregues; si te piden que dejes violar a una mujer en aras de todas las mujeres, no dejes que la violen. Vale recordar que el exterminio de los judíos fue precedido por una serie gradual de medidas antijudías, cada una de las cuales fue aceptada con el argumento de que negarse a cooperar pondría las cosas peor, hasta que se alcanzó un estadio en que no podría haber sucedido nada peor.
7 – La política en la Modernidad deberá ser considerada como voluntad para el poder y como realización ordinaria de la enemistad; es decir, como guerra por otros medios. Todas las políticas –tanto las que rechazamos como las que apoyamos- incorporan éticas –y también epistemologías- particulares que forman parte de lo que negamos o sostenemos. Por otra parte, designa la conceptualización de la política, la ética y la epistemología que quieren dejar de ser metáforas de la violencia y de la guerra; y romper la demarcación amigo – enemigo y sus variantes: partidario y adversario, natural y extranjero, fiel e infiel son demarcaciones a partir de la categoría schmittiana de la enemistad. Ahora sin negar la oposición amigo/ enemigo la política deberá rechazar que esta distinción sea fundante; sin negar la racionalidad instrumental implícita en esa oposición, rechazar que sea su núcleo constitutivo y finalmente, sin negar los intereses particulares y que la mera satisfacción sea su ocupación prioritaria.
8 – La etimología griega de ética remite al temperamento o carácter del ser humano. La traducción latina por moral que sí alude a las costumbres sociales se debe a una errónea conexión que establece Aristóteles en su “Ética Nicomáquea” entre la palabra griega que significa “carácter” y la que significa “costumbre”. Desde la “Ética Nicomáquea” hasta Cicerón la ética o moral formó parte de la política, aquella parte que se ocupaba no de las instituciones sino del ciudadano; y todas las virtudes -en Grecia y Roma- son decididamente virtudes políticas. La cuestión no es nunca si un individuo es bueno sino si su conducta es buena para el mundo en el que vive. El centro de interés es el mundo y no el Yo. La idea de que las cuestiones morales afectan al bienestar de un alma antes que al del mundo del que forman parte pertenece al bagaje cultural judeo-cristiano. Es en el relato bíblico cuando la serpiente tienta a Eva y Eva a Adán a comer del árbol prohibido; Adán experimenta –por primera vez- culpa y vergüenza y pretende esconderse de Dios. La pregunta que Dios formula a Adán: “¿dónde estás? inaugura la responsabilidad humana. Obliga a aparecer ante la mirada de otro y a responder de sus actos. Además sostiene que ahora que ha probado el Bien y el Mal no podrá dejar de elegir y por lo tanto de sufrir las consecuencias de su elección. Establece también la ley en tanto diferencia de lo permitido y lo prohibido. Surge aquí -por primera vez-, la relación entre conocimiento y finitud. Conocer –dice el texto bíblico- es abandonar la inocencia, conocerse, instalando el límite entre un yo y otro. Es en definitiva: devenir mortal. Adán es condenado a la mortalidad. El hombre devine hombre, finito, existente.
9 – Arendt utilizaba una doble referencia: Primero, aquello que llamaba el epigrama de William Faulkner: “El pasado nunca está muerto ni siquiera está pasado”: utilizar las lecciones de la historia para indicar lo que el futuro nos tiene reservado no es mucho más útil que examinar las entrañas o leer hojas de té. Para bien o para mal, Arendt nos decía que el mundo en que vivimos se ha convertido en lo que realmente es: El mundo en que vivimos -en cualquier momento dado- es el mundo del pasado. Pero también, hace uso de la observación de Tocqueville: “El pasado ha dejado de arrojar luz sobre el futuro, la mente humana vaga en la oscuridad.”
