OPINIÓNTAPA

El sentido democrático: las sospechas por su alcance y viabilidad

Por: David Kronzonas
Imagen: Paisaje, Alejandro Xul Solar, 1932. Museo Nacional de Bellas Artes

“El punto de partida de la política es la igualdad. Sólo desde allí se podrá entender la multiplicidad de relaciones desiguales que existe en toda sociedad. Toda sociedad deberá estar estructurada sobre una base igualitaria que no deja de horadar una y otra vez toda configuración policial -como orden de los cuerpos y su asignación a tal lugar y a tal tarea- que posee la pretensión de mostrarse como natural -por la que no sólo se fijan determinadas relaciones entre las cosas, los cuerpos y las capacidades; sino también, que se las inviste de una evidencia que borra toda contingencia-  intentando determinar quiénes cuentan y quienes no, quiénes tiene palabra y quiénes, no; quiénes son visibles y quiénes no lo son”.

“El posfascismo parte de una matriz antifeminista, negrófaga, antisemita y homofóbica.” Enzo Traverso (1)

Quisiera traer a discusión por creerla útil -con la finalidad de trabajar los conceptos de Estado y democracia- la distinción que J. Ranciere realiza en su obra sobre dos lógicas o procesos: la política y la policía y que debate con C. Mouffe a través de su concepto de lo político que en Ranciere -mediante el uso del término política- posee un contenido -a mi entender- de carácter similar. Ambos consideran que el sujeto democrático sólo toma cuerpo cuando entra en el espacio polémico de la política. Aquella última (la policía) refiere al modo en que se cuentan las partes, al proceso de distribución de lugares y de tareas (a un orden de los cuerpos), al establecimiento de una disposición de la vida comunitaria –estableciendo jerarquías, funciones, competencias-, papeles a los actores intervinientes que definen las formas del hacer, del ser y del decir. Un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea evidente y tal otra no, que tal palabra sea entendida como discurso y tal otra, como ruido o mera confusión. Intenta restaurar la armonía del cosmos -si existiera alguna armonía posible-; suspendiendo la igualdad; haciendo de la parte una diferencia entendida como particularidad que nunca se universaliza.

La primera, la política es la actividad que rompe con dicha configuración de lo sensible haciendo emerger a la esfera pública a aquellos que no tienen parte, vuelve palabra lo que hasta ahora era sólo ruido, obliga a hacer nuevamente la cuenta. La política es toda práctica fugaz que pone en marcha o intenta verificar el presupuesto de la igualdad (universalizándola), cuestionando todo encasillado o repartición que la ficción de la desigualdad –que pretende legitimarse para perdurar- efectúa sobre los aquellos que no se les reconoce su lugar como pares y que fuera producido por el primero. Hay política cuando se repara un daño, cuando se muestra el desacuerdo -que marca la acción del/ de los sujetos no guiada por la lógica de medios y de fines ya que no hay posibilidades ni necesidad alguna por arribar a un acuerdo- frente a toda distribución arbitraria de lugares, cuando se evidencia la fragilidad y precariedad de cualquier forma de orden y se denuncia y evidencia que la cuenta siempre resulta ser errónea. No hay ninguna cuestión que por esencia sea política, o un objeto que le sea propio. Es el trazado evanescente de una diferencia en la distribución de lo visible; por lo tanto, no es necesaria, sino sólo un accidente ocasional.  

El punto de partida de la política es la igualdad. Sólo desde allí se podrá entender la multiplicidad de relaciones desiguales que existe en toda sociedad. Toda sociedad deberá estar estructurada sobre una base igualitaria que no deja de horadar una y otra vez toda configuración policial -como orden de los cuerpos y su asignación a tal lugar y a tal tarea- que posee la pretensión de mostrarse como natural -por la que no sólo se fijan determinadas relaciones entre las cosas, los cuerpos y las capacidades; sino también, que se las inviste de una evidencia que borra toda contingencia-  intentando determinar quiénes cuentan y quienes no, quiénes tiene palabra y quiénes, no; quiénes son visibles y quiénes no lo son. La política -de carácter disruptivo que se sitúa en una interrupción de lo sensible- muestra el significativo desacuerdo por el modo en que se hace la cuenta y no como una mera disputa de intereses entre partes que se reconocen como tales y que a partir de la negociación racional pueden llegar a un acuerdo. El desacuerdo resultará anterior. Es una disputa por quiénes estarán legitimados para sentarse en la mesa; por el reconocimiento igualitario; por el derecho a ser contadas como partes. No hay desacuerdo por hacer una cosa u otra sino es una querella por el sentido mismo de la cosa, por su significado, por establecer lo común en sí mismo. Sólo hay comunidad cuándo se pone en común la distorsión, el enfrentamiento mismo, el significado de los términos, la contradicción de dos mundos alojados en uno sólo. El mundo donde hay algo “entre” ellos y el mundo donde no hay nada.

