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Ley Micaela: transformarnos como agentes de lo público, por María Pía López

Por: María Pía López*
Imagen: Capacitación en la Honorable Cámara de Diputados de la Nación Argentina a cargo de la Ministra Eli Gomez Alcorta 

“No previmos la pandemia, la exigencia que reclama la acción de todo el Estado para hacer frente a la amenaza de la vida: porque si la urgencia inicial y sabida era la del hambre, pronto fue la sanitaria y, para nosotras, la persistente amenaza a la vida que surge de la violencia femicida. Se sabe: todos los delitos bajaron durante el aislamiento social preventivo y obligatorio, menos éste”.

Un nombre propio. Partimos de allí. Micaela García fue víctima de femicidio en abril de 2017. La asesinó un convicto por violación con salidas transitorias. El Senado impulsó una modificación de la ley de ejecución de las penas, para impedir que personas que hubieran cometido delitos graves tuvieran atenuación de los castigos. Esa modificación afectaba a muchas mujeres encarceladas por ser el escalón más bajo de la economía ilegal, detenidas como mulas del narco. El colectivo Ni una menos se presentó para decir “No en nuestro nombre”, porque no convalidaba que los feminismos fueran usados para legitimar la violación persistente a los derechos humanos que significan las cárceles. La familia de Micaela García dijo, también, no en su nombre. No en el nombre de esa militante joven y luminosa. E impulsó la ley que nos reúne hoy: la de capacitación obligatoria en la temática de género y violencia contra las mujeres para todas las personas que se desempeñen en la función pública en todos sus niveles y jerarquías en los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial de la Nación”.

Es claro que son dos estrategias muy distintas: en una se prioriza el castigo a hechos consumados y se trata de una medida de impacto sobre la opinión pública que muchas veces encuentra en la pena el atajo para considerar los problemas y en la seguridad la función más relevante del Estado; en la otra ley, la que llamamos Micaela, se trata del plano de la prevención y son medidas cuyos efectos no se perciben inmediatamente pero producen una transformación real de las prácticas sedimentadas que organizan los géneros, las relaciones desiguales entre ellos y la violencia como una de las dimensiones de esos vínculos. Si las penas se dirigen contra el responsable individual de un hecho cometido y punible, la ley Micaela intenta afectar el sistema que produce una lógica de propiedad sobre los cuerpos feminizados y una afirmación violenta de la virilidad. Piensa, así, que la violencia más extrema debe comprenderse como el énfasis cruento que es posible por otra trama social y cultural mucho más extendida.

La ley Micaela, que prevé instancias como éstas, solo es equiparable a la ESI, la educación sexual integral: dispositivos pedagógicos que se proponen modificar los modos habituales en que se construyen como tales los varones y mujeres. Si la ESI se dirige a abrir posibilidades vitales para lxs más jóvenes, la Ley Micaela pretende transformarnos como agentes de lo público, modificar nuestro propio quehacer, al interior de los espacios de trabajo pero también hacia afuera: qué programamos, qué proyectos se afianzan, cómo se resuelve al estructura de cargos para que existan las mismas posibilidades, cómo se construye una narración sobre la pluralidad de existencias, cuerpos y deseos. Así como la ESI no se puede pensar solo como enseñanza para evitar embarazos adolescentes (que es lo que intentan hacer los sectores conservadores, para borrar su énfasis sobre el deseo), la Ley Micaela no puede acotarse a considerar la cuestión de la violencia de género en sus distintas formas y umbrales. Porque esa violencia es síntoma y evidencia de otras relaciones, es necesario que el trato sea abarcativo y profundo, interrogue todas nuestras prácticas profesionales y nuestras políticas y no solo aquellas que surgen de los vínculos interpersonales. Esta ley hay que pensarla en su composición con otras dos: la de Prevención y Erradicación de la Violencia Contra las Mujeres, de 2009, y la Ley de Identidad de Género, sancionada en 2012.

