Por David Kronzonas Imagen: Sin Título - Torras Silvia, 1961. Museo Nacional de Bellas Artes
“La única manera de prevenirse contra las consecuencias
funestas de una mala elección es la de no optar por las
soluciones extremas ni por los principios únicos; la de
admitir la existencia regular de excepciones. Es preciso
escapar tanto del fatalismo (…) y que, en consecuencia, no
vale la pena actuar; como del intervencionismo furioso (…)
creer que todo depende de quién tiene el poder”.
T. Todorov “Nosotros y los otros”.
Siglo XXI, Editores, 2007. (pág. 415).
“El nombre democracia remite a la decisión común de mantener abierta la pregunta por lo que los hombres y las mujeres pueden ser y hacer corriendo a un lado toda jerarquía impuesta. La democracia es una forma de sociedad que activa las declaraciones de igualdad y un régimen político que concreta estas creencias en instituciones sensibles a la novedad humana. Sólo la igualdad posibilitará poner en jaque la ontología de la adversidad -aquella que afirma que nada podrá ser cambiado- y la que pugnará contra una desigualdad hecha linaje mediante el procedimiento de correr permanentemente todo límite”.
Podríamos sostener, si realizáramos una mirada retrospectiva en nuestra historia que la cultura política argentina se mece entre dos posiciones encontradas -que aún prevalecen y están presentes en el hoy- pero que en definitiva recurren, convergen a cierto lugar común: una -claramente conservadora-; otra que, -aunque con ropajes y atuendos liberales- en su pura intencionalidad, en el juego de las formas y de las convenciones ha devenido también, literalmente conservadora.
La primera, denominada populismo conservador o caudillismo -siguiendo la terminología empleada por el historiador norteamericano N. Shumway (1) – supone una visión orgánica de la sociedad contraria a los derechos individuales. Ella responderá afirmativamente a la cuestión ontológica del interés público y epistemológicamente asumirá una posición elitista. Afirmar el elitismo epistemológico consistirá en aseverar que un individuo puede llegar a decisiones valorativamente correctas a través de la sola deliberación personal -en manos de ese liderazgo- sin importar el resultado de la deliberación pública. Liderar es hacer creer, es crear (2). En el caso del interés público se sostiene que existe un interés diferente a los meros intereses privados que se conoce a través de la sola deliberación privada de un solo individuo: el caudillo (3). El vínculo de esos líderes y sus bases constituían el núcleo de la identidad populista. Ellos se presentaban como una amenaza frente a los devaneos de una decena de generaciones -Echeverria y la generación del 37, los socialistas, los comunistas, J.L. Borges, J. Cortázar, G. Germani, J.L. Romero o T. Halperín Donghi- tratando de descifrar persistentemente el misterio de esa relación indestructible e insondable.
La segunda -la liberal-, visión que discursivamente afirmará las libertades individuales, pero en la práctica, las ha terminado negando casi patológicamente. Posición que resiste la inclusión en las decisiones públicas de las mujeres, de los migrantes y de los obreros; o propicia el fraude electoral, o los golpes de Estado; o resulta insensible a las desigualdades sociales, o no sabrá qué hacer con la llamada “cuestión social”. Cultores de la imposición de un liderazgo porteño a la Nación y a los intereses del puerto. Nuestros liberales son políticamente conservadores y reaccionarios en lo social; deficitarios que han tendido a marginalizar a las mayorías y a las minorías menos favorecidas de la decisión pública munidos de un particular concepto pluralista (4) de interés público que sostiene que este es el resultado de la libre competencia de los intereses privados.
¿Cuáles son estos intereses? Estos se entienden como privados en un doble sentido: porque han sido conformados en privado, en el interés de unos pocos y porque ante el cuestionamiento de su legitimidad, resultará lícito afirmar el mero hecho de que constituyen el interés de alguien que lo quiere satisfacer y que el fin de la práctica política consistirá sólo en alcanzar el interés propio -individual o de clase- de la forma más eficientemente posible. El pluralismo responderá afirmativamente a la existencia del interés público: el cual será el que resulte de las luchas entre los múltiples intereses privados. Esta una visión profundamente cautelosa y excluyente; y a la que sólo unos pocos tendrán la posibilidad de acceso. Tan sólo la pertenencia a las clases privilegiadas, lo asegura. Sin embargo, nuestra clase dominante no logran cristalizase en clase dirigente; así como tampoco, afirmar cierto sentido permanente o sostenido de “lo común”.