Sin embargo, la distinción de política y policía opera en una realidad que conserva siempre una parte de indistinción. Es una manera de pensar ambas lógicas, amalgamándolas. Siempre habrá una distribución y una redistribución de los lugares. Esto permitirá poner de manifiesto el carácter siempre fallido de todo orden social que se halla atravesado por una distorsión constitutiva que se evidencia ante la verificación de la lógica igualitaria (política) que viene a reparar el daño en la esfera pública. La política no es sólo una práctica esporádica sino que irrumpe con una positividad plena y mina el orden mismo. Lo socava y cuestiona –incluso de manera imperceptible- evidenciando su imposibilidad de estabilizarse.  Deberemos tener en cuenta que no hay dicotomía plena sino que ambas lógicas (heterogéneas) conviven y existirá cierto encuentro entre ambas, se implican mutuamente.

Otra vez: no hay momentos puros y determinados sino meramente conceptuales, donde el momento político coexiste al orden instituido. Son simultáneos y se afectan entre sí. Todo orden siempre es político y toda reivindicación igualitaria –que emerge una y otra vez desplazando los sentidos y papeles fijados- no sólo pretenderá hegemonizarse, sino que inevitablemente siempre excluirá a alguien (para volver a empezar) pero también, destituirá toda jerarquía. Es un momento interno (la política) de la propia lógica policial que la subvierte a cada instante desde diferentes lugares. Si para C. Mouffe la política es la pura administración de lo dado, del curso ininterrumpido de la vida institucional, de la gestión, la reproducción y cristalización de un orden; lo político, es el acto fundacional, creador, de ruptura, e instituyente por otro. Es el marco de sentido simbólico que regula la vida común entre los hombres; es aquello que constituye la vida de y en comunidad. No forma parte de la lucha cotidiana por definiciones partidarias, de las pujas en torno al poder, de la acción particular de los gobiernos. Lo político constituye a una comunidad. Ello nos llevará a reconocer al conflicto como un elemento central del orden.

Es intención del orden policial -vuelvo a Ranciere- borrar el componente conflictivo, despolitizar su origen con el fin de naturalizar su modo de distribuir y hacer la cuenta. Ello no implicará que el conflicto y el antagonismo puedan ser eliminados o que el momento de lo político pueda superarse, sino que reemergerá una y otra vez exigiendo dar de nuevo y demandando otro arreglo de cuentas entre visiones diferentes que se traducen en una esfera pública de una comunidad en litigio por la verificación de la igualdad. La política y su reparación del daño no es algo que acontece de modo ocasional sino que es un momento interno de la propia lógica policial que la subvierte a cada instante desde diferentes lugares.

Son varios los autores que han realzado la primacía de lo político como instituyente de todo orden y en mostrar la politicidad de todo acto social. A diferencia de los países centrales es el Estado el que ha cumplido un papel medular en esta función –tanto en la Argentina como en Latinoamérica-: la de reparar el daño y dar lugar a los sin parte. Es el peronismo el que ha habilitado este espacio de igualdad. Es el propio Estado el que ha encabezado y motorizado los procesos de restitución y ampliación de derechos. Es el Estado el que ha propuesto modificaciones que la propia ciudadanía no había logrado impulsar o demandar por sí. Es el Estado el que se constituye en momento fundacional de las luchas igualitarias y universalistas. En muchos casos esas políticas que tienen un sentido igualador no son de simple ampliación (de derechos) sino que implican una redefinición de los marcos de sentido, una verdadera ruptura, de emancipación.