Pero sabemos que las leyes son un marco normativo que debe volverse práctico, modificar las instituciones y permitir el despliegue de distintas formas de vida. Por primera vez en la historia de nuestro país, existe en la estructura estatal un Ministerio de mujeres, géneros y diversidad. Desde hace pocos meses, diciembre de 2019. Creado en esos días en que muchxs festejábamos el fin de un gobierno que había dañado profundamente las instituciones estatales, había menospreciado a sus trabajadoras y trabajadores y había hundido la economía y lastimado los lazos sociales, haciendo política de impulsos hostiles y antiigualitarios. Pensamos que este año, el 2020, sería de intensa reconstrucción. En ese marco, el Ministerio es nueva institucionalidad imprescindible. No previmos la pandemia, la exigencia que reclama la acción de todo el Estado para hacer frente a la amenaza de la vida: porque si la urgencia inicial y sabida era la del hambre, pronto fue la sanitaria y, para nosotras, la persistente amenaza a la vida que surge de la violencia femicida. Se sabe: todos los delitos bajaron durante el aislamiento social preventivo y obligatorio, menos éste.

Si decimos hambre, covid, femicidio o travesticidio, hablamos de urgencias. Imprescindible tratar con ellas, enfrentarlas con recursos y lucidez, imaginación y compromiso. Y eso implica pensarlas interrelacionadas y considerar lo que a veces aparece como menor o postergable, porque estas son cuestiones dramáticamente ineludibles. Lo son. Pero el árbol de lo urgente no debe tapar el bosque de lo necesario y no habrá gestión sanitaria adecuada si carece de perspectiva de género: si no considera, por ejemplo, que el hogar no es necesariamente un sitio seguro, sino un ámbito de violencias, y que hay niñes a merced de sus abusadores y mujeres en manos de sus torturadores. Y al mismo tiempo, que lo que pone en el centro la pandemia y los modos de afrontarla, es que hay un saber hacer comunitario, en gran parte en manos de las activistas, que es imprescindible para garantizar la reproducción de la vida. Visible ahora por la excepción, pero persistente siempre, porque para los sectores más vulnerados la normalidad es pura excepción.

Tenemos Ministerio de mujeres, géneros y diversidad, pero eso no significa que los temas puedan ser acotados a ese ámbito: todo el Estado y todas las cuestiones de las políticas públicas deben ser atravesadas por la perspectiva de género. Debe ser instancia central en toda mesa de crisis y en cada definición general: no se puede tratar, o no debemos hacerlo, ni la salud (y los modos de prevenir el contagio) ni la deuda externa o el desempleo, sin incluir esta perspectiva. De lo contrario, convertiremos la demanda de los feminismos movilizados, en una nota de color o en un coto temático. No creo que sea la voluntad de este gobierno, ni de sus funcionarixs, ni de sus cuadros directivos, pero sí creo que muchas veces nuestras acciones arrastran el modo en que fuimos creados y criados socialmente, tenaces conservadurismos que aparecen cuando no los pensamos, rutinas de nuestro hacer o cegueras localizadas.

¿No nos sucede, a todes, que en algún momento descubrimos esas capas, y no podemos creer no haberlo advertido antes? A mí me sucedió con los programas de enseñanza: cuatrimestres enteros en los que el 90 por ciento de los autores que proponía leer eran varones. Sin problematizarlo, aceptando un conjunto de saberes heredados, de legitimaciones acumuladas, un canon de lo supuestamente valioso. Insisto, sin abrir preguntas.

Y sin embargo, en algún momento nos preguntamos y nos resulta absurdo o insoportable. ¿Qué nos obliga a hacerlo? Nos obliga y nos conmueve una pedagogía surgida de las calles, de la estremecedora cuantía de la movilización feminista, de la masividad y la radicalidad con que se fueron poniendo cuestiones a considerar socialmente, de su carácter intergeneracional y no biologicista, porque estos feminismos fueron amasados también en las intervenciones trans y en todas las problematizaciones respecto de qué se considera un cuerpo normal. Esa pedagogía de la que somos hijas y hacedoras, es la que se retoma con la Ley Micaela, la que se convierte en ariete para interrogar el quehacer de lxs agentes estatales. Nuestros oficios terrestres. Y digo interrogar en ese sentido profundo que nos lleva a pensar lo que hacemos, sus límites, sus posibilidades, sus zonas opacas. Hablo como militante pero también como profesora y como funcionaria, actualmente soy Secretaria de cultura y medios de la Universidad Nacional de General Sarmiento, y en esa misma dinámica de la gestión me encuentro con esas zonas opacas, no pensadas, que pueden tener efectos excluyentes o propiciar la repetición de jerarquías.

