Por: David E. KRONZONAS* Imagen: Pesadilla de los Injustos; Antonio Berni 1961; MNBA.
Reflexiones acerca de la memoria y del imposible perdón.
(…) “Nunca estarán limpias estas manos (…)
¡Oh¡ Lavaos las manos (…)
Lo hecho no puede deshacerse.”
Macbeth.
“Tres son los signos por los que se reconoce a Israel: A la humildad se le
añade el sentido de la justicia y el impulso de bondad gratuita.
Pero la justicia estricta aunque fuera flanqueada de bondad gratuita
y de humildad, no basta para ser de alguien un judío.
Es necesario que la propia justicia vaya mezclada
con bondad, y esta (extraña) mezcla es la piedad. ”.-
Emmanuel Levinas.
Vladimir Jankélevitch (1903 – 1985) fue un filósofo y musicólogo francés poseedor de una inmensa obra tanto en la filosofía propiamente dicha como en la reflexión sobre el mundo de la música; quisiera en esta instancia detenerme sólo en dos de sus textos: “Lo imprescriptible” (1965) abogando contra el perdón -que tuvo por origen una carta publicada en “Le Monde” el día 3 de enero del mismo año-, en el marco de la polémica acerca de la prescripción de los crímenes hitlerianos por parte del sistema penal francés (en 1964 Francia juzgó oportuno que los crímenes contra la humanidad seguirían siendo imprescriptibles) y habiendo sido parte de la Resistencia desde 1940; y “El Perdón” (1967) un texto que gira frente a la cuestión: ¿Hay que perdonar? Pregunta que se vuelve a repetir –una y otra vez, aquí y allá-; ahora frente a los reclamos que también el 17 A en Argentina verbaliza entre una oferta variopinta (anti-peronismo; contra el marxismo, el comunismo; “Valenzuela” (o Venezuela da igual); la Patria; “se afanaron todo: presos, presos, (…)” -como sí de ellos dependiese-; el cercenamiento de los derechos individuales; Cristina, Cristina y mil veces Cristina; no a la reforma “Constitucional” (que no la hay), no a la judicial; el nuevo orden mundial; el 5G; el Señor Google dice la verdad; xenofobia y antisemitismo) que vuelve –una y otra- vez a ser formulada frente al desquicio ritual, de contagio violento y exaltación; haciendo de la negación siempre un hábito. Enlatado que repite la derecha mundial en varios países con sólo algunos matices.
El hombre se definirá por su memoria individual la que estará asociada a la memoria colectiva. Siempre habrá varias memorias, invariablemente diversas, plurales, contradictorias. Ellas detentarán sus imposibilidades, sus límites, aquello que no pueden o no quieren ver. La memoria se hallará indisolublemente ligada a la identidad, a un marco de referencia fundamental de la existencia; pero también estará atada a diferentes identidades que se intercalan ya sea en una persona, en un grupo social, en un país; a los modelos culturales y morales sobre los cuales la vida se construye. Ambas –memoria e identidad- se sustentan mutuamente. Parte de estas identidades son construidas o “dichas” por los Medios (hegemónicos) cooptando sólo algunos miles de voluntades. El mismo día del 17 A la Vicepresidenta de la Nación Cristina Fernández llamó a la unidad nacional. Durante los tres días posteriores Telecom y cuatro empresas del Grupo Clarín apostaron a la suba del dólar. Quizás J. Alemán esté en lo cierto al decir que el amor que se rechaza en el capitalismo sea el amor por lo común. Odio hacia aquellos que en lo común, intentan introducir justicia e igualdad.