El Estado no sólo subordina, restringe y naturaliza, sino que también ayuda a irrumpir en lo dado y muestra otros modos en que el mundo puede configurarse, dando cuenta de un verdadero proceso de democratización. El Estado ha asumido la irrupción de la parte que no tenía parte. Hay que dejar de pensar al Estado como agente policial por excelencia –que lo es- sino también, entenderlo como un actor que con sus complejidades y contradicciones puede poner en marcha el presupuesto de la igualdad. Las instituciones y los procedimientos no son neutrales ya que han formado parte de la lucha por constituir lo político y son históricamente creadas; por lo tanto, estarán sujetas a nuevas redefiniciones.   

Hemos entendido la democracia en términos de consenso ligándola a una serie de procesos y mecanismos administrativos-institucionales o lo que es igual a pensar la democracia como forma de gobierno en la cual la confrontación y el conflicto habrían sido ya superados en favor de grandes acuerdos apoyados por la totalidad de los integrantes de la comunidad, que racionalmente optan por el mejor orden posible. Esta hegemonía de la tradición liberal representativa se apoya en el supuesto de que democracia significa consenso y no conflicto; como también, que las instituciones configuran un conjunto de reglas transparentes, no violentas que permiten tramitar la vida social. Esencializar el consenso no hace más que denotar un pensamiento político occidental preocupado por el mantenimiento del orden y la eliminación del conflicto.

Los liberales ponen “el conflicto” en un lugar despojado de relaciones comunes, sacándolo de la esfera pública considerándolo no público, no político y donde el Estado es sede de lo público-político y que nada tiene que ver con una compenetración recíproca con la sociedad; y por lo tanto, de lo conflictivo. La tradición liberal ha pensado que las sociedades pueden procesar a través de un consenso libre de coerción tanto la búsqueda de cada persona en términos de su “plan de vida”; como una integración social a través del mutuo entendimiento. No hay tal cosa como ordenador de los asuntos comunes; no podrán dirimirse los conflictos de manera racional, ni arribar a acuerdos desde la disponibilidad dialógica. Los actores políticos emprenden su acción por creencias y pasiones. Nada libra a la política del conflicto. Este puede y debe procesarse de manera adversarial a través de procedimientos e instituciones que permiten que la gramática de la amistad/ enemistad se transforme en una relación de enemigos/ amistosos que han renunciado a librar la batalla por la eliminación del otro.

No habrá que dar por sentado que las formas del logos político racional pasan por el intercambio entre interlocutores que ponen en discusión sus intereses y sus normas que confrontan sus opiniones y sistemas de valores. No habrá que dar por sentado que la justicia -por sí misma- se abrirá camino en las relaciones sociales por el encuentro de interlocutores que, en un mismo movimiento, “escuchan un enunciado, comprenden el acto que lo hizo enunciar y toman a su cargo la relación intersubjetiva que sostiene esta comprensión” (J. Habermas). Las condiciones para que un enunciado tenga sentido y efecto para quién lo emite exige proporcionar el “telos” del intercambio razonable y justo. Esta concepción se asienta en un diálogo entre un yo y un tú en la que ambos reconocen la común capacidad para comunicarse y hacerse entender. Cada uno de ellos acepta que el otro es un sujeto de enunciación ya que comparten el logos, lenguaje y la razón. Nada, ni nadie podría quedar fuera de esta comunicación entre iguales dada la buena voluntad en la que se desarrolla el diálogo. Sin embargo, esto no es lo que sucede. Siempre queda alguien por fuera de esta situación ideal de interlocución, alguien que no puede presentarse como un igual ya sea porque se le ha negado el reconocimiento y la capacidad para alzar la voz y reclamar su condición de tercero. Para Levinas el tercero constituye la sociedad; para Ranciere, el tercero resultará esencial para la lógica de la discusión política ya que permitirá visibilizar e institucionalizar el conflicto social.    