Esta matriz arriba descripta ha impactado en el modo en el que la participación ciudadana se concretaba en la Argentina que pende entre la búsqueda de un líder o la de constituirse en un grupo de presión más allá de la lucha de intereses que plantea el pluralismo. Aunque institucionalmente ambas visiones tienen ciertas coincidencias. Tanto el elitismo como el pluralismo habían compartido el mandato de que las decisiones una vez tomadas por los órganos legitimados no deben ser modificadas, controladas, o supervisadas por ningún otro actor social. La decisión cualquiera fuera esta, siempre se la entendía como final. El elitismo no dialoga; y el pluralista conservador sólo lo posibilita a quienes tiene poder para así volver a acceder a él, sin entender que no hay poder silencioso, ni posibilidad de neutralidad alguna.
Ambas visiones concordaban respecto de la no intervención del poder judicial en las decisiones sociales. Ambas prohibían legislar a los jueces. Una posición que haga honor a la tradición liberal deberá poner en valor la discusión pública, arribar a acuerdos sociales, creer en la existencia del interés público, arribar a consensos amplios, proponerse ser no discriminatoria y en tener la pretensión de la participación de todos los afectados. Ello permitirá facilitar la participación en la deliberación pública, garantizar una mayor racionalidad en la discusión y de contar con un procedimiento probatorio que garantice el conocimiento de los hechos relevantes.
El Estado liberal nace de la mano de la individualidad y la protección de los derechos subjetivos; la potestad, el poder de las instituciones de cumplir y hacer cumplir la ley; y el orden público. La sujeción de la Administración al derecho significó un esfuerzo por equilibrar la fórmula: autoridad y potestad con la de libertad y derechos subjetivos. En la alternativa autoridad/ libertad se escoge la libertad bajo los presupuestos de que la noción de interés público reconoce una esfera de libertad integrada por un grupo de derechos individuales que impuso un límite y la sumisión a la actividad estatal en los casos de vulneración de derechos.
El hombre es un ser que no puede vivir más que en sociedad. El Estado social aspira a una justicia distributiva -que reparte proporcionalmente los bienes comunes y donde la igualdad es ajustada a la condición de la persona y a las exigencias y necesidades del medio social-; no conmutativa -donde la igualdad se establece de objeto a objeto (salvo que la condición personal sea causa de reales distinciones). Los derechos sociales limitarán a los individuales. El derecho público descansará en el marco de una democracia social que tenderá hacia la justicia social -al menos hasta la década de los ´70 en los países centrales- y de cierta preocupación de los Estados -al menos en el plano discursivo- de encarnar valores y bienes que conciernen a la humanidad en su conjunto.
D. Tatián dice en su libro “Contra Córdoba. Historias mínimas” que cualquier brote de progresía en esa provincia es arrancado por una matriz conservadora. Un conservadurismo vuelto naturaleza que impide lo que nace y sobrevive a lo que se revela. Creo que esta afirmación podría ser también, aplicada a la Argentina. La Argentina peronista no era una nación de iguales, pero era un país en el que el ideal igualitario era un proyecto realizable. En la mejor tradición sarmientina, la educación representaba la ilusión de la movilidad social. En 1969 -en pleno Cordobazo- los obreros que luchaban en las calles de Córdoba capital denunciaban la muerte de aquella promesa igualitaria frente a un aparato represivo destinado a domesticar de una vez y para siempre el espíritu plebeyo nacional. El caudal antipopulista de la Argentina se expresa -una y otra vez- en la capacidad de ejercer la violencia contra esa sublevación que impide una integración “ordenada”, “limpia”. Presentar la lucha por la igualdad como una amenaza implicó la producción de un lenguaje y una retórica que implicaba un cuestionamiento a la estabilidad política e impugnaba a sus protagonistas como elementos extraños a la nación, deshumanizando al adversario y justificando su eliminación como condición necesaria para recuperar la paz.