Ese movimiento social que nos despierta, insurrecto y pedagógico, exige crear una biblioteca, una historia, una genealogía: exige que en las consideradas riquezas comunes de una sociedad -aquello que construimos como legado para transmitir a las nuevas generaciones o lo que nos enorgullece mostrar- no estén ausentes las creaciones de las mujeres (en muchos momentos diré mujeres por economía del lenguaje, pero no sin la incomodidad de estar sintetizando en ese término lo que no tiene síntesis, la diversidad de identidades que solemos nombrar como lesbianas, travestis, trans, intersex, no binaries). Digo, que no estén ausentes en nuestras historias del arte o nuestras llamadas tradiciones ensayísticas o que no haya que buscarlas con lupa en las compilaciones literarias o esperar que sus nombres aparezcan después de la aclaración “la esposa de” o la amante o la musa inspiradora. ¿Qué les dicen, por ejemplo, los nombres de Alicia Eguren, Marta Traba, Pirí Lugones, Norah Lange? ¿No es lo primero que nos aparece en el recuerdo, sus vínculos sentimentales, antes que sus fenomenales hipótesis políticas, sus discusiones, sus escritos poéticos, su labor editorial, sus posiciones teóricas?

En las artes visuales, el colectivo Nosotras proponemos llevó adelante distintas acciones para mostrar lo que no se veía en las paredes de los museos, qué obras y qué artistas estaban en los depósitos. La discusión es profunda y no se trata de cuotas -aunque las cuotas o porcentajes sean un momento necesario de esta transformación en proceso-, sino de la pregunta por los criterios de legitimidad. Todo canon es construido sobre la base de ciertos valores que son históricos y resultan de las relaciones desiguales. En sociedades patriarcales, ese canon no deja de expresar también esa desigualdad, entonces ciertas estéticas devendrán no arte, serán expulsadas de su legitimación. Del mismo modo, que el arte de los pueblos originarios se comprende como artesanía y ahí vale dejarse interrogar por experiencias como las del Museo del barro en Paraguay: queda claro, allí, que no se trata de cuotas, sino de que la incorporación puede hacer trastabillar las categorías mismas que la preexistían.

Llamo crear una biblioteca a ese esfuerzo múltiple y colectivo de ampliar los horizontes de nuestro acervo cultural: qué había que no vimos, qué no leímos, qué fue considerado obra menor. Qué es necesario poner a disposición de otres, en nuestras instituciones culturales o educativas. Se trata de incluir mujeres pero también de ver qué tiene que ser modificado para que esa inclusión sea posible, si es necesario o no revisar los criterios tradicionales de valoración, para que lo que se incluya no aparezca en el cuarto del fondo, como rareza o nota de color.

Crear una biblioteca, por un lado, y por otro, crear una escena de visibilidad. El movimiento hacia el pasado -de recoger y sistematizar un conjunto de obras- es también una intervención sobre el presente. El colectivo de Mujeres músicas peleó por la sanción de una ley de cupo en los escenarios. En el momento en que eso se estaba discutiendo, el organizador de un festival dijo que el problema era que no había buenas músicas en el rock. Podría haber dicho que él no conocía y seguramente afirmaba algo de verdad: porque el problema de la desigualdad es que se materializa en distintos grados de conocimiento y desconocimiento. La obligatoriedad de volver plurales esos escenarios tan confortables con su primacía masculina, hace que las personas dedicadas a la gestión cultural deban ampliar sus conocimientos, sus búsquedas, su radar. Y al hacerlo, a generar condiciones más igualitarias para artistas de distinto género.