Desde sus comienzos la democracia ha suscitado escándalo en tanto que representa la igualdad de cualquiera con cualquiera –el poder político no podrá reducirse a los mejores, los más sabios, a los más ricos o fuertes; no mandan, los que nacieron antes o los más viejos, ni el paterfamilias, ni el jefe de la tribu, ni dios- la pérdida de privilegios y distinciones, la posibilidad de que cualquier sujeto –sin título o atributo que lo distinga- reclame y se arrogue la capacidad de participar en la esfera pública como un par, de hacerse contar y tomar la palabra en el proceso de toma de decisiones colectivamente vinculantes. La democracia implica apertura a lo azaroso, desafío a quienes creen tener virtudes suficientes y el poder para decidir sobre el resto. Un ejercicio desmesurado que muestra la ausencia de fundamento de todo ordenamiento. Azar y contingencia entonces.

No a los aquellos que controlan orientando la vida democrática a los fines de la vida privada (goce y mercantilización de la vida); no a los que reintroducen nuevos criterios de ordenamiento jerárquico. Sí a un modo permanente de reactualización de la lógica igualitaria de las relaciones sociales. Esa reinscripción igualitaria no podrá efectuarse libre de tensiones y de conflictos dado que implicará la destitución de un orden policial vigente que desiguala; lo cual, produciría un enfrentamiento, una disputa por la reconfiguración de un nuevo orden. El conflicto es entonces constitutivo del accionar democrático. El orden existente no nos reconoce como iguales, ni es nunca neutral. La política no es entonces la creación de espacios de diálogo en la que dos partes puede llegar a acuerdos. Esta situación lleva a la consolidación de una situación de injusticia en la que a los sujetos y grupos no se los considera interlocutores válidos por carecer de títulos (riqueza o virtud) introduciendo así, la desigualdad en la comunidad. Lo propio del “demos” es la libertad. El pueblo no es otra cosa que la masa indiferenciada de quienes no tienen ni riqueza, ni virtud pero que no obstante ven que se les reconoce la misma libertad que a quienes los poseen.   

La democracia podría pensarse como un proceso de lucha por la igualdad real y el acceso a esa palabra pública. Sólo así podríamos pensar la democracia como un movimiento permanente, una desmesura ingobernable que cuestiona todo linde y fundamento en que se basa toda estructura y como un proceso de lucha por el ensanchamiento de la esfera pública. Ello implicará la puesta en marcha de una igualdad que no se reconocía previamente. Emergencia de nuevos sujetos que hacen propio algo que habían naturalizado como ajeno. Desnaturalizar lo dado, politizar lugares anteriormente fijados. Correr el límite. La política es un escenario de conflicto. Es el espacio en cuyo seno se manifiesta la disputa. La política no desaparecerá mientras haya excluidos. Son los llamados a protagonizar el acontecimiento de la subjetivación.  El de las “partes que no tienen parte”, a las que se les impide que planteen y visibilicen la injusticia del orden (policial) que las excluye del dominio público. Su irrupción es reivindicativa ya que nadie las ha dado la palabra. Estos habrán de tomarla para manifestar que consenso, diálogo y comunicación son términos que sólo sirven para mantener el oprobio que padecen. No es un conflicto de intereses, opiniones o valores es una división en el sentido común de las cosas, una disputa respecto de lo dado.    

¿Qué es entonces la democracia? Es el gobierno de aquellos que no tienen ningún título más que su reivindicación como iguales. La potencialidad de la gente común para incidir en los asuntos de la ciudad que tiende a desplazar los cuerpos del lugar que tenían asignados según titulaciones especiales, funciones específicas, lugares tradicionales. Es ese aspecto el que escandaliza a la riqueza, el conocimiento y el poder a partir de los cuales se ha pretendido gobernar. Ellos buscarán limitarla a través del gobierno de la técnica, del consenso o de las formas para domesticarla y contenerla. La democracia es el modo mismo en que se desenvuelve la lógica igualitaria más allá de los procedimientos y las dinámicas institucionales; reconociendo que tal ejercicio implicará un componente conflictivo con otras tradiciones que se niegan a admitir y buscan ocultar. La democracia desordena. La democracia es el nombre de una irrupción singular de ese orden de distribución de los cuerpos en sociedad; es el nombre de lo que viene e interrumpir el buen funcionamiento de ese orden a través de un dispositivo singular de subjetivación que mediante una serie de actos y de una capacidad de enunciación, no identificables, ni dados configura una nueva representación que alteran y transforman el campo de la experiencia. Para Ranciere democracia y política son los mismo.   

