OPINIÓN

La resultante frente al discurso del odio es sólo el empobrecimiento democrático

Por David E. Kronzonas * 
Imagen:  La vuelta del malón (boceto), Ángel Della Valle, 1892, MNBA. 

“El odio no enfoca, no individualiza, sólo se vuelve multiplicador, viral. ¿Podremos aún imaginar un sujeto democrático capaz de sublimar sus pasiones pacificándolas, homogeneizándolas en una práctica de consenso y deliberación que lo ponga al margen del odio?

“Nunca hay lucha de la virtud y del interés.

La virtud se  adecua siempre, sigue al interés.

 Jamás hay conflicto justicia/interés,  virtud/

 interés. (…) he afirmado el ser  moral (…)

por eso puedo decirles (…) la virtud

sigue siempre al interés.”

J. J. Rousseau, Las Confesiones     

Quisiera comenzar este texto con una pregunta: ¿Qué es lo común como instancia del “nosotros”? Es un concepto que quiere y reconoce el valor de lo co-creado, de lo compartido, de lo co-cuidado; pero por otra parte, deberemos entender que esta noción no es cosa, ni la humanidad como colectivo, ni co-pertenencia, ni co-posesión alguna. Y resultará significativo hacer uso de él –por eso he tomado la decisión de elegirlo- y compartir esta reflexión en un país donde se apuesta día a día a “la grieta” como única salida para poder alcanzar algunas afirmaciones u otros interrogantes. Esta es una sociedad que una y otra vez se polariza, una sociedad dónde los proyectos antagónicos no logran sintetizarse. Asistimos a una guerra de subjetividades donde la lengua del odio que modela esa lógica sólo apunta a la destrucción de lo social.

El odio no enfoca, no individualiza, sólo se vuelve multiplicador, viral. ¿Podremos aún imaginar un sujeto democrático capaz de sublimar sus pasiones pacificándolas, homogeneizándolas en una práctica de consenso y deliberación que lo ponga al margen del odio? Esta transformación exigiría salirse de la visión conflictiva y binaria. ¿Podríamos hablar de procesos de subjetivación o de inscripción corpórea del odio como afección política constructiva? Los cuerpos no pacificados –dice A. Kiffer- no piden permiso, exigen existencia. Llama a que las escrituras agónicas no agonicen sin voz o lugar.

Odio como fuerza disolvente que pone en jaque identidades, representaciones colectivas y pactos; cristalizándolos y revocándolos. Puro deseo de conservadurismo, de reacción incremental y de violencia. Modalidad que subjetiva lo político.  Cuando zozobra el presente se aviva el mito de un orden pasado -que no por serlo (imaginario) pesa menos que lo real-, desafiándolo, subvirtiéndolo, poniéndolo en jaque. Debo reconocer –sin embargo- que por ahora la estrategia comunicacional binaria –de los buenos y malos- llevada adelante, ha sido exitosa.

Aquello que el odio pone en conflicto es la idea del nosotros. Debemos hablar sobre qué nos separa, de si alguna vez vivimos juntos en este país inmenso y diferente, de si hay algo que nos une y nos mantiene en relación. Toda relación es un desafío, una función abierta que impide el ejercicio de la previsión pero también, liberadora de una intuición que de algún modo rasga el tiempo presente. No es sólo de la mano del amor, de la solidaridad, ni del humanismo que se deberá responder –sin más- a las fuerzas del odio. Estas fuerzas provocan una alteración de la lógica intrínseca del universal provocando cierto “encuentro” en el seno del tejido común.    

Vuelvo otra vez: hay en el odio y en sus enunciados un trabajo de desplazamiento y erosión de cierta idea de lo democrático y que tuvo por foco el discurso de los derechos humanos como fundamento político de las transiciones democráticas latinoamericanas –y en especial en el caso de Argentina- pero a la vez y principalmente, en cómo el horizonte normativo del habla democrática, se expresa. Más allá de describir una pulsión personal o afección de la vida colectiva se propone como vía para deshacer un pacto cultural y político que resulta inseparable de un pacto de habla, de un modo de dicción democrática. El lugar del habla es un lugar del discurso; pero también lo es en su materialidad: cuerpo, voces, experiencias que así, lo encarnan.

Lugar donde las sociedades disputan sus latencias y memorias, sus promesas de justicia, sus futuros presumiblemente alcanzables; pero también las líneas de fuga desde donde se deshace el orden heredado. Estas líneas pueden ser activas o reactivas; hacia la construcción de espaciamientos posibles, o la de un salto al vacío. La disputa por lo decible –que en torno al odio se juega- tiene a los derechos humanos como su campo de ejercicio y de tensión permanente. Quiero subrayar esto a horas del 24 de marzo.  