Muchas veces, esa desigualdad entre las personas de acuerdo a su definición sexo-genérica es velada mediante el reconocimiento de trayectorias excepcionales. Allá lejos y hace tiempo, para elogiar La fuente de las Nereidas de Lola Mora, Leopoldo Lugones dijo que parecía obra de un hombre. Sin llegar a tales extremos que hoy nos dan risa, el señalamiento de la excepcionalidad suele convertirse en afirmación de la regla. Y en este caso, la de exclusión de una parte de las productoras culturales. Una política cultural que afirme la igualdad sexo-genérica no parte de considerar excepcionalidades, sino de reconocer la efectiva construcción existente y muchas veces invisibilizada. Es claro, por ejemplo, que algunas escritoras ocupan hoy el centro del campo literario argentino. No ocurría antes. ¿No sucedía porque no existían escritoras o porque las relaciones de poder generan campos de visibilidad y de audibilidad, y hoy esas relaciones de poder están discutidas desde los feminismos que proyectan otras valoraciones y exigencias? La discusión sobre las cuotas revela la necesidad de considerar las zonas ciegas de nuestra mirada y nuestro conocimiento. ¿No había o no vimos? ¿Por qué valoramos lo que valoramos?

Dijimos biblioteca (herencia, legado, acervo) y escenario (el presente en el que podamos modificar esas zonas de visibilidad y audibilidad) y me gustaría agregar una tercera dimensión: los cimientos. Los cimientos de una construcción cultural igualitaria, que suponen la pregunta por las condiciones diferenciales de las y los hacedores, la relación entre carreras profesionales y definición sexo-génerica, la elaboración de políticas específicas de discriminación positiva. Si sistemáticamente se producen y reproducen las desigualdades, las políticas públicas deben producir las condiciones para que las voces históricamente subalternizadas puedan aparecer: y aquí las cuestiones de género se cruzan, ineludiblemente, con las de clase social y las que provienen de la racialización de los cuerpos. El colectivo Identidad marrón viene señalando como en los cuerpos se inscriben y cruzan esas distintas dimensiones de la desigualdad, pero también que para dar cuenta de eso son los cuerpos así marcados, las voces singulares que producen, las que deben aparecer.

No podemos pensar una cultura popular viva, sin esa coloratura, sin esa multiplicidad, que para que exista, y no aparezca como pincelada excepcional, deben generarse ciertas condiciones, sociales, económicas, políticas. Cuando Loahana Berkins fue invitada a hablar en la Universidad de Harvard dijo: “yo no soy Rigoberta Menchú, no vengo a hablar de testimonio, vengo a hablar de teoría”. La frase es excepcional y señala ese pasaje: no alcanza con ser objeto de interés para un habla ajena, para una investigación o una crónica, sino que se produzcan condiciones para la enunciación particular de quienes habitualmente son ninguneados en las instituciones de la cultura legítima.

No imaginamos, creo, que una cultura potente sea una cultura tradicional que reserva ciertas zonas o ciertos cupos, para el floreo de las subalternas (y así disfrutar de los ciclos de cine feminista, de las muestras de mujeres, de los recitales de las disidencias, del estante de la biblioteca que nos corresponde), sino que la cultura entera debe ser reabierta y discutida a partir de esa presencia. Insisto en lo que decía al principio: ya no queremos un cuarto propio (para usar la imagen de Virginia Woolf que resignificó hace unos días Ileana Arduino para pensar en la coyuntura política), sino que queremos atravesar de feminismo toda la casa común y tratar con perspectiva de género todos los asuntos públicos.

Tratar con perspectiva de género todos los asuntos públicos es ir más allá de la cuestión de las violencias, aunque las violencias sean el momento dramático de condensación. Es ir más allá pensando las violencias de género como parte de un entramado de violencias económicas y sociales, pero también situando como horizonte el esfuerzo disruptivo y creativo. La denuncia de la violencia es imprescindible y a la vez lo es tensionar el lugar de enunciación como víctimas de la misma.