¿Cómo democratizar la democracia y asumirla como horizonte emancipatorio? Esta sólo se podrá traducir en una propuesta agonal y plural que restituya una participación pública de la ciudadanía y se haga cargo de la comunidad y del demos –como lugar común no armónico- para ligarlo a la práctica de emancipación. Estamos próximos a los cuarenta años de democracia en la Argentina, mirar atrás produce cierto desconcierto y cuyas no respuestas por parte de una democracia de baja intensidad se han traducido en un discurso de anti política y en un crecimiento desmesurado de una derecha profundamente no-democrática y sin horizonte político donde incluirse. Cuando se habla del fin de la política lo que está en cuestión es ese espacio de actuar democrático que es siempre el espacio de un intervalo entre identidades.

Hay democracia si hay pueblo; ellos también son pueblo con la diferencia de que ponen la otredad -deshumanizándola- por fuera del consenso democrático y donde toda la violencia del sistema (neoliberal) la intentan hacer pasar por la culpa del sujeto; culpable de todas las circunstancias adversas que le tocan vivir. Sus intereses no son vitales sino sólo están vinculados al goce. Hay democracia si hay colectivos que desplacen las identificaciones en términos de partes del Estado o de la sociedad; hay democracia si hay litigio conducido por un sujeto no-idéntico a él mismo. Hay democracia si hay amor. La democracia no es un régimen sino el espacio de manifestación de la política que hace posible inventar argumentos y demostraciones para poner en relación lo sin relación, para dar lugar al no-lugar, para posibilitar un mínimo de igualdad. El intento de asesinato contra Cristina Fernandez de Kirchner se encauza en esta lógica.  

La igualdad da vida a la política como espacio común que es a la vez un lugar de división, litigio, desacuerdo. La política es un espacio común pero al mismo tiempo un lugar de reunión polémica. La política es un objeto escandaloso porque en la modernidad se define como una actividad que tiene como racionalidad propia el desacuerdo; sobre el objeto de discusión y sobre la cualidad de quiénes hacen de él un objeto. Podríamos entonces caracterizar la política como experiencias comunes a partir del disentimiento. No hay tal cosa como unidad del lo compartido sin diferencias en la discusión sino desacuerdo sobre el objeto de la disputa y sobre la cualidad de quienes hacen de él un objeto. No hay tal cosa como diálogo intersubjetivo, ni individuos interesados sino una alteridad definida como subjetivación de un sujeto excedente, capaz de mostrar su diferencia entre una identidad otorgada y otra, en la que no resulta reconocido. No hay nada a priori llamado política. La política comienza con la contingencia de la igualdad como pregunta por la distribución de las partes en común.

No hay política sin poder y lo público supondrá siempre decisión. La política es una lucha por tornar universal lo que es particular, lo que siempre la hace contingente. La igualdad es una propiedad no esencialmente política pero que estaría llamada a convertirse en un posible universal político. La igualdad es la separación entre lo social y lo político, entre lo público y lo privado; situada más allá de lo social y de lo económico. Igualdad en oposición a la desigual consideración del otro. Es la igualdad con los otros en calidad de seres parlantes y libres. Igualdad de las inteligencias y de los saberes. La subjetivación política como instante en el que se somete la presunción de igualdad es un acto de emancipación. Emancipación definida como la posibilidad de salirse de un lugar naturalizado, impuesto y determinado por otros. No hay emancipación en los discursos del odio.       

Pensar al sujeto como un “entre” dos identidades que pugnan por estabilizarse y darle sentido a sus acciones. Es en ese intervalo que el sujeto puede emerger como sujeto político. Esos dos procesos o momentos son: el primero, la desidentificación frente al lugar asignado, una suerte de desclasificación frente al lugar que fuera asignado por otros y a lo esperable desde la mirada del orden imperante. Un correrse, un no asumir lo dado. El segundo, el comienzo de una nueva re-identificación, asumir un nombre impropio, polémico que no tiene lugar dentro del orden policial y que sólo se constituirá al pagar el precio de ser sometido nuevamente a un orden que le asigne un lugar, que lo cristalice en una nueva identidad.