En la Argentina los derechos humanos articularon una gramática de los derechos –de género, migrantes, antidiscriminatorios, sociales, etc.- en las que sin lugar a dudas se modulan también, el modo en el que la democracia habla y las relaciones políticas y jurídicas de la inclusión democrática que esa práctica conlleva. Esa erosión que el discurso del odio propone en contra de la conciencia democrática fija un momento límite de cierta idea de la democracia y de su capacidad para contener los conflictos generados por el orden neoliberal de lo social.

El ataque neoliberal a lo social es fundamental para generar una cultura antidemocrática desde abajo a la vez que construye y legitima formas de poder antidemocráticas desde arriba (G. Giorgi). La sinergia entre ambas es profunda: una ciudadanía crecientemente antidemocrática estará dispuesta a autorizar un Estado no democrático. El neoliberalismo apunta a disolver lo social, a desmontar lazos y mediaciones, a forzar la urdimbre misma de lo que llamamos sociedad para quebrantar la justicia social como aquel espacio articulador de luchas y de imaginarios aún vigente. J. Ranciere decía que la democracia es antes que nada esta condición paradojal de la política donde toda su legitimidad se confronta en su ausencia de legitimidad última; a la contingencia igualitaria que sostiene la propia contingencia no igualitaria. 

¿Qué es aquello que se pone en juego? Es la argamasa misma de la democracia argentina construida en el repudio al genocidio que la antecede. Ese repudio hoy se vuelve objeto de descarte discursivo. Los derechos humanos son –sin duda alguna- el freno efectivo frente a cualquier fantasía de “limpieza social”. Esos lenguajes de deshumanización -que no son nuevos- forman parte de los modos en que la democracia se imagina desde estas nuevas esferas públicas. Las “hablas prohibidas” del pacto democrático no requieren lo opuesto a la democracia sino que reclaman los espacios de la democracia para re-trazar el horizonte de los iguales, sus límites y segregaciones. Ese es su desafío y su trasgresión.

Ese coro bestial y cruel traza el espacio de lo común a partir de la segregación de los cuerpos, potencialmente infinita. Consecuentemente, las precarias matrices cívicas que operaron como fundamento de la imaginación democrática buscan ser desfondadas a partir de un nuevo permiso compartible (viral) de escrituras anónimas que circulan a través de los Medios y de las redes sociales.

Enunciados y guerra de subjetividades que quieren sacarse de encima la interpelación ética de los derechos humanos para movilizar símbolos que modelan lo social. En lo personal y junto a Spinoza entiendo al odio como una pasión triste. El odio no es poesía y jamás podrá ser emancipador de los regímenes de explotación y de sumisión. El odio -dice Spinoza- nunca puede ser bueno; aunque podrá ser sepultado –tal es el caso de incontables movimientos sociales-  por el amor, por la alegría de la sublevación, por el gozo de estar juntos. El odio puede transformarse en amor a través de la construcción de lo común.

Otra vez: el odio emerge como desafío del pacto democrático y como imaginación de una democracia como segregación. Voces exasperadas y anónimas. Circuito impersonal y colectivo del anonimato que: toca, circula, postea, reproduce sin responsabilidad (personal) alguna. Escrituras electrónicas ínfimas e intensas. Escritura de gestos. Gesto como inscripción, y como escritura preformativa desde donde se desplazan los modelos unificadores de lo colectivo.

Contigüidad entre lenguaje y gesto, entre escritura y gesto. Gesto que modula los enunciados en un umbral liminal, ambivalente, fluido, entre palabra y cuerpo. Campos de resonancia de lo escrito, interfaz entre la escritura y el rumor social. Escritura como canal de estímulo corporal, de fricción con el límite del cuerpo, catarsis del insulto. Nueva centralidad del espacio, conexión entre escritura y cuerpo.

Odio escrito como intento de trastocar los pactos de lo decible y al intentar hacerlo, tiene la pretensión de transformar el terreno mismo de lo público. El odio es circulación, se nueve, se adhiere, busca demarcar un colectivo, contagia, es compartible, se cree capaz de producir lazos en el rechazo de “unxs otrxs” y lo que ese cuerpo representa o encarna. Odio “en cadena” que torna huella cuya reproductibilidad se vuelve archivo y acumulación. Carece de mediación de la figura del autor, sólo tensión literaria en la distribución de las enunciaciones y los circuitos de la escritura.

Quiere y pretende hacer mundo, colectivo, que puede durar tan sólo un instante. Es en el pasaje de lo oral a lo escrito donde se conjuga el permiso cultural de lo prohibido, para escribir lo que antes se decía sólo “a media”. Imaginario de comunidad. Fundar desde la violencia a ese otro, un territorio común. Lengua brutal, violenta, obscena que disputan los lugares de enunciación legítimos.