Nuestros feminismos callejeros se hicieron masivos en la interpelación contra la violencia, en el hartazgo frente a la crueldad creciente. Muchas mujeres que no se sentían interpeladas por otros rasgos y discursos del feminismo sí podían reconocerse en ese hartazgo. La calle hizo su pedagogía, y los colectivos feministas produjeron los enlaces entre ese basta y una serie de enunciados, hasta producir un nuevo estado de la conversación social, un florecimiento de las disidencias, una ruptura de la norma sexo-genérica, una comprensión más amplia de las desigualdades. Al mismo tiempo, la denuncia de la violencia siguió siendo su combustible y muchas instituciones se vieron sacudidas por testimonios y escraches.

Se señalan responsables individuales y a la vez sabemos que el problema es el sistema de relaciones sexo-genéricas reproducido y funcionando a través de las personas, su sensibilidad, sus afectos, la producción de sus deseos y la trama de sus vínculos. El patriarcado, como el capitalismo, se realiza en infinitos, cotidianos y minuciosos intercambios. La justicia laboral y la comercial tramitan los excesos de esa reproducción sistemática de la desigualdad que es el capitalismo, sin poner en cuestión, finalmente, el orden de la reproducción mercantil de las sociedades. Hacer política anticapitalista va más en el sentido de una invención de otras formas de vida que en el de la activación de medidas judiciales, aunque éstas sean centrales para que los derechos no sean avasallados.

Los feminismos, embarcados en la producción de una nueva sociedad, no disponemos instancias resueltas de justicia que permitan esa defensa: son incipientes los dispositivos institucionales; escasos les funcionaries judiciales expertos y sensibles; faltantes las imágenes de justicia que no sean punitivas, porque todo resulta permeado del esquema “el que las hizo, las paga”. Pero inventar eso no agota, ni mucho menos, la construcción de otra sociedad y nuevas sensibilidades. Si hay una justicia inmediata, procedimental, supuestamente reparatoria; hay otra ensoñada, mítica, que proviene de reinscribir cada hecho y cada vida, cada humillación padecida y cada dolor anidado, en parte de ese fuego insomne de fundación. La reparación, incluso, requiere nuevas imágenes de justicia, así como en los juicios de lesa se incluye la idea de reparación simbólica porque no es posible volver a la situación anterior pero es necesario el reconocimiento judicial de que ocurrió un daño.

Termino aquí, entonces, que es el punto en el que habíamos comenzado: el castigo y la pena como horizontes son acotados y no funcionan más que como atajos. De allí la importancia de dispositivos que apuestan a una transformación de fondo de ese sistema de relaciones. La importancia de su existencia y la vastedad de la tarea, que atraviesa no solo nuestro hacer profesional, sino nuestras propias vidas. La experiencia de los feminismos la condensaría en una frase: pero también… Necesitamos protocolos para tratar la violencia en las instituciones públicas, pero también criterios elaborados para que se reconozcan las tareas de cuidado; necesitamos licencias por violencias de género pero también el reconocimiento de la fuerza creativa tanto tiempo omitida. Y así podríamos seguir largo rato, y cada une de ustedes, puede hacer el ejercicio que es, simplemente, el de evitar que aquello que aparece como una exigencia urgente se convierta en un impedimento para producir otras condiciones.

La ley Micaela prevé la capacitación obligatoria en violencia de género y su prevención, pero entiende eso, en el mismo texto legal, como deconstrucción de los fundamentos que hay, en el sentido común, para sostener la desigualdad y la discriminación. De eso se trata, de todo lo que se abre cuando pensamos desde ahí, de las innumerables veces en que nos escucharemos decir o escucharemos a otres decir: pero también…  No nos asustemos frente a eso, no retrocedamos al grito de otra vez las feministas, dejemos que esa ambición, que no es otra que la de crear una sociedad más justa y -como dicen las rebeldes chilenas- una vida que valga la pena de ser vivida.

* Socióloga y Doctora en Ciencias Sociales, ex Directora del Museo del Libro y de la Lengua

Las opiniones expresadas en esta nota son responsabilidad exclusiva de la autora y no representan necesariamente la posición de Broquel

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