La Argentina de marzo de “1976” va a tener como objetivo central la eliminación de ese espíritu plebeyo como marca distintiva de la sociedad argentina. Eliminar al peronismo de la vida política nacional y desterrar el peso de los sindicatos fue su premisa más importante. El antipopulismo (5) era igual de fuerte que el anticomunismo. La crisis introducida en la democracia de masas -por la irrupción de los sectores populares en la vida política- en 1912 había estallado sólo tres décadas más tarde, abriendo paso a la llegada del peronismo y la violencia política. La tensión entre liberalismo y autoritarismo se cristalizaba en la idea del régimen republicano. Clasista e ideológica la violencia de Estado era parte de la tan mentada transición hacia un futuro no muy remoto. El antifascismo liberal le daba un espaldarazo a esta vulneración violenta y momentánea de la “paz”.
Gloria, crisis y tragedia -señaladas por el decadentismo histórico y por el elitismo político- marcaban un declive de décadas que el “Proceso” venía a “revertir”. De alguna manera y sólo tres años después, en 1979 surgía -una y otra vez- una voz pública demandando pan, paz y trabajo. El paro de la CGT fue la evidencia de que no había violencia que alcanzara para remover el carácter indómito de este país. Fueron los trabajadores quienes -una vez más- comenzaron a desafiar a la dictadura y a articular un discurso que denunciaba la represión y la injusticia social.
La dictadura pretendió asociar al individuo sólo con el consumidor autónomo, racional y desorganizado y cuya única responsabilidad era la de saber elegir, tornándolo “transparente”, atomizado y alejándolo de los procesos de decisión colectivos. La racionalización de las relaciones económicas requería desterrar el espejismo por el cual, la noción de interés general estaba en tensión con la de interés individual. El caso argentino demostró que la idea de libertad entendida como la interacción desregulada de los agentes económicos sólo sería estable mediante una imposición pre – política de reglas que garantizaran los lugares en esa sociedad.
Esa cruzada por la “libertad” ponía a la Argentina en sintonía con el mundo y a la vanguardia de este: de consenso postindustrial -resaltando los límites de la industrialización argentina que corrían y aún corren desde la falta de financiamiento genuino hasta la protección frente a las importaciones-, punto de partida para la construcción de un ciudadano “neoliberal”. Aquella expectativa de “bienestar” -las expectativas salariales y de consumo- debía ser desterrada para que “la economía pudiera competir, importar menos y exportar más” de la mano de un creciente endeudamiento externo.
El peronismo se había caracterizado hasta ese entonces por una tensión entre la defensa de los derechos sociales y la de los derechos individuales básicos. Eso abría la puerta para que el discurso antipopulista liberal sostuviera la defensa de la libertad política al margen o en contra de la igualdad social. La salida de la dictadura estuvo signada por la creación de un espacio que presentaba la defensa de la libertad y de la igualdad como dimensiones compatibles y necesarias. La libertad política no sólo no era enemiga de la igualdad social, sino que legitimaba su defensa.
Al final del gobierno de Alfonsín los argentinos vieron implosionar de la mano de la “hiper” las certezas acumuladas durante la posguerra -desde el rol de las empresas públicas hasta la capacidad estatal para regular los precios internos- de que el mundo del trabajo formal era el mecanismo privilegiado de integración social. El poder sindical seguía firme; fantasma de una realidad que se había desvanecido. Para el menemismo la igualdad no desaparecía del horizonte político -eso sólo ocurriría recién en el macrismo- sino que las reformas estructurales se presentaban como el instrumento para realizarla. Menem imaginó un país que se alineaba a la transformación conservadora que ocurría en los Estados Unidos y en el Reino Unido.
La Ley de Convertibilidad (Ley N°23.928) puso fin a la “hiper”. Pero las transformaciones que contribuyeron a desmantelar el legado populista y a construir un nuevo orden social fueron la Ley de Reforma del Estado (Ley N°23.696) que fijaba los marcos normativos para la privatización de empresas públicas: telefonía, agua, luz, gas, aviación, ferrocarriles, siderurgia, petroquímica, rutas, autopistas y puertos. La eliminación de la interferencia estatal en las relaciones económicas desiguales aparecía como oportunidad para el ingreso de otros actores que acentuarían esa desigualdad; y la Ley de Emergencia Económica (Ley N°23.697) pasaporte desde el cual la Argentina ingresará a la globalización a través de dos fenómenos: el crecimiento del comercio mundial por encima de la producción y el flujo de capitales hacia los países en desarrollo desmantelando el “