Por Guido L. Croxatto *
Se cumplen 10 años del fallecimiento del abogado y ex Secretario de Derechos Humanos de la Nación, Eduardo Luis Duhalde. Guido Croxatto, director de la ECAE, lo recuerda en esta nota al tiempo que recupera su historia y legado. “Duhalde me enseñó a pensar el Derecho como parte de un compromiso personal muy íntimo y para nada formal”.
Hace ya diez años escribí mi primer nota para el diario Página 12: se llamó Poner las manos en el fuego y fue una reflexión emotiva y precaria, cruda y algo inconsciente sobre la muerte de Eduardo Luis Duhalde o Duhalde “el bueno“. Una muerte que me partió como un rayo y me hizo sentir por primera vez una sensación que Zaffaroni mencionó en esas mismas páginas cuando falleció, en 2014, Juan Gelman (Más solos) y Duhalde me transmitió en la Biblioteca Nacional el día que falleció, poco tiempo antes, su amigo (“pobre de solemnidad”, así lo llamaba por su resistencia a cobrar un solo peso por su trabajo en la Secretaria de Derechos Humanos, como asesor) David Viñas. Vale la pena mencionar que Viñas (que quería escribir un diario cotidiano para desmentir las mentiras del diario La Nación sobre el Terrorismo de Estado, proyecto que su segundo, Luis Alen, entonces subsecretario de derechos humanos, prosigue al día de la fecha, con sus columnas personales Contra Mitre) inicia su trabajo sobre la historia de la literatura argentina enfatizando que la misma comienza con una violación, detalle –o denuncia- no menor. La soledad y el peso en la retransmisión de una tarea, en este caso, la defensa de los derechos humanos, la memoria, la verdad, la justicia: ese compromiso (que nos legan Gelman, Bayer, Viñas, Duhalde, Maier) está firme. En todos los que conocimos a Duhalde, él ha dejado una marca indeleble y profunda. Aprendimos que, como abogados, podemos hacer la diferencia y que vale la pena luchar.
Hoy se habla mucho de la moderación. Si hay algo que Duhalde denostaba, sobretodo en política, era a los que se ufanan de “moderados”. Yo cometí el error de plantear un cambio “moderado” en la ley de salud mental, a lo que Duhalde, delante del entonces ministro de justicia Julio Alak, me dijo: “moderado no seas nunca Guido! Se intransigente, corrosivo, crítico, molesto, usa tu inteligencia para cualquier otra cosa, pero nunca para ser un moderado. No estás acá para ser un moderado, ¡tenés que incomodar!”. Y se sentó de nuevo, serio. (“Yo a tu edad pateaba la puerta de los ministerios buscando a mis amigos”). Todavía me rebotan esas palabras en la cabeza. Una lección en vivo y en directo. Sobretodo el silencio que se hizo después que las dijera. Como si las estuviera escuchando ahora en el viejo edificio de la Secretaría de Derechos Humanos, que tenía el nombre de German Bidart Campos, sobre la calle 25 de mayo. Duhalde hubiera preferido otro nombre para ese lugar: el de Arturo Sampay. En el manual de Bidart Campos la Constitución del ´49 es apenas una nota al pie de página. No mucho más que eso.
La placa de la Escuela del Cuerpo de Abogadas y Abogados del Estado (ECAE), puesta en la gestión de Angelina Abbona, tenía el nombre de Eduardo, así como el aula del piso 9. Era un homenaje a un abogado del Estado comprometido (ahora pienso que la ECAE, sobre la calle Defensa, está a la vuelta de la UOM, de la que Duhalde fue abogado junto a Rodolfo Ortega Peña, con quien escribió un libro sobre Felipe Vallese). La gestión anterior de la Procuración del Tesoro quitó la placa de la puerta, dejando a la Escuela sin un cartel que la designara. No fue casual. El motivo central fue la oposición a la política de DDHH que Duhalde encarnaba (así como el desprecio al importante rol que debe jugar el abogado del Estado en la defensa de los intereses de la Nación y también de los trabajadores, quitar la placa era un símbolo de claudicación en la formación de los abogados del Estado, desmantelando la Escuela que los prepara). Diez años después me tocó a mí, como director de la ECAE, devolver la placa a su lugar y el aula del piso 9 lleva el nombre del abogado e historiador revisionista denostado por Donghi y toda la Academia Nacional de la Historia “objetiva”. Duhalde me enseñó a pensar el Derecho como parte de un compromiso personal muy íntimo y para nada formal. Mi tía, que fue secretaria de Jauretche, había militado con él en los 70. Presentaban habeas corpus juntos. Al final de cada decisión, hay un momento crítico donde es uno, como abogado, el que decide hasta dónde se compromete. Siempre se puede un poco más. Claro que se pagan precios, a veces muy caros. Pero no hay otro camino para el abogado. Solo uno y solo ese: el compromiso.