En las escrituras del odio resuena un llamado recurrente al orden. Orden del espacio público y sus demarcaciones al que se pretende regular y disciplinar. Lo público como lugar de disputa de la igualdad democrática.  Una exhortación que reclama limitar y restringir la vida pública. ¿Qué es aquello que se odia? Se odia la proximidad entre los cuerpos. No es sólo el cuerpo marcado del otro sino el cuerpo del otro en la calle. El odio pretende que la calle “se limpie” y que se vuelva y torne “transparente”. Espacio sólo posible a los cuerpos que “le corresponden” y donde cada cual, ocupe únicamente “su lugar”.

¿Cuál es el lugar de cada quién, si es que existiera tal cosa y ello fuera posible? ¿A quiénes no les corresponde la calle? Las escrituras del odio no les conceden espacio alguno a los que pretendidamente luchan por que les corresponda reconocimiento en lo público –mujeres, personas trans, trabajadorxs sexuales, personas en situación de calle, migrantes, los pobres, “los negros”, odio al peronismo, “los KK”-; sólo insisten que su lugar es el mundo privado: el trabajo, la casa.

Para la mayoría de estos grupos: ¿Qué trabajo? y ¿Qué casa? Se los condena a la no participación en el mundo compartido. El odio es privatizador, domesticador y político, es una forma de intervenir sobre lo público y devolver ciertos cuerpos únicamente al dominio de lo privado: ya sea a la reproducción social o a la reproducción del capital.

El odio tensiona la idea de lo público; disputa los límites de lo decible y de lo inteligible; y al hacerlo, transforma los modos de relación entre las palabras y los cuerpos y la forma misma del espacio público. Exhibe enunciados brutales como postales intolerables de lo social. Repensar lo público implicará otros modos de conceptualizar lo colectivo a partir de instancias más casuales, efímeras, móviles a contrapelo de nociones más estables, sedimentadas como “comunidad”, “sociedad”, “común”. Lo público es performativo, episódico, hecho de configuraciones móviles y cuya movilidad interesa para pensar dinámicas de lo contemporáneo.

“Lo público” como instancia donde se disputan y naturalizan las jerarquías y las políticas dadas. Lo público es el lugar de irrupción de “los cualquiera” y de sus lógicas (sus lenguas, sus saberes, sus modos de poner el cuerpo) a contrapelo de las formas naturalizadas de la jerarquía. Modalidad por la cual, los que carecen de títulos –los que no tienen títulos de nada- reclaman su participación. Lo público es constituyente de planos de igualdad, de los iguales, del demos y posee poder formativo: da forma a los iguales que se arrebata a la inmanencia de la reproducción social; a los propietarios, varones, blancos: a los gobernantes “naturales”.  Reinventar lo público como lugar donde se forjen, disputen e inscriban nuevas formas de igualdad.       

Quisiera detenerme –un vez más en la noción de “lo común”  –para interrogar la identidad del nosotros- implicará la obligación de reciprocidad y transversalidad ligada al ejercicio de responsabilidades compartidas para instituir otro espaciamiento y anudamiento entre cuerpos y palabras, otros modos de habitar lo público. Mientras para unos: nada existe en común; otros, claman por construir nuevos comunes.

Es una práctica (instituyente). Construir “lo común” –entonces- desde la diversidad en un espacio de interacción de identidades distintas que deberán desenvolverse en contextos de una mayor igualdad posible. Cada unidad será portadora de una singular riqueza identitaria; que redundará –en un juego de idas y vueltas- en una mayor riqueza del común y de las individualidades. Comunidad de los otros, de imposible comunión.

Toda jerarquía –de privilegios y de lugares- asfixia lo común. Pensar lo común como un orden quizás y ésta vez: ni heterogéneo, ni hegemónico. Abierto. La lógica de lo común resultará opuesta a la lógica de la hegemonía. Las identidades participantes mantendrán rasgos variables de sus singularidades, dentro del conjunto. Pese a la inclusión –de las singularidades (identitarias)- no habrá subsunción de las partes dentro del todo y a pesar de Hegel, sólo un conjunto homogeneizado por tan sólo –y sólo eso- de alguno de sus componentes.

Así sólo lo común permitirá el pluralismo. Lo común proviene de acuerdos –que no son consensos ya que este resultará el intento eterno de rechazar la política pues posee en su interior la pretensión de cerrar los espacios de disenso-; su despliegue prefiere una comunicación horizontal, un proceso de inclusión progresiva. De articulación cada vez más compleja –de vínculos entre igualdades y diferencias- aunque no universal, ni unánime, ni hegemónica; que implique también relaciones heterónomas, azarosas y siempre contingentes. Lo común nunca resultará definitivo. Sólo será un provisorio “estar” en común. Nuevos modos de ocupar el espacio público y de articular el lazo político.  

