Por: E. Raúl Zaffaroni* Imagen: E. Raúl Zaffaroni junto a Horacio González en las Jornadas “Soberanía Nacional y Latinoamericana”
A días de su partida, E. Raúl Zaffaroni recuerda en un emotivo texto al ex director de la Biblioteca Nacional, docente y ensayista. “Ahora no está físicamente con nosotros, pero pasó a ocupar un lugar privilegiado en el terreno de la memoria de los pueblos, es decir, entre los inmortales, aunque desde algún lugar sonría entre irónico e incrédulo, pero aun así y aunque se resista a creerlo, la inmortalidad existe”.
Hay pérdidas que no sólo duelen, sino que también desconciertan, porque dejan vacíos especiales y, al sentimiento por la ausencia del ser querido, se suma una angustia ante el futuro o, lo que es casi lo mismo, algo así como una dilatación de la soledad o de la intemperie.
Si bien cada ser humano es un infinito irreproducible, cuando la ausencia es de alguien que –a su modo y estilo- ocupa el puesto de timonel, el vacío abre una tremenda incógnita, porque los timones no se pueden dejar librados al azar.
Y la figura de Horacio fue tan señera que no es posible dejar de preguntarse, desde el fondo de la angustia, si quienes deban ocupar su lugar del lado del pensamiento popular y nacional, lo harán con su misma maestría y, más todavía, si estarán dotados de algo equivalente a su don de empatía y a su humildad.
Horacio tenía todas las condiciones de timonel del pensamiento, fue un académico en serio, su obra escrita, su vida desde el centro de estudiantes de filosofía, su carrera docente, nadie podría negarlo. No vale la pena describir aquí esta trayectoria bien conocida.
Pero Horacio fue eso que siempre las tribunas de doctrina afirman que no se encuentra en los movimientos populares, a los que no cesan de subestimar como productos de primitivismo, renovando con palabras encubridoras su ancestral desprecio racista y colonialista.
Bien pudo haber preferido recibir los honores máximos que suele tributar el elitismo intelectual argentino y ser galardonado con todos los premios que suelen repartirse entre ellos. Grande es la tentación, porque es fuerte el perfume de los inciensos de los clásicos altares con falsos santos que mataron indios o asesinaron caudillos.
Pero no sólo la rechazó sin ningún esfuerzo, con la naturalidad con que respondía calmamente en su discurrir, quizá con esa entonación que parecía estar indicando siempre que marchaba, con algún alto en el camino, hacia la conclusión de un silogismo.
No sólo la rechazó, sino que incluso manifestaba sus reservas acerca del propio papel del intelectual. Alguna vez dijo que, si bien nadie debía despreciar lo que hacía, era bueno que el intelectual despreciase un poco su actividad, palabras que tal vez no sean exactas o que, mejor dicho, habría que entenderlas como que no debía sobrevalorarla. En el fondo, quería advertir que la intelectualidad no debe conducir al error de creerse un iluminado, lo que, por cierto, le permitió estar siempre más cerca de los humildes.
Horacio prefirió el camino que le dictaba su conciencia, estar del lado de los militantes populares y, más aún, asumir la condición de militante. Y sin duda fue un gran militante, quizá manejando como instrumento la palabra más que la escritura. No en vano afirmó también que aprender a hablar es una tarea de toda la vida.
No por eso deja de ser importante su obra escrita, titánica. La ignorarán en los templos del saber colonial, pero no la pueden borrar; sólo podrán ausentarla en sus citas del pie de las páginas que leen entre ellos, porque ya no son más los dueños del saber, pues por muchos factores, pero a los que no es ajena la generación de Horacio ni las nuevas universidades que florecieron cerca de quienes nunca habían tenido la oportunidad de formarse en el nivel terciario. Hoy más que nunca el saber es poder y está más a la mano de los pueblos.
Más que oportuno fue confiarle la dirección de la Biblioteca Nacional, al frente de la cual realizó una obra brillante, pero sólo el día de su despedida de la Biblioteca mencionó a la Presidenta y recordó a Néstor, porque nunca confundió la lealtad con la obsecuencia y, por cierto, lealtad le sobró, lo que últimamente suele ser cada vez menos habitual en la política.
Ahora no está físicamente con nosotros, pero pasó a ocupar un lugar privilegiado en el terreno de la memoria de los pueblos, es decir, entre los inmortales, aunque desde algún lugar sonría entre irónico e incrédulo, pero aun así y aunque se resista a creerlo, la inmortalidad existe.
* Profesor Emérito de la UBA
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