Interpretar las prácticas genocidas ascendentes y barbáricas en la República –bombardeos, fusilamientos, secuestro, desaparición, tortura, aniquilación de la vida y de los cuerpos- desde 1930, a fines de los `50; pero también, la violencia estatal y no estatal de los ´70, hacen de ese período un espacio de lucha entre dos modelos de hegemonía que no se asumían como adversarios. Nos ayudará a entender que había que destruir el igualitarismo simbólico que primero el radicalismo y luego con mayor fuerza el peronismo había instalado en la sociedad argentina para pasar a producir una sociedad ordenada, controlada, simplemente aterrada. Induciendo el quiebre de solidaridades, imposibilitando la articulación de relaciones de paridad o reciprocidad, e implantando el individualismo como conducta deseada por el modelo social que se quería imponer. Una política que intentó destruir los proyectos de autonomía y pretendió homogeneizar la sociedad en una verticalidad ideológica, religiosa y cultural. Ello provocó el fin de lo público, la eliminación de todo activismo, de toda protesta social, de todo pensamiento crítico, de toda dirección política del movimiento popular. La sociedad asistió a un proceso de normalización identitaria que se tradujo en la destrucción de todo aquel que no fuera “idéntico”: un pueblo, un enemigo, un poder, una verdad. Dichas prácticas fueron políticas en el sentido de estructurar las relaciones sociales como un modo de ejercicio de las relaciones de poder. La muerte como fin; el fin de la política. El golpe del 76´ no sólo implicó una represión masificada de la mano de una violencia inédita sino también, la de cualquier tipo de oposición dándose inicio a una estructura burocrática-represiva donde el campo de concentración y el de exterminio coincidieron[1] (G. Agamben). Dando inicio a un mundo indescifrable que no se ajustaba a modelo alguno de lo real. En ese lugar desapareció la distinción entre lo propio y lo impropio, lo imposible y lo posible.
Trabajemos el primer texto, Jankélevitch refiere a E. Ionesco quien caracterizaría muy bien la aparente “buena conciencia” contemporánea al decir que: el crimen era demasiado grande, la responsabilidad demasiado grave. Hablamos de crímenes excepcionales tanto por su enormidad, como por su sadismo. Fueron atentados contra el hombre en tanto hombre. Aquello a que se les rehusaba era a la existencia misma; a lo que se los condenaba era a la supresión de la propia otredad, al mero “pecado de existir”. Fueron ellos privados de su diferencia y simultáneamente, eliminados. No sólo no tenían derechos sino que fueron “malditos”, sujetos a un crimen inexplicable, puramente gratuito. El tiempo que favorece el perdón y el olvido que consuela el tiempo no atenúa, no cesa de reavivar su horror. Los crímenes contra la humanidad son imprescriptibles, el tiempo no les hace mella. Resultará incomprensible que el tiempo carente de valor normativo pueda ejercer una acción atenuante sobre el horror. Aquello que la maldad despierta es a la desesperación y un sentimiento de impotencia ante lo irreparable. Pero jamás se podrá castigar al criminal con un castigo proporcional al crimen realizado. El castigo se vuelve indiferente; lo sucedido, inexplicable. Siempre habrá pocos inocentes entre los mudos o los cómplices. La máquina de la muerte no podría haber funcionado sino gracias a las innumerables connivencias y bajo el silencio complaciente de muchos. Aquellos que hablan de olvido y perdón lo volverían a hacer, una y mil veces. Volverían a lanzar las bombas sobre la Plaza de Mayo; volverían a desear el orden que prometía “1976” y de su inconfesable complacencia con su ideología. Volverían a desear la muerte. La derecha nada sabe de amor.
Jankélevitch nos habla del perdón en aras de la indiferencia, de la amnesia moral, de la superficialidad general. En la Argentina el arrepentimiento se llamó Malvinas. No hay ni hubo aflicción, ni conversión alguna. Sólo la consternación y la orfandad del culpable darían sentido y razón de ser al perdón. Para pretender el perdón habría que confesarse culpable, sin reservas, ni atenuaciones. Deberían pedir perdón, anticiparse a las víctimas. Brindarles comprensión, empatía, fraternidad y así hubiéramos quizás, –dice Jankélevitch- acogido esas palabras con gratitud. Sin embargo, esa iniciativa no llegará nunca. “Ellos” en nada se sienten culpables, no reconocen ninguna sin razón. Los ofendidos son “ellos” cuya aflicción preocupa a las “buenas almas”. ¿Cuál es el experimento que está en juego? Que los verdugos son las verdaderas víctimas de sus víctimas. Nos recomiendan que olvidemos invocando el deber de caridad para predicar un perdón que los verdugos nunca pidieron. Ser mesurado, tener en cuenta sus heridas ¿no es también eso deber de caridad? ¿Quién hablaría de la importancia de lo sucedido sino “nosotros”? ¿Quién pensaría en los muertos? Los muertos dependen de nuestra fidelidad. El pasado necesita que se lo ayude, necesita ser recordado a los que olvidan, a los indiferentes, a los frívolos. Necesita que se lo salve de la nada al que está destinado. El pasado necesita de memoria. Es el pasado el que reclama nuestra gratitud. El sentimiento que se experimenta no es el de rencor sino el horror ante lo sucedido, ante los fanáticos que lo perpetraron; horror ante los que lo aceptaron; los insensibles que lo olvidaron. La amnistía moral nos es sino una vergonzosa amnesia. El texto termina afirmando lo siguiente: “Hoy cuando los sofistas nos recomiendan el olvido acentuaremos fuertemente nuestro horror mudo e impotente ante los perros del odio.”[2]
En el segundo[3] de los textos, Jankélevitch destaca que para humillados y ofendidos perdonar al ofensor y al perseguidor resultará “excepcionalmente difícil”. Que el perdón es un caso límite, como el remordimiento, el sacrificio y el gesto de caridad. I. Kant impugnaba que haya habido nunca, en toda la historia del hombre, un solo acto de virtud puramente desinteresado; y en igual sentido, La Rochefoucauld denunciaba al altruismo como evasivas del egoísmo. Allí vierte nuestro autor un conjunto de elementos dignos de especial atención: el límite de las posibilidades humanas coincide con la inhumana posibilidad; el tiempo es indiferente al bien o al mal, disponible para el mal o para el bien, éticamente neutro; el arrepentimiento es voluntad activa de redención; la clemencia no es perdón como tampoco la generosidad es amor, la clemencia nunca ha abandonado la coraza de la sublime indiferencia y finalmente, que el perdón pertenece al ámbito extralegal de nuestra existencia. Todas ellas nos parece de una singular claridad pero no es aquí el lugar para su desarrollo. Quisiera traer en especial consideración su último título: “Lo imperdonable.”. Allí se interroga: ¿Por qué perdonaríamos a quienes raramente lamentan sus monstruosos crímenes? Y agrega, “dado que la frivolidad y la cómoda indulgencia envuelven púdicamente el crimen en el silencio y en el olvido, el perdón resulta irrisorio: el perdón será en lo sucesivo una farsa”.[4] Una época que priva al perdón de la expiación pero no del arrepentimiento. Los criminales no arrepentidos no necesitarán ser perdonados. La culpa expiada y el propio mal forman la materia del perdón. Nadie comprende lo incomprensible; comprende que nada hay por comprender. Jankélevitch llama a aniquilar la maldad, a negar su fuerza negadora, a imposibilitar su rabia destructora y donde esta obligación no resultará menos imperiosa que el deber de amor.
Volvamos a la Memoria. Pareciera que la memoria humana no es inclusiva sino selectiva por naturaleza; falaz y de escasa fiabilidad. Los recuerdos no sólo tienden a borrarse sino que se modifican o incluso tienden a aumentar, degradarse, desdibujar sus contornos y límites. Siempre resultará insuficiente. Procedimiento complejo que articula recuerdos y olvidos, lo consciente y lo inconsciente, la parte que aceptamos y asumimos del pasado como también, aquella que negamos y ocultamos. Es cambiante, fragmentaria y deformada. Su ejercicio los conserva actualizados y vivos aunque existe una tendencia al estereotipo, a su cristalización y perfeccionamiento. Memoria, Olvido, justicia, injusticia, amnistía, sufrimiento, duelo se asocian a las tragedias de todo el siglo XX y del actual. Memoria y Olvido van de la mano. Si la memoria participa de la construcción constante de los valores y por esta vía tiene injerencia en el presente resultará plantearse la siguiente pregunta: ¿la memoria sirve al hombre para hacerlo, más noble, más humano? La memoria es sólo memoria de los crímenes; cuenta una historia maldita. El peor de los peligros, el peor de los insultos es el negacionismo: que trata de despojar a las víctimas de su pasado, a los muertos de su muerte. ¿Qué puede ser peor que el olvido? Olvidar a los muertos es negar la vida que vivieron, la esperanza que los sostenía, la fe que los animaba. Olvidar es violar la memoria, es privar al hombre de su derecho a recordar. Sin embargo, el olvido siempre adviene. Olvidar es obedecer; es seguir el movimiento. Los muertos siempre dependen de nuestra buena voluntad: la de recordarlo. Ellos sólo cuentan con nuestra iniciativa. Una voz que resiste al impulso natural de olvidar. Los ausentes nos reclaman asistencia. Si dejáramos de pensar en el pasado, sólo quedaría polvo.
A la memoria se la exhortará a ser verdadera, a representar con fidelidad aquello que no es, pero que alguna vez fue. La memoria –lo inherente a la existencia de toda colectividad histórica- tiene dos fases. La primera, es la del testimonio. Aquí nos encontramos muy cerca de la memoria, nos hallamos frente a un vestigio de ese rastro, es la declaración de que aquello existió. El testigo dice: “Yo he estado allí” centro mismo de la ambición de verdad de la memoria individual y donde ésta, resultará irreemplazable. El testigo dice también, “créeme”. Apelación a la confianza del Otro, donde el recuerdo entra en una relación fiduciaria planteando la cuestión de su fiabilidad. Finalmente, éste agrega: si no me crees “pregúntale a otro”. Otro que no tendrá mejor cosa que ofrecer que su propio testimonio. La segunda fase de la memoria, es la del documento, aquí nos adentramos ya en la historia. Hablamos de la memoria colectiva que descansa en la ligazón de las memorias individuales lo que se explica por la pertenencia a ámbitos de identificación colectiva e individual. La historia integra las impresiones subjetivas, los recuerdos y los testimonios en una representación que tiende a la objetividad en la medida en que integra. El documento habla de la emergencia de la escritura en una transposición de la memoria y del testimonio. Memoria e historia se unen para descifrar el enigma de la presencia de lo ausente. Ella es moldeada por la experiencia vivida de las distintas generaciones así como por la idea que éstas se forman de la marcha de la historia. J. Derrida le da otra vuelta más, destacando que la experiencia del testimonio sitúa una confluencia de dos fuentes: lo indemne (lo salvo, lo sagrado, o lo santo); y lo fiduciario (fiabilidad, fidelidad, crédito, creencia, o buena fe).
La memoria tiene dos enemigos. Por un lado, el olvido y la dificultad de recordar; y por otra, la negativa a recordar y todas las formas de huida frente a la verdad del pasado. Las distintas formas de resistencias no siempre son indignas; apelan no solamente a represiones sino al pudor, al miedo, a no ser comprendido, al temor paralizante de importunar, al de no encajar. Si los testigos callan es porque están conscientes de la dificultad de significar su experiencia así como de la insuficiencia del lenguaje, de su vacío para comunicar. La transmisión tropieza con el obstáculo de la incomunicabilidad. Para el caso de nuestro país, la memoria pugnó por la reaparición de los desaparecidos, exigiendo su inscripción en la historia. Hay dos formas de memoria. Una literal, el simple hecho de la memoria; y otra ejemplar, asociado a la justicia. La verdad es irreductible a los elementos reales que la constituyen. ¿Cuál es la inviabilidad de orden racional de estos espacios? Que nada es igual de verdadero. Una realidad que expresa la no-coincidencia entre: hechos y verdad, entre comprobación y comprensión. “(…) el hecho de carecer de todo sentido hace que sea más espantoso.” -dice Primo Levi-. Dar entonces testimonio, acusar, no para producir represalias, venganzas o castigos, sino para conservar dicho testimonio. El testigo no se avergüenza por haber sobrevivido sino que es la vergüenza la que le sobrevive. Esos fueron los sitios en el que nadie puede verdaderamente morir o sobrevivir en el propio lugar. Los centros de detención y de exterminio o los “Lagers” alemanes –como concepto- significaron que el hombre al morir, no puede encontrar en su muerte otro sentido que esa vergüenza. Avergonzarse es ser entregado a lo inasumible; no es algo externo sino que procede de nuestra misma intimidad. Es pensar en quienes fuimos y en quienes somos.
Frente a la catástrofe dos son las posiciones a asumir: la muerte (el suicidio) o la narración de lo acontecido. Pero, ¿cómo expresar un estado anímico o proferir intenciones? Sólo se puede mencionar hechos o sucesos. Los testigos dudan que puedan ser aceptados y comprendidos, a no ser escuchados, o temen no serlo. ¿Quizás cabría preguntarse si la transmisión de aquello que constituye lo más valioso de la experiencia de una generación no estará irremediablemente condenada a desaparecer; o si la comunicación entre las generaciones resultará posible? Para el caso de los recuerdos de experiencias límites, ultrajes sufridos, e infligidos es en sí mismo traumático porque su solo recuerdo duele, lastima, violenta o molesta. Quien ha sido herido tiende a rechazar el recuerdo para no renovar el dolor, quien ha herido arrojará el recuerdo a lo más profundo. La memoria siempre tiene algo de impostura y de imposibilidad, como si esa experiencia hubiera quedado clausurada en el silencio de los que no regresaron. El testigo es una subjetividad que atestigua, en la posibilidad misma de hablar, en una imposibilidad de palabra. El testigo habla por aquellos que no pueden hacerlo; ejerce la facultad de no prestar su consentimiento frente a la muerte.
Historia y memoria no pueden reconstruir todo el pasado, ni pretender enmendar completamente su verdad. ¿Cuál es el deber de memoria? Debemos retrotraernos a su origen no sólo griego sino también hebreo, “Zakkor”, “tú recordarás”, significa: “tú continuarás narrando”. Hay en el Antiguo Testamento un relato, el de la mujer de Lot –sobrino de Abraham– aquélla que por mirar atrás fuera convertida en estatua de sal. A pesar de la desobediencia resulta muy humano transgredir y mirar atrás. Ella iba a dejar su casa, parte de su familia, ¿cómo no querer mirar por última vez? Olvido y Memoria recorren la obra borgiana. “Sólo una cosa no hay: es el olvido”, dice J.L. Borges. Siempre van juntos, se intercambian, se necesitan allí donde se oponen. La memoria es pertenencia. Supone una trama donde la esperanza y el dolor se juntan. Ella lleva la pesada carga de una promesa restituidora, redentora, al hacerse cargo de las voces que fueron silenciadas. Es el combate que los hombres libran contra los fantasmas del olvido. Es la coyuntura de generaciones extrañadas que se han perdido en el remolino de la historia. La memoria es siempre dolorosa y marca imborrable de lo punitivo. Experiencia que como huella individual fue compartida. La memoria llama, despierta, reorganiza lo vivido desde y con el cuerpo. Frente a ello, el olvido es sinónimo de muerte. El olvido es deseo de nada, silencio definitivo de la palabra, fin de la saga. Pretende tejer un manto protector y curar las heridas, pero también no deja de deslizar en nosotros el silencio aterrador y pretende cegar nuestros ojos que ya no son, ni serán incapaces de mirar hacia atrás.
Hay un deber de memoria y esta triunfa siempre porque es muy difícil olvidar. Si admitimos que la memoria es una fuerza de resistencia y una herramienta para la construcción del actor como sujeto es preciso dar un paso más. Ello protege al actor contra las fuerzas que tienden a modelarlo según las normas y jerarquías dominantes. Contra el sistema de flujos y de redes se levantará la voz en nombre de la igualdad y de la identidad. La defensa de la identidad es ante todo, memoria. Derecho al trabajo y al bienestar es una apelación al futuro. Sólo se podrá escapar del presente por la invocación conjunta del pasado y del futuro. Tanto después de la guerra -en Europa- como luego de la dictadura militar –en la Argentina- las personas en su mayoría ante la emergencia de más dolor sólo se plantearon u olvidar los crímenes del pasado o vivir sin su recuerdo. No obstante que aquello resulta como reflejo instintivo sería preciso que fuésemos capaces de aprender a vivir con lo irreparable: esta es la historia de Madres y Abuelas. Debemos vivir en el presente con los conflictos de la historia. Reconocer el derecho a la verdad no sólo para hacer efectivo el derecho a la memoria sino para asegurar la justicia en el marco de la legalidad democrática. Hay que reconstruir la subjetividad como espacio abierto y plural. Un lugar donde cada uno se da la oportunidad de pensar por sí como el lugar de todos. Pensar en el Otro y no por el otro.
Emmanuel Levinas (1906 – 1995) fue sin duda el más influyente e innovador de los pensadores judíos contemporáneos, es el pensador de la diferencia, de una responsabilidad más profunda que la libertad, de la Ley y de Dios. En la primera de las “Cuatro Lecturas Talmúdicas”[5] -Para con el Otro-, en el marco de unas conferencias pronunciadas entre 1963 y 1966 en un coloquio dedicado al perdón del crimen irremisible, en París; Levinas se interroga ¿cómo se distinguen las faltas para con Dios de las faltas para con el hombre? Todo lo que perjudica material o moralmente al prójimo; toda ofensa verbal; constituyen una falta para con el hombre (y deberán ser reparadas por el hombre). Las faltas cometidas para con Dios son faltas que borra el “Día del Perdón”. ¿Qué dice el texto de la “Misná”[6]? Que las faltas del hombre para con Dios son perdonadas por el “Día del Perdón” –en una dialéctica de lo colectivo y lo íntimo dónde sólo así se podrá reconquistar la integridad, reparándola-; y que las faltas del hombre para con el Otro, no le serán perdonadas a menos que, se haya aplacado al otro (hombre). Las faltas para con el prójimo serán también, ofensas a Dios. Si un hombre comete para con Otro una falta, Dios no intervine. Es preciso que entre los hombres se haga justicia en un tribunal terrenal. Hace falta más que la mera reconciliación entre el ofensor y el ofendido; hace falta justicia. El drama del perdón no implicará –para estos textos- sólo a dos, sino a tres. La “Guemará” propondrá otra versión: si un hombre comete una falta para con un hombre y la aplaca, Dios perdonará. Pero si la falta se ha cometido para con Dios ¿quién podrá interceder por él? Solamente el arrepentimiento y las buenas acciones lo posibilitarán. Resultará grave haber ofendido a un hombre; el perdón dependerá de él. No hay perdón sino cuándo no lo haya pedido el culpable; resultará necesario que este (el culpable) reconozca su falta y que aquél (el ofendido) quiera aceptarlas. El ofendido debe ser siempre aplacado, abordado y consolado individualmente. El perdón de Dios o de la historia no puede ser acordado sin que se respete al ofendido. La paz no se instalará en el mundo sin los debidos consuelos; y el orden universal no estará jamás por encima del individual. Dos son las condiciones para el perdón: la buena voluntad del ofendido y la plena conciencia del ofensor. Pero el ofensor es esencialmente inconsciente: la agresividad del ofensor; es quizás su misma inconsciencia. El perdón sería entonces, por esencia imposible. Puede perdonarse al que ha hablado sin conciencia; pero es muy difícil de perdonar a quien fuera plenamente consciente de ello.
Jaques Derrida (1930 – 2004) fue uno de los pensadores más importantes de la escena filosófica del presente signada por la estrategia de la deconstrucción, ligada irremediablemente a su nombre. Es autor de una vastísima obra que ha influido en numerosas disciplinas desde la metafísica hasta la filosofía política; la estética o la teoría literaria. Quisiera trabajar aquí una entrevista realizada a Derrida en el año 2000 por Michael Wieviorka que lleva por título “El siglo y el perdón”; y finalmente, “Fe y Saber” que fuera publicado en Francia en 1996. Vamos entonces a trabajar el primero de ellos. Lo único que invoca al perdón –dice Derrida- es lo imperdonable. Quizás allí radique su paradoja o aporía. Si hay algo que perdonar sería lo peor, el crimen o el daño imperdonable. “El perdón perdona lo imperdonable. No hay perdón más que ahí donde existe lo imperdonable.”[7] Sólo podrá ser posible si es imposible. Para Derrida no hay límite para el perdón, no hay medida, no hay moderación. El concepto jurídico de lo imprescriptible no equivale al concepto no jurídico de lo imperdonable. No hay para este autor límite alguno para el perdón. No hay que confundir perdón con disculpas; con el pesar, la amnistía, la prescripción. Conceptos frentes a los cuales el perdón debería permanecer heterogéneo e irreductible. Sólo asocia el perdón a la herencia abrahámica, religiosa. La proliferación de estas escenas de arrepentimiento y de perdón en el escenario geo-político contemporáneo significa para Derrida una urgencia universal de memoria más allá de las instituciones jurídicas, más allá del Estado nación. El perdón no es, no debería ser ni normal, ni normativo, ni normalizante. Debería permanecer excepcional y extraordinario, sometido a la prueba de lo imposible; como sí interrumpiese el curso ordinario de la temporalidad histórica. Derrida se opone a la lógica condicional del intercambio recusando esa presuposición según la cual, sólo se podría considerar el perdón en la medida de que sea pedido en un escenario de arrepentimiento que atestiguara la conciencia de la falta, la transformación del culpable y el compromiso al menos implícito de hacer todo para evitar el retorno del mal.
Sostiene un perdón incondicional, gratuito, infinito, no económico, concedido al culpable en tanto culpable, sin contrapartida, incluso a quien no se arrepiente o no pide perdón. Propone una ética más allá de la ética como el lugar inhallable del perdón; del perdón como posibilidad humana. Ahora esta contingencia es el correlato de la posibilidad de punir. Los hombres son incapaces de perdonar lo que no pueden punir e incapaces de punir lo que se revela imperdonable. El perdón resultará heterogéneo al orden de lo político o de lo jurídico. La tradición enseña que el perdón concedido por Dios o inspirado por la prescripción divina debe ser un don gratuito sin intercambio e incondicional. A veces requiere del arrepentimiento y la transformación (del pecador). Derrida sostiene un polo de referencia absoluto, incondicional, no obstante continúa siendo inseparable de lo que le es heterogéneo: el arrepentimiento, la transformación que le permite inscribirse en la historia, el derecho, la política, la existencia misma. El perdón incondicional, no debe tener ningún sentido, ninguna finalidad, ninguna inteligibilidad. Es una locura de lo imposible. Derrida sueña con la pureza de un perdón sin poder, incondicional pero sin soberanía. La tarea es disociar incondicionalidad y soberanía en un marco donde los derechos del hombre, el concepto de crimen contra la humanidad y soberanía están necesariamente implicados. Esta tarea resultará imposible.
El segundo, en “Fe y Saber” Derrida invoca a E. Benveniste[8] quien recuerda que no hay ningún término indoeuropeo común para lo que llamamos religión. Dentro de la matriz latina el origen de “religio” –escrúpulo, respeto, detención, pudor, discreción-; aquello que debe o debería permanecer sano y salvo, intacto, indemne, ante aquello que hay que dejar que sea lo que debe ser, a veces a costa del sacrificio de uno mismo y en plegaria al Otro- fue tema de una larga polémica. Por un lado, Cicerón hablaba de “relegare”, filiación semántica y formal comprobada: recoger para volver y volver a empezar, de ahí religió, la atención escrupulosa, el respeto, la paciencia, incluso el pudor o la piedad. Por otra parte, Lactancio y Tertuliano, hablan de “religare”, de origen cristiano que une religión con el vínculo, con la obligación, el ligamiento, con el deber y con la deuda entre los hombres y entre los hombres y Dios. Ese universal habría generado el respeto a la vida, de aquello que debe permanecer salvo, sagrado, sano, indemne, inmune; el precio de lo que debe inspirar respeto, pudor, continencia. Derrida dice que la religión acompaña, incluso precede a la razón crítica, la vigila. Es la sombra de la razón misma, es su aval, el requisito de fiabilidad, la experiencia fiduciaria, la performatividad testimonial. Sin la experiencia de ese acto de fe elemental no habría ni vínculo social, ni apóstrofe al Otro. Ni convención, ni institución, ni Constitución, ni Estado soberano, ni ley. No hay discurso, ni apóstrofe al Otro sin la posibilidad de una promesa elemental. Corresponde a lo que I. Kant llamó dignidad que no puede mantenerse sino más allá de lo que está vivo y presente. El respeto ordena el sacrificio de sí, del interés más preciado. Si el hombre es en relación aquello que se intenta poner en crisis –por la rabia destructora- es precisamente ese vínculo; nuevamente, la pregunta por el “nosotros”. Diferencia y semejanza es lo que me liga, a la vez, me separa y me distingue del Otro. Toda relación implicará extranjería. Somos en deuda, somos causados, el mundo nos precede y la ley nos obliga; pero también nos llama y nos da lugar. Deuda y responsabilidad se co-implican. La deuda exige respuestas, es la que nos pone en relación.
La sociedad argentina ya no discute ciertos temas: los golpes de Estado, la política de derechos humanos, el valor de la vida; la preferencia incondicional por la democracia como modelo en la República. Sin embargo, diversos actores sociales y políticos corren permanentemente ese límite. Quizás habrá que preguntarnos, ¿si deberíamos siquiera participar de esa confusión? Quizás, sí deberíamos revisar que las contradicciones no son malos entendidos que el diálogo por sí sólo puede o podrá disipar. La mayoría del pueblo argentino dejó de creer en ese periodismo de guerra o por lo menos sus efectos son cada vez más limitados. Pero tampoco cree en el mero cliché de la independencia del poder judicial porque los entiende –salvo honrosas y destacadas excepciones- personeros del poder económico y subordinados a una derecha impotente que no sólo carece de propuestas sino también, de liderazgos y que en el poder, irrecusablemente fracasó. B. Spinoza[9] se interrogaba sobre la vida justa –aquello que meceré la máxima valoración- es la vida entendida como relación al prójimo, como orden social y solidario, como hospitalidad en un sentido profundo y pleno. Porque sin ley, sin justicia, sin bondad, ni hospitalidad, sin amor los hombres se convierten en bestias. El fundamento de la memoria es el futuro y no como se dice, el pasado. La memoria es un modo de la interpretación. Retiene para transformar, conserva para resignificar. No reproduce lo acontecido sino que al recordarlo y traerlo al presente lo crea y lo sostiene. Aquello que sucedió no se sostendrá por su propia cuenta siempre requerirá que cada generación tome a su cargo la tarea de narrarlo, legarlo, interpretarlo, repetirlo y enseñarlo. Sólo así nuestros nombres y acciones dejarán marca en el devenir.
[1] El cierre del “Proceso” obturó la etapa del protagonismo de las Fuerzas Armadas y de la visión guerrera de la política, abriendo otra de alta fragmentación y de presencia neoliberal regional y global, desplazando la centralidad del Estado, dando lugar a una democracia débil con altos niveles de desigualdad social. Tanto el “Documento Final” de la Junta Militar como la “Ley de Auto-amnistía” reconocieron “errores” y “excesos” en el desempeño de una acción “legítima”. La “salvación de la patria” justificaba el precio que se debió pagar, sostenían. Administrar la muerte fue parte de su profesionalismo y de su deber. Con el advenimiento de la democracia, ella confrontó con la lógica de la auto-amnistía y con la legitimación del genocidio. El eje del argumento transitó por la crítica a su conceptualización como guerra y ajenizando a la sociedad de toda culpa. Un terror alienado, siempre exterior, relegado a la locura y a la irracionalidad de los perpetradores. A pesar de ello, la sociedad logró el reconocimiento público del crimen, la responsabilidad del Estado y el juicio a los culpables. El período terminó con la sanción de las Leyes de Punto Final, Obediencia Debida y los indultos. Fueron los organismos de Derechos Humanos quienes confrontaron las consecuencias de dichas prácticas y encabezaron la lucha contra la impunidad construyendo una percepción contrahegemónica. Recién, en el 2003 se propicia la anulación de dichas leyes, dando un impulso mayor a las llamadas leyes “reparatorias” para las víctimas del terrorismo de Estado en la Argentina. El 2003 inauguró un modelo de profundo respeto de los derechos humanos y de una política pública de “Memoria, Verdad y Justicia”, de democracia inclusiva, de voluntad frentista, de recuperación de la política y de la dignidad. Entusiasmo popular, militancia de base -amplia y heterogénea-, decisión de organizarse desde el territorio o por los sindicatos fueron éstas algunas de las fórmulas propiciadas por el kirchnerismo y sus doce años de gobierno. Las Fuerzas Armadas no son en la actualidad una preocupación para la democracia argentina.
[2] Vladimir Jankélevitch. “Lo imprescriptible”. Traducido del francés por Mario Muchmik, Muchnik Editores, Barcelona, 1987, (pág. 65).-
[3] Vladimir Jankélevitch. “El perdón”. Editorial Seix Barral S.A., Barcelona, 1999.-
[4] Ídem, (pág. 211).-
[5] Emmanuel Levinas. “Cuatro Lecturas Talmúdicas” Traducción de Miguel García Baró, Riopiedras Ediciones; Barcelona, 1996.-
[6] El Talmud es la transcripción de la tradición oral de Israel. Rige la vida cotidiana y ritual; y también el pensamiento –comprendida la exégesis de las Escrituras- de los judíos que profesan el judaísmo. Se distingue en él dos niveles: uno, los decires de los doctores (llamados tanaítas) seleccionados por Rabí Yehudá ha-Nasí que los fijó por escrito al final del siglo II bajo el nombre de Misná. Los decires dejados afuera llamados Beraitot que la confrontan, servían para iluminarla y abrir nuevos horizontes. La obra de los amoraítas se fija por escrito alrededor del siglo V y recibe el nombre de Guemará.
[7] Jaques Derrida. “El siglo y el Perdón” Entrevista con Michael Wievioka –Traducción de Mirta Segoviano-; seguido de “Fe y Saber” -Traducción de Cristina de Peretti y Paco Vidarte-. Ediciones La Flor, Buenos Aires, 2003, (pág. 12/13).-
[8] Émile Benveniste. “Vocabulario de las instituciones indoeuropeas”. Taurus Ediciones S.A. Madrid, 1983.-
[9] Baruj Spinoza. “Tratado Teológico-político” –Traducción Atilano Domínguez- Alianza Editorial, Madrid, 1986.-
*Abogado y Doctor en Ciencias Sociales (UBA)
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