El sujeto es ese intervalo, esa mitad de camino entre ambos, que emerge. La lógica de la subjetivación es una lógica del otro. Siempre implicará una identificación imposible ya que el sujeto no afirmará simplemente una identidad, sino que está en relación con otro, incluso ante el rechazo de este último. Su sola manifestación rompe la distribución jerárquica vigente. Así el sujeto asumirá una forma esporádica, fugaz, particular y simultánea al momento de aparición de la política y de su lógica igualitaria. El sujeto representa un momento acotado en el tiempo durante el cual la lógica de partición jerárquica (policial) se interrumpe para dar lugar a la consolidación y estabilidad de un nuevo régimen (también, policial) que absorbe al sujeto que reclamaba asignándole un lugar disolviendo la política en pura administración y gestión.

En suma, si el sujeto sólo aparece en estas excepciones en las que nuevos discursos logran instituirse y configurar nuevas identidades a partir del antagonismo su consecuencia es la despolitización de la vida cotidiana la cual se convierte en la mera reproducción de lo dado y frente a la cual, sólo queda esperar el momento de irrupción y redención de lo político que habilitaría la aparición del sujeto. Sin embargo, el sujeto irrumpe mucho más frecuentemente y de modo más sutil de lo que esta mirada estaría dispuesta a asumir y a reconocer. Nunca planteados como grandes sucesos o trascendentes actos, algunas veces secundarios o de poca relevancia pero que encierran una ruptura o subversión ante el modo en que las partes se cuentan. Pequeños desplazamientos que ocurren de modo imperceptible incluso dentro del mismo orden (policial). En definitiva, una política de gestos y del ámbito de lo simbólico. La política no deja de ser eso. Habrá que pensar entonces en términos políticos a todo episodio coyuntural y no limitarnos a esperar la llegada del acontecimiento como irrupción momentánea de la política.

Las identidades -el hacer visible la singularidad de uno mismo- son complejas, diversas, controvertidas e irreconciliables. La subjetivación política es la relación de uno mismo con otro. Es un proceso del devenir sí mismo, un proceso de no familiaridad consigo mismo en el cual, el sujeto se transforma en extranjero para sí. A lo largo de nuestras vidas nos hemos acostumbrado a quitarnos varias pieles. La construcción de identidad no es un estado: un sujeto con una identidad precisa; es un proceso sin nombres o funciones particulares. Su temporalidad es la desclasificación; un entre dos: entre la identificación fijada y la imposible. Es la constitución de un lugar común.

La composición del “demos” democrático está atravesada por una doble vía de producción de identidad. Una dimensión afectiva que podrá ser encauzada en proyectos políticos diferenciados y son los que movilizan y brindan las razones para cierta participación. Es lo que convierte a la política en algo diferente a mera gestión y requiere una relación de identidad entre gobernantes y gobernados. Hay aquí cierta creencia en las cualidades de quien gobierna y afecto que posibilita la proximidad. La democracia requiere la construcción de una relación de identidad entre gobernantes y gobernados; relación que supone cierta homogeneidad y detalle entre el ellos y el nosotros. Otra vía es la que da cuenta que cimentar un nosotros supondrá siempre un acto de exclusión. Sin embargo, somos conscientes que todo espacio de pluralidad se asienta sobre la heterogeneidad donde las demandas del adversario debieran ser -al menos algunas- legítimas. Se requiere construir un “demos” como algo común a todos pero que implicará realizar diferenciaciones. Deberemos construir una comunidad política que abra espacios de multiplicidad democrática cuya alteridad nunca este fijada sino permanentemente replanteada en una dialéctica de inclusión y de exclusión.

J. Derrida nos enseña en Políticas de la amistad (2) que no hay democracia sin respeto a la singularidad o a esa alteridad irreductible. No hay democracia sin comunidad de amigos, sin cálculo de las mayorías, sin sujetos identificables, representables e iguales entre ellos. Aquello que representa la disyunción misma de la democracia es la ley de la igualdad, del número de las mayorías frente a la ley de la asimetría, de las minorías, de la heterogeneidad. La amistad fraterna (Aristóteles) ha sido el paradigma de la comunidad política a la que se le opone una amistad sin medida común, acontecimental, dispar (Nietzsche); la figura del amor al lejano, al próximo. En la apuesta por la afirmación de una alteridad -no estructurante y no apropiadora-. Amor como relación con el otro y con lo otro. Amistad no significa posesión sino afirmar la diferencia que sólo podrá existir en la tensión cercanía/ resistencia. La amistad forma parte de la experiencia de la espera, de la recompensa o del empeño. Su discurso inaugura; posibilita una responsabilidad que se abre al porvenir. El amor al lejano implica una espera, una promesa frente a los modos de constatación de otro-sí-mismo bajo la lógica de una amistad de iguales. Pensar la democracia como promesa del otro, como acogida, como espera sin espera. La democracia es el venir de lo heterogéneo.

