OPINIÓN

Primeras consideraciones en torno del Estado

Por: Carlos Raimundi* 
Imagen: Cuevas, Alejandro Xul Solar,1948. MNBA

“¿Por qué, entonces, tanta vituperación, tanto descrédito hacia el Estado? ¿Es casual, es ingenuo, es desinteresado? ¿O responde a un sistema de poder que mediante el control de estos mensajes subjetivos, de toda esta construcción de subjetividad, procura preservar y multiplicar su capacidad de dominio?”.

El Estado de Derecho es el modo en que se organizaron las sociedades modernas para superar los abusos de poder de las monarquías absolutas. El Estado se concentraba en la figura del rey, que hacía la ley pero no estaba obligado a respetarla. Con el Estado de Derecho, la autoridad no sólo hace respetar la ley, sino que también debe cumplirla. Se trata, sin duda, de un avance civilizatorio.

Con la evolución del pensamiento político, la fuente de legitimidad del poder pasó de la irradiación divina a la voluntad general de la sociedad civil. Y la división de poderes aparece como contrapeso a los excesos del poder absoluto. En este sentido, la Constitución de los EEUU sancionada en 1787 oficia como modelo que será replicado por las Constituciones de los nuevos estados latinoamericanos a lo largo del siglo XIX.

El poder administrador y el poder legiferante surgirán del voto popular, como lo marca el espíritu de la época. Pero, los llamados ´padres fundadores´ en quienes se inspiró aquella Constitución diseñan un poder judicial contra-mayoritario. Aquellas mismas personalidades, que desde la filosofía jurídica expresaban ideas innovadoras, desde sus intereses económicos formaban parte de la alta burguesía, y temían que los abusos de poder que pudieran afectar sus intereses provinieran, esta vez, no del monarca sino de las mayorías. De aquí el reaseguro de un poder judicial vitalicio, como señal de independencia respecto de los vientos políticos circunstanciales. Ese poder se reservaría, además, el control de constitucionalidad de los actos de los otros dos poderes.

Con la evolución del capitalismo, se desplegaron nuevas instancias capaces de ejercer fuertes restricciones a la autonomía de decisión de los Pueblos, entendida esta como fuente última de la Democracia. Salvo en tiempos y espacios acotados, ya no fueron los abusos del poder del Estado los que impusieron límites a la Democracia, sino la expansión, tras-nacionalización y concentración del poder financiero.

Cuando hablamos de poder, hablamos del poder de incidir. Tomemos un ejemplo para explicarlo: un Estado periférico, dos o tres grandes firmas trasnacionales –cuya facturación anual es superior al presupuesto estatal- que monopolizan el abastecimiento de los principales bienes de consumo, una estructura cartelizada de precios que impiden la competencia, y, frente a ello, la decisión del Estado de controlar los precios en resguardo de los intereses del Pueblo. La asimetría de poder entre los actores conduce casi directamente a un desabastecimiento que afecta la vida de la población. ¿Quién tomó la decisión de desabastecer? Los monopolios, el poder real. ¿Cuál será la primera percepción de la sociedad? ¿A quién responsabilizará en primer término la población por la afectación de sus condiciones de vida? Al Estado, al poder político.

Vemos cómo se ubica al Estado en la cima del descrédito cuando en realidad los hechos responden a otro orden de causalidad. Sin embargo, la percepción generalizada es otra. Esto nos lleva a una primera conclusión, y es que el poder monopólico no sólo incide sobre lo material, sino también sobre lo subjetivo, porque ha creado todo un sistema de comunicación de masas funcional a sus intereses, para preservar y reproducir esa misma estructura de poder. De allí vienen las amenazas a la autonomía democrática de la voluntad de los Pueblos. Y no del Estado, al que el poder real induce a temer y del cual las sociedades desconfían.

Aun cuando de hecho existen en el seno del Estado –como en todo otro agrupamiento humano- personas antipáticas, incompetentes o corruptas, el Estado no puede reducirse a eso, como lo pretende la imagen que los poderes fácticos han construido de él.

El Estado es nada menos que quien administra los bienes públicos, universales. Para que exista el trazado de las calles y las rutas, para gozar de los beneficios de la red de agua potable o de la interconexión de energía, tiene que existir un agente que se ocupe de las cuestiones públicas. En tal sentido el Estado no sólo es importante, sino irremplazable.

Si imagináramos una ´mesa del poder´, seguramente allí tendrían su silla las entidades financieras, las cámaras empresarias, los exportadores, la embajada de algún país muy poderoso, las cadenas de medios. Y también el Estado. ¿En cuál de todas esas sillas estaría representado el interés público, no sectorial? Sin duda, en la que corresponde al Estado.

¿Por qué, entonces, tanta vituperación, tanto descrédito hacia el Estado? ¿Es casual, es ingenuo, es desinteresado? ¿O responde a un sistema de poder que mediante el control de estos mensajes subjetivos, de toda esta construcción de subjetividad, procura preservar y multiplicar su capacidad de dominio?

Creo que la sola formulación de algunas de estas preguntas constituye por sí misma un avance en torno a la cuestión del Estado.

* Embajador argentino designado ante la OEA                        

Las opiniones expresadas en esta nota son responsabilidad exclusiva del autor/a y no representan necesariamente la posición de Broquel.

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