OPINIÓN

El regreso del Estado, la Lechuza de Minerva y la crisis de la ofensiva neoclásica

Por: Jorge Elbaum
Imagen: Hambre, Pintura de Rómulo Maccio, 1961. Museo Nacional de Bellas Artes

“¿Puede esperarse que la extraordinaria masa de sufrimiento producida por esta suerte de régimen político-económico pueda servir algún día como punto de partida de un movimiento capaz de detener la carrera hacia el abismo?” Pierre Bourdieu

Pensar el Estado en los inicios del Siglo XXI supone necesariamente un desafío a las categorías heredadas, tanto para su recuperación crítica como para su adecuación relacional. Los conceptos sirven, como elementos de una caja de herramientas, si son funcionales a los temas o cuestiones que pretenden alumbrar, abordar o dilucidar. No hay instrumentos para todos los problemas. 

Durante las últimas 5 décadas se produjo una gigantesca ofensiva cultural contra la autoridad Estatal. Sobre todo a su disposición para enfocar transversalmente a los grupos sociales. La operación pretendió desarmar la capacidad de gestionar en forma universal las problemáticas socioeconómicas. Se buscó deteriorar, estructuralmente, las potencialidades de la estatalidad con el objeto de beneficiar al mercado, el eufemismo más exitoso de la cultura occidental: aquel que nombra sin nombrar a los actores económicos concentrados, eufemizado sus ventajas comparativas respecto al resto de los sujetos sociales. El regreso de la tradición neoclásica –en el lenguaje político actual, denominado neoliberalismo— se convirtió en discurso hegemónico a partir de la década de 1970 con el objeto preciso de quebrar el vínculo entre la lógica keynesiana y el mundo del trabajo.

Medio siglo después, la soberanía vuelve a mostrar sus dientes. La crisis producida por la pandemia, al igual que el crack de la bolsa de 1929, pone ante las cuerdas la doble presión del imaginario liberal reconvertido en formato de pensamiento único. Por un lado se expone la debilidad del sustrato individualista –que le da impulso al sálvese quien pueda—y que asume su impotencia frente a la coherencia que requiere la epidemiología. Y por el otro, “desde arriba” cruje la legitimación globalizadora que siempre pretendió darle horizonte universalizador a la imposición del mercado.

El neoliberalismo busca debilitar al Estado –sobre todo a su capacidad de intervención— porque en el centro del dispositivo estatalista late la política. Y esto supone la participación horizontal de la ciudadanía. Lo plural. Lo múltiple y por lo tanto colectivo. El mercado busca legitimar la “acción racional individual” y para nombrar lo heterogéneo concede “lo masivo”, inconexo y desarmado de su potencial de demanda.

La ley, la norma, la regulación es paradójicamente, una ilimitación potencial del mercado. La tradición liberal construye un mito fundacional de las instituciones ajenizando su auténtica historia fáctica. No soporta hacer una genealogía de la normatividad que los Estados predemocráticos impusieron a fuerza de sangre contra las grandes mayorías. Cuando la Ley interactúa con la universidad de los Derechos se convierte en dilecta enemiga de la disparidad irracional del mercado.  

Dos de los golpes proféticos contra esta arrogancia anárquica de la fragmentación (que niega y/o castiga a la especie no solo en términos económicos sino también en formato epidemiológico) son asestados por Kant y Hegel. El primero por conjeturar “la paz perpetua” de unidades naciones en contiguo equilibrio de soberanía y cooperación como imperativo categórico de la ciudadanía humana. Y el segundo por advertir que el fututo (en su dialéctica pero también en su teleología) posee un espíritu llamado Estado, capaz de dotar de universalidad al bien común.

La maquinaria del capitalismo se vio urgida a intentar destrozar estos augurios junto a aquellos otros –como los enunciados por Jean Jacques Rousseau–, que proponían (a) sesgos comunitaristas de democracia directa, y (b) en articulación con debates públicos abiertos donde la identidad (nacionalidad) no fuese excluida.

Para minimizar el primer desafío de Rousseau, el individualismo de cuño espenceriano (una desvirtuación grotesca del evolucionismo realzado por el liberalismo que devino en darwinismo social), buscó reducir los orígenes democráticos a un reducto formalizado y abstracto, ajeno al ágora y la crítica. De esa manera se deslegitimó toda forma de movilización social y con ello su potencial peligro instituyente. La paradoja con respecto a este punto es que las revoluciones Gloriosa de 1688 y la Francesa de 1789 se convirtieron en la línea de largada. Sus máximos beneficiaros se esmeraron luego de ocultar la génesis de su poder: debía borrarse el hecho de que lo aluvional, lo múltiple y lo popular fue el punto de partida de la arquitectura del Estado-Nación a partir de ambos sucesos. Que lo que sucedió después estuvo montado sobre sus cimientos.