Derrida es partidario de una democracia por venir como modalidad irreductible, incondicional, no realizable pero que posee una eficacia aquí y ahora; pone a la fuerza del demos en comparecencia con su debilidad que la compromete en nombre de una igualdad universal a representar no sólo la mayor fuerza del mayor número sino también a la debilidad de los débiles, de los menos, de las minorías, de los pobres de todos/ as los/ las que reclaman en medio del sufrimiento, una extensión legítimamente infinita de esos derechos. En los orígenes del pensamiento político existe una relación esencial entre lo político y lo común. Lo común como lo igual permitirá el retorno de toda decisión soberana. Lo que hace posible la hospitalidad es siempre la soberanía. Hablar de democracia por venir es hablar de la democratización de la democracia. No hay política sin autoridad; no hay autoridad sin convicción; sin representación no hay constitución de comunidad política. La misma idea de la reunión, de la “Sammlung” que Derrida caracteriza a propósito de Heidegger: “de lo que se trata es de un conflicto entre más de una fuerza”. Porque el “légein” o el logos como reunión, como “Sammlung” o “Versammlung” que Heidegger considera más originario que el logos como razón o lógica ya es un despliegue de fuerza y de violencia. Recopilar nunca es -dice Heidegger- una puesta en conjunto, un simple acumular sino una pertenencia mutua (Zusammegehörigkeit); y en esa retención, el logos tiene el carácter violento de un predominio. Sin reunión no hay unidad de la soberanía. No hay unidad política, diría con posterioridad, C. Schmitt.

El venir de esta democracia remite a la venida impredecible del otro como acontecimiento que no puede ser neutralizado bajo ninguna totalidad del sujeto. Aquello que rebasa cualquier yo puedo, la ipseidad, lo teórico, lo descriptivo, lo constatativo y lo performativo. De una heteronomía en tanto ley, venida del otro. El idioma francés prevé dos palabras para el futuro: “futur” y “l´avenir”. La primera, refiere a algo distante, posible o probable, no necesariamente inconcebible o inimaginable; supone la posibilidad de la proyección y la predicción, pero es en esencia hipotético o ilusorio; es lo que será o lo que podría ser. La segunda, se encuentra más cerca y es traducido frecuentemente por porvenir; manteniendo cercanía con el presente; no es lo que suele ser, sino un mañana que expone la democracia a su contingencia, a la emergencia del aquí y ahora sin alterar la alteridad. Es la ruptura de la idealidad del sentido, de su unicidad atemporal, la invención de la política. Donde la política debe ser entendida como el lugar específico de una no unidad. Es el lugar de la destotalización, de la disimetría, de la singularidad en cuanto inmediatamente comprometida en la sustitución (E. Levinas) que reemplaza lo irremplazable y donde toda situación de asimetría se da en la modalidad del conflicto. Democracia como inadecuación.

¿Cómo se piensa filosóficamente en el hoy? Hoy es el acontecimiento, aquello que rehúsa el cálculo. Se piensa como se transitan las aporías: con un andar vacilante, cauteloso, atento y abierto a la inmanencia del otro. La democracia por venir es la fórmula que utiliza Derrida para dar cuenta de la distancia que separa a la democracia como modo de lo político abierto a la llegada del otro, fundado sobre la hospitalidad incondicional, heredera de la ética levinasiana. Sin embargo, toda democracia efectiva deberá plantear un cierre de una identidad y con ello, la exclusión de algún otro que no formará parte del “demos”. Pensar la política significará pensar en un sujeto. Este, aunque asediado por el espectro del otro, siempre será finito resquebrajando la infinitud propia de la hospitalidad incondicional. Un sujeto irreductible al saber y al cálculo siempre abierto al acontecimiento. Por ello habrá que anticipar lo inanticipable, lo imprevisible, lo no dominable, lo no identificable, aquello de lo que no se tiene memoria. Hay que trabajar para que lo otro venga. Acoger, reconocer y aceptar su alteridad. Respetar su diferencia, su singularidad, pero también la universalidad del derecho formal, el deseo de traducción de cierto acuerdo, la ley, la singular oposición al racismo, a la xenofobia, al odio político y al odio sin más. Transitar la paradoja entre la singularidad y la universalidad. Apelar a la responsabilidad, de pensar, de hablar, de actuar. Ir más allá de la razón. Reivindicar la antinomia en tanto condición del acontecimiento, de la decisión, de la responsabilidad, la moral y la política.