10 – Kant pone límites a la razón en cuanto qué se puede conocer y que no. Lo Absoluto (Dios, el alma, la libertad) no es cognoscible; aunque sí pensable. Kant niega la posibilidad de demostrar la existencia de Dios. Kant desbarata y pone a un lado, las pruebas: ontológica, cosmológica y físico-teológica de la existencia de Dios como fórmulas meramente vacías. Arremete contra la escolástica. Dios -dice Kant- es una idea de la Razón; abriendo la puerta a la fe racional –no dogmática-. La reducción de Dios a pura idea; y del plan universal, a suposición resultará intolerante para su época. Ver I. Kant Crítica de la Razón Pura (1781) Editorial Sopena Argentina S.R.L.-Tomo I y II-, cuarta edición, Buenos Aires, 1952.-
11 – Al introducir el concepto de Razón Práctica dota a la Razón de voluntad y que como tal, está destinada a la acción. Ya no sólo conoce a su objeto –razón teórica- sino que lo crea (a su objeto) –razón práctica-. La voluntad que es capaz de legislarse y obedecerse, se hace libre. Este hacer propio de la voluntad libre es un hacerse ético; y es esta la vía de acceso a lo Absoluto, vedado a la razón teórica. Sólo la razón práctica nos ayudará a trascender el mundo sensible. Kant define voluntad santa como aquella que tiende a la realización del sumo bien. Aquella cuya acción se desarrolla en este mundo y cuyo objetivo está en el mundo. Los santos para Kant están en la tierra y no en el cielo. Ello implicará preñar la metafísica de historicidad y trocar sus conceptos en objetos del accionar humano. Kant entiende la historia no como sucesión de acontecimientos sino como concatenación, producción e interpretación de actos. Para el judaísmo “santo” no es un ser divinizado sino el hombre que aquí en la tierra ejerce su acción concreta en bien de sus semejantes y hace prevalecer sus principios éticos por sobre sus intereses egoístas. La santidad es un constante camino de perfeccionamiento, sembrada de errores y de fallas; pero también, plena de posibilidades, corrección y aprendizaje. La Torá manda: “Elige la vida”; la muerte es un hecho inevitable que se debe aceptar pero de ninguna manera el acceso a un mundo mejor. El mejor mundo es el que se puede construir aquí y ahora. La vida terrena es nuestro don más alto. Ver I. Kant. Crítica de la Razón Práctica (1788). Traducción de J. Rovira Armengol. Editorial La Página y Editorial Losada, Buenos Aires, 2003.-
12 – Fin como absolutamente necesario a la Razón. A esta noción responden la idea del sumo Bien –en la ética-; y de lo sublime –en la estética-.La idea de sumo bien, la virtud, el reino de los fines son –al igual que la idea de Dios- móviles para la acción ética del hombre en el mundo (real y no más allá de él). El concepto de libertad debe realizar en el mundo sensible el fin propuesto por sus leyes. La libertad –si bien incognoscible por pertenecer al campo de lo absoluto- es realizable. Es decir, adquiere su estatuto en la acción –es cierto que no cualquiera- y por otra parte, conlleva en su seno a la ley y no a la inversa. Para Kant dos son los mundos: el de la naturaleza donde opera la razón teórica y donde se da el conocimiento; y el de la libertad, mundo de la razón práctica y donde la acción se realiza. Ambos están regidos por leyes y que a pesar de las diferencias remiten a cierta unidad, totalidad. Ese fundamento que da sentido al todo es para Kant la idea de fin., la finalidad, la concepción teleológica. Ver I. Kant. Crítica del Juicio (1790) Traducción de Manuel García Morente. Espasa-Calpe, Madrid, 1984.-
13 – Leo Strauss. Derecho natural e historia. Traducción de Luciano Nosetto, supervisión de Dolores Amat. Prometeo libros, Buenos Aires, 2014, (pág. 99 y ss).
14 – La dignidad del hombre, su enaltecimiento, muy por encima de todo lo natural y de todas las bestias consiste en que él establezca de manera autónoma sus valores últimos haciendo de ellos sus fines constantes y eligiendo racionalmente los medios para esos fines. Consiste en su autonomía, en la elección individual, libre de los propios valores o ideales o en la obediencia al mandato: “Conviértete en lo que eres”. Ello nos permitirá –señala Weber- distinguir de manera responsable entre la excelencia humana y la depravación. Con ello, pareciera crease una hermandad universal de todas las almas nobles de todos aquellos no esclavizados por sus apetitos, pasiones, e intereses egoístas; de todos aquellos que pueden tenerse mutua estima y respeto con justicia.