Duhalde quería fundar en la Argentina una Academia Nacional de Derechos Humanos. Esta Academia, que capitalizaría la experiencia de las políticas argentinas, sería el contrapeso necesario de las demás Academias, casi siempre conservadoras. La llamaba la “benjamina”. La misma sería un faro de luz (él decía un rayo de luz, citando a Walter Benjamin) para una región muy acostumbrada a vivir retrocesos. A cerrar las “heridas” por la fuerza y no a través de la búsqueda de justicia.
Hace diez años, cuando escribí sobre el tipo de filosofía del derecho que se enseñaba en la Universidad de Buenos Aires, recibí duras críticas. Hoy escribiría exactamente lo mismo. Nuestra filosofía del derecho (positivismo lógico, principalismo, etc.) no está –no estuvo casi nunca- a la altura de las circunstancias ni de nuestra historia. No ha aprendido a pensar con responsabilidad. A ubicarse. Sirve sí a las veleidades de la Academia, pero poco –muy poco- a la transformación de una realidad cruda. Brecht decía que hay que aprender a pensar crudamente. Esa es la consigna para nuestra filosofía del derecho: aprender a pensar crudamente. Nuestra filosofía tiene que empezar a serlo. A comprometerse con los pueblos originarios y todos los que fueron arrasados y desaparecidos de la Historia.
Una vez le pregunté por el significado de la violencia. Duhalde me pidió que esperaba un segundo en su escritorio y fue a buscar un libro escrito por él, corto, de tapas amarillas (Espejos Rotos: El Che y Lope de Aguirre) que me leyó de comienzo a fin, un viernes a la tarde, lluvioso, mientras fumaba un dunhill negro que se consumía al lado de la foto de John William Cooke. Duhalde me abrió a la responsabilidad no formal. Me mostró que, si quería, podía comprometerme. Podía luchar. Cooke había sido pareja de Alicia Eguren, cuya frase “La intransigencia nos da poder“ es –a partir de que él me la hizo conocer en su despacho esa tarde – mi frase favorita. A nuestro Derecho le falta un poco de esa intransigencia. Está muy acostumbrado a ceder. Nos falta intransigencia para defender (un poco al menos!) a los desclasados. A los menos “favorecidos”. Los caídos del sistema son muchos y siempre esperan un abogado que los defienda. Que haga valer su voz. Que haga justicia. Que luche por ellos. No podemos naturalizar lo que pasa.
El inconsciente me condujo estos días a releer un libro sobre la UOM escrito por Víctor Ramos (Hombres de Acero, historia política de la Unión Obrera Metalúrgica), hijo del célebre historiador revisionista Jorge Abelardo Ramos (que discutía con Viñas en su libro Muerte y resurrección de la literatura argentina). Duhalde fue abogado de la UOM. Almorcé con Ramos en un bar –donde todos le decían compañero mientras nos decían lo caro que estaba el kilo de tomate- cerca de su radio Mundo Villa y le pedí que me llevara a la UOM a conocer (y sentir el peso de) esos pasillos donde Duhalde y Ortega Peña comprometieron su visión de abogados no con el mundo corporativo y financiero (“Nunca pongas tu talento al servicio de ninguna corporación, defendé personas, no intereses“, me repetía en la Secretaria, también en el auditorio de ATE, donde fuimos a presentar, junto a Julián Axat, un libro de Poesía y Derecho), sino poniendo al derecho del lado que tiene que estar siempre: de las/los trabajadoras/es. Del lado de los más vulnerados del sistema (está mal decir que son sectores “vulnerables” porque ya están vulnerados, nos sacamos un peso de encima diciendo que son ellos los “vulnerables“, como si fuera algo que “son” ellos, y no algo que padecen), que son muchos y siempre esperan un abogado o abogada que los defienda. Que haga valer su voz. Que haga justicia. Que luche por ellos.
- Director Escuela del Cuerpo de Abogadas y Abogados del Estado
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