Derrida traza una estrecha relación entre porvenir y acontecimiento. Ambos comparten su porfía al cálculo a partir de las actuales circunstancias. Lo único que está por venir es el acontecimiento, si lo hay. Garantizar su imposibilidad en su imprevisibilidad, su más allá del presente, la suspensión de toda repetición de lo mismo, su irreductibilidad a la racionalidad instrumental.  El único pensamiento posible del acontecimiento es el pensamiento del quizás. De la amistad por venir y de la amistad para el porvenir. No hay categoría más justa para el porvenir que la del quizás bajo el régimen de un posible cuya posibilidad deberá triunfar sobre lo imposible. El porvenir nunca llega, sino que está por venir. Otra política, otra democracia. Apertura a lo inesperado que irrumpe de manera novedosa sobre el orden instituido y que quizás pueda suceder. Un quizás que abre un posible absolutamente indeterminado, que facilita el acontecimiento y la decisión. Toda decisión irrumpe su condición de posibilidad, el quizás mismo. La decisión produce acontecimiento, neutraliza esa indeterminación absoluta. La democracia como exigencia inmediata nombra la venida de lo que arriba y de quién arriba. Nada anuncia, sólo posibilita la ironía en el espacio público, a lo no público en lo público, a la experiencia inédita de la libertad. Ligada a la justicia se reinventará permanentemente; siendo perfectible, persistentemente. En un espacio público de la multitud, en la reivindicación de una igualdad de las inteligencias.

La democracia es el modo de la subjetivación de la política, el sistema de las formas de intervención que impide al sistema de las convenciones gubernamentales encerrarse sobre sí misma. No hay regla que regule la coexistencia social. Únicamente los modos polémicos de subjetivación de la diferencia, las formas de inscripción igualitaria posibilitarán la coexistencia, en el intervalo siempre peligroso de las identidades. Se promete la paz a costa de renunciar a la apariencia, a la subjetivación dividida y al litigio. Si para Ranciere no siempre hay política y hasta quizás muy ocasionalmente la haya -ya que no refiere a un orden sino a una acción episódica de ruptura de ese orden- y por otra parte, este afirma -una y otra vez- que siempre hay dominación, formas de poder a partir del cual, sólo el consenso es el medio para asegurar esa paz; para reproducir el orden. Frente a esto no nos engañemos: este precio es un precio que no se podrá pagar. Sólo hay política cuando hay un lugar para el encuentro entre dos procesos heterogéneos: entre el proceso del orden y el de la igualdad -que asume la figura de la distorsión y se forma en el fundamento no político de la política-. La contingencia de todo orden social hace que el fundamento de la política sea la ausencia de fundamento. El orden siempre es contingente, la igualdad permanentemente está en juego. Un conflicto entorno a la relación entre los cuerpos, las cosas, las capacidades, sobre cómo se fijan sus ubicaciones en el tablero. La política actualiza y verifica estos rasgos; interrumpiendo el orden. A la singular desigualdad entre los que mandan y los que obedecen. La subjetivación política consiste en darle voz a los que no la tienen.    

1 – Enzo Traverso. Las nuevas caras de la derecha. ¿Por qué funcionan las propuestas vacías y el discurso enfurecido de los antisistema y cuál es su potencial político real?. Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2021.-

2 – Jaques Derrida. Políticas de la amistad, seguido del Oído de Heidegger, Trotta, Madrid, 1998, (pág. 40).

Las opiniones expresadas en esta nota son responsabilidad exclusiva del autor y no representan necesariamente la posición de Broquel.

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