15 – La ética no hallará sitio para su despliegue en lo individual sino en lo comunitario. Es allí, donde reside el lugar de la política.
16 – Es E. Levinas –en oposición a M. Heidegger- quien señalará la preeminencia de la ética (a la que llama metafísica primera) por sobre la ontología; como si el ser estuviese predeterminado por una experiencia originaria en el campo de lo ético. El ser del hombre se mueve entre la finitud y la inconclusión La única alternativa es la trascendencia en la inmanencia; llenar el sentido en el aquí y ahora. La existencia es entonces el ámbito de la acción=libertad=responsabilidad y por ende, el ámbito de la ley. Es la irrupción del otro, del rostro del otro lo que da nacimiento al lenguaje. Es en el espejo de la mirada del otro, donde la ética mira; y es allí, donde el lenguaje resultará también valoración. Logos es lenguaje, razón, ley, sentido. Ver Diana Sperling. La metafísica del espejo. Kant y el judaísmo. Ediciones Nueva Visión. Buenos Aires, 1991, (pág. 44).-
17 – Jaques Derrida. Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad. Traducción de Adolfo Barberá y Patricio Peñalver Gómez. Tecnos. Madrid, 2002.-
18 – Blas Pascal. Pensamientos. Garnier Hermanos, París, 1940, (págs. 259/260).- Dice Pascal que es justo que lo que es justo sea seguido; es necesario que lo que es más fuerte sea seguido: seguido de consecuencia, de efecto, aplicado. Y sigue: lo que es más fuerte también debe ser seguido, de consecuencia, de efecto. Es justo que la idea de lo justo, del sentido de la justicia. sea seguido; es necesario, que lo que es más fuerte sea seguido. La justicia sin fuerza es impotente, no se realiza; y la fuerza sin justicia es tiránica. Pascal sugiere poner juntas justicia y fuerza para hacer que lo que es justo sea fuerte o lo que es fuerte sea justo. Y prosigue Pascal: no pudiendo hacer que lo que es justo sea fuerte hacemos que lo que es fuerte sea justo. Pascal escribe esto último bajo la influencia de Montaigne según el cual las leyes no son justas en sí mismas sino que lo son por ser leyes. Pascal cita a Montaigne sin nombrarlo: (…) uno dice que la esencia de la justicia es la autoridad del legislador; otro la conveniencia del soberano; otro la costumbre presente; y esto es lo más seguro: nada siguiendo la sola razón, es justo por sí mismo, todo vacila con el tiempo. La costumbre realiza la equidad por el mero hecho de ser recibida; es el fundamento místico de su autoridad. Quien la devuelve a su principio la aniquila. Montaigne habla de un fundamento místico de la autoridad de las leyes: (…) las leyes mantienen su crédito no porque sean justas sino porque son leyes. (…) El que las obedece porque son justas no las obedece justamente por lo que debe obedecerlas.-
19 – Montaigne distingue las leyes (es decir el derecho) de la justicia. La justicia del derecho, la justicia como derecho no es justicia. Las leyes no son justas; en tanto que leyes no se obedecen porque sean justas sino porque tienen autoridad. La autoridad de las leyes sólo reposa sobre el crédito que se les da. Se cree en ellas, más allá de todo fundamento ontológico o racional. Ficciones legítimas como las aquellas necesarias para fundar la verdad de la justicia. Miguel de Montaigne. Ensayos. Traducción de Dolores Picazo y Almudena Montojo III Cátedra Madrid, 1987, (pág. 346).-
Las opiniones expresadas en esta nota son responsabilidad exclusiva del autor y no representan necesariamente la posición de Broquel.
¡Excelente artículo!