Lo común es potencia y fuerza pero al mismo tiempo resultará débil y precario. No es consenso, no alude al antagonismo, ni al conflicto. Es una lucha contra la jerarquización de las diferencias; es entender a los conflictos como efectos de las negociaciones para construir comunes en un orden pluralista no hegemónico. “Lo común” se siente: producción diversificada de lo nuevo, audacia que permitirá superar el mero peso de las cosas, inteligencia puesta en ese sentido, invitación efectiva a despojarse del miedo. Es una práctica instituyente que engendra nuevas obras, otras prácticas, acciones, e instituciones. 

El principio de lo común es por excelencia el principio de la democracia que plantea que la participación de toda actividad colectiva: ya sea política, económica y social supone el efectivo reconocimiento del derecho de cada cual a involucrarse en la deliberación y decisión de todo lo que atañe a su vida. Sin embargo, no hay política sin conflicto. Hay que reinventar y reclamar el terreno mismo de lo público por fuera de las retóricas dadas del consenso.

¿Puede haber sociedad posible con estos niveles de pobreza y de desigualdad? ¿No es la desigualdad sino la eyección de un suelo común de ese ser o vivir juntos separados que no permite que nos reconozcamos ni en nuestras diferencias, ni en nuestros conflictos dificultando la percepción de nuestras semejanzas? Sólo hay política cuando irrumpe el supuesto de igualdad. La igualdad es una tarea, no es un valor, ni es una meta. Es presuposición, un principio sin contenido inherente. La política es la actividad que tiene por finalidad la igualdad. La política existe cuando la igualdad se torna efectiva. La igualdad es condición no política de la política. Es tarea de la política, la arquitectura de un “nosotros”.

Reinventar “lo público” como un entre cuerpos múltiple y heterogéneo en el que alberga como un llamado incesante la disputa y la promesa por la igualdad. No hay política posible sin cuerpo. Un cuerpo otro que agencie demandas múltiples en una constelación en las cuales los lugares específicos sean sometidos a un impulso irresistible de indiferenciación y descentramiento. El cuerpo se unifica cuando alcanza el nivel de cuerpo político. Debemos dejar de pensar que la política es pensada y formulada sólo como proceso unificador, decisivo, económico, macro.

Debemos pensar en una noción de cuerpo impropio que dé lugar a la formación de una voz más amplia, múltiple, heterogénea del discurso democrático. Sólo así podrá mantener estable aquella noción centralizadora y centrada. Debemos romper y rasgar ese tejido unificador y aparentemente indiferenciado del cuerpo y del discurso. ¿Cómo poner en práctica esa estructura abierta, móvil, vulnerable, cuando no agónica? ¿Cómo subjetivar nuestra exclusión y renegociar nuevos pactos inclusivos?

Hay cierto fantasma de desilusión que recorre el campo democrático frente a las no respuestas de las demandas de inclusión. Ello conduce irremediablemente al  empobrecimiento de la política. Dos podrían ser las vías posibles de la acción: que lo inconcluso sea una respuesta posible a nuestro deseo; y que la necesidad de rehacer los cuerpos en relación consiga cuestionar nuestro deseo de cuerpo unificado.        

El mundo no es, ni será un legado de humanidad. Es un mundo enfermo de sentido. A una sociedad de competencia generalizada (neoliberal) que despoja a los individuos y las colectividades de todo control sobre sus propios destinos se le opone otra forma de relación fundada sobre la puesta en común y sobre la elaboración colectiva. Lo común es condición de posibilidad, de intercambio, de exposición recíproca. Es la diferencia la que define e impone una relación como experiencia compartible. Debemos tener en cuenta –así se constata en la historia- que cada época se ve llamada a reinventar la fórmula de su porvenir. Pareciera que esa es la tarea.

* David Ernesto KRONZONAS, es Abogado por la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA); Maestro en Ciencias Sociales, en el área de Ciencia Política por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACS0); y es Doctor “Summa Cum Laude” por la Universidad de Buenos Aires en Ciencias Sociales, en el área de Filosofía. Es autor de varios libros y de numerosos artículos escritos y publicados en revistas de especialidad. Se desempeña como Coordinador Académico de la Maestría en Abogacía del Estado ECAE/ PTN- UNTREF; y colaborador permanente de la Revista Broquel de la Procuración del Tesoro, Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación.

Las opiniones expresadas en esta nota son responsabilidad exclusiva del autor y no representan necesariamente la posición de Broquel.

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