Por: Dora Barrancos* Imagen: Redes Cristina Fernández de Kirchner
“Aquella frase que pronunció sobre la imposibilidad de abandonar sus convicciones y ya los primeros actos justicieros le atrajeron todas las simpatías. En muy poco tiempo el individuo se convirtió en estadista y no sólo porque supo lidiar con las iniquidades, comenzando por el lastre de la deuda externa, del corralito, de las deudas internas. Puso dignidad donde había humillación, justicia redistributiva como anatema de la codicia concentrativa, política donde había anomia”.
El peronista desgarbado que hacía furor en la Patagonia por su gobierno, era una incógnita para el resto del país. En el 2003 las propuestas del peronismo eran antagónicas, Menem vs Kirchner, pero no se discernía del todo si efectivamente este último representaba la alternativa, porque hacia el centro izquierda la opción era Carrió – es de no creer, hoy parece un embeleco. Costaba encontrar a gente que se entusiasmara con Kirchner, y como él mismo lo dijo con ese derrame de ironía que dispensaba sobre sí mismo, sacó apenas algo más de votos que la tasa de desocupación. Pero la segunda vuelta contrafáctica lo hubiera empinado a una cifra milagrosa. Y tuvo razón una querida amiga cuando dijo que “un golpe de suerte” nos trajo a Néstor, una casi impensada ráfaga venturosa sobre este país que suele andar a contra mano de la buena suerte.
Aquella frase que pronunció sobre la imposibilidad de abandonar sus convicciones y ya los primeros actos justicieros le atrajeron todas las simpatías. En muy poco tiempo el individuo se convirtió en estadista y no sólo porque supo lidiar con las iniquidades, comenzando por el lastre de la deuda externa, del corralito, de las deudas internas. Puso dignidad donde había humillación, justicia redistributiva como anatema de la codicia concentrativa, política donde había anomia. Giro copernicano el de su gobierno, pero aquella bajada de los cuadros de los genocidas fue su paso a la inmortalidad. Llorábamos por el acontecimiento, y pensar que la saña opositora se empeñaba en sostener – cuando ya estaba a término su mandato-, que nada de su empeño por los Derechos Humanos obedecía a ínsito convencimiento.
Como parte de la generación de los sueños y las utopías, de los desasosiegos y también de los equívocos, Néstor significó un resplandor compensatorio. Probablemente fuera lo que más lo acicateara: como un mandato esculpido en la esencia de su ser político estaba eso de obligarse a recuperar de algún modo el tiempo perdido por la censura, por la hostilidad y el exterminio. Néstor fue una fragua entre lo que no había podido hacerse pero se había soñado y lo que era menester resarcir a raíz de la hecatombe arrasadora. Término supérstite de una época, Néstor sabía que debía cumplir con el compromiso del tiempo que lo había esculpido, aunque después vinieran ciertas adecuaciones de sobrevivencia.
La crápula no le perdona su inmensa altivez y el sentido fuerte que imprimió a su deriva obligándose a no traicionar a su generación y sus conatos. Pero tal vez menos le perdona que haya desplegado un peronismo renovado, con las reinscripciones de su antigua promesa justiciera y una patriedad hecha de soberanías, y con un largo brazo para sostener la integración latinoamericana – otra fórmula irrenunciable de la estación formativa juvenil. Aunque creo que la oquedad opositora menos le perdona todavía que todas esas políticas transcurrieran en la más absoluta democracia – sí, un contratiempo para los detractores – porque el peronismo es inescindible, según asegura la liturgia engorilada, del sayo autoritario. Néstor fue un demócrata sincero, un auténtico sostenedor de las diatribas, un amigo fraterno de las disidencias sexosociales, un ser abierto a lo controversial aunque el blanco fuera él mismo. Y es eso lo que no se le perdona al peronismo que encarnó su inmarchitable figura.
* Investigadora, socióloga e historiadora feminista argentina. Formó parte del directorio de CONICET
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