La segunda provocación del ginebrino se vinculaba con la circulación equilibrada del debate público inserto en una identidad nacional. Un colectivo ligado a la conformación de una comunidad de iguales con profundos niveles de integración social sustentado en lazos emocionales, de reconocimiento mutuo. Lejos de la propuesta de Rousseau, que validaba (ilusa y esencialmente) la pureza del buen salvaje, la Europa fratricida multiplicó su énfasis particularista. Tanto del “sálvese quien pueda” individual como de la “la guerra de todos contra todos”, expansionista y colonial. Para librarse del debate público el liberalismo se apropió de los medios. Clausuró el intercambio y lo sometió al modelo de la “opinión pública”, dispositivo basado en la tendencialización e imposición de sentido funcional a los intereses hegemónicos. El autor del Contrato social había propuesto el Ágora horizontal. El liberalismo abstracto lo sustituyó por el descerebramiento vertical.

Este formato intrínsecamente xenófobo de los nacionalismos esencialistas europeos colisionó en América latina con dos antecedentes que le impidieron desarrollarse con su brutalidad intrínseca. Los nacionalismos europeos se consolidaron por antagonismo, mientras que las naciones americanas se fundaron en clave hibridacional e incluyente. La civilización del denominado “viejo continente” –como si los restantes no lo fueran—se disputaron pedazos del mundo en una competencia homóloga al individuo sin regulaciones proclamado por Locke. Por el contrario, los nacionalismos de Latinoamérica se conjugaron como parte de un rechazo común a la lógica colonial, revalorizando los sesgos comunitarios de los pueblos originarios.

El nacionalismo popular latinoamericano dialoga con el comunitarismo sin tener que forzar categorías. Y lo hace desde un pasado mítico (pero por eso no menos instituyente) de una Patria Grande inconclusa, respetuosa de las particularidades, con valorizaciones de las economías regionales, las culturas locales, la valorización de la naturaleza y el profundo respeto a la tierra. Para poder participar de esta reconfiguración imprescindible aparece como imprescindible superar la anteriorización colonial. Y eso no significa –como suponen muchos, con cierto complejo intelectual– despreciar los aportes científicos y tecnológicos. Sino integrarlos en una nueva frecuencia identitaria que suponga el derecho a la existencia común y a la celebratoria de lo vital.

La agenda global sustentable necesita de América Latina. No sólo por su obvio aporte geopolítico sino por su potencial contribución a superar la violencia estructural planetaria heredera de la maximización liberal y de la imposición supremacista de lo colonial. Pero no es posible aportarlo sino se lo asume como transcendente. Ahí está parte de la tarea: configurar un nuevo sentido de confianza en lo nuestro. Nuestra geografía tiene mucho que aportar para construir un esquema de integración global menos guerrerista y más cooperativo. La razón primordial de la continuidad de la vida lo reclama.

*Sociólogo, Dr. en Cs. Económicas e integrante del Llamamiento Argentino Judío.

Las opiniones expresadas en esta nota son responsabilidad exclusiva de la autora y no representan necesariamente la posición de Broquel.

Comentarios(2)

  1. Jorge, muy buen análisis, complejo análisis, esperanzador logra introducirnos en un pasado latinoamericano de unidad y contrario al liberalismo que impuso reglas de colonialismo de Mercado, que sumió a nuestros países del sur de América en la pobreza de un porcentaje enorme a poblaciones enteras.
    No tengo conocimientos formales acerca de la historia económica y su relación con las políticas conservadoras para contestarte usando tu tono , pero si sostengo e intuyo que la única salida para los pueblos sumergidos es hacer conciente todo lo que las fuerzas oligárquicas hacen para quedarse con la riqueza.

  2. Adrián Enrique Domínguez

    Dr Elbaum coincido con su análisis del Estado en casi todo, no en las características incluyentes que Ud, le atribuye en latinoamérica en sus momentos fundantes. Por el contrario, creo que específicamente la formación del Estado Nacional en la Argentina tuvo características autoritarias, elitistas y sumamente restrictivas desde el punto de vista de derechos ciudadanos. Además, y no menos importante, de estar asociado a un modelo agroexportador que descartó la formación de una burguesía industrial que hubiera introducido ciertos elementos democratizadores en los momentos incipientes de desarrollo societal. Ese modelo tuvo su esplendor desde 1880 hasta 1930, con características para nada incluyentes, y cuyas consecuencias negativas
    desde el plano económico, social y político son todavía de gran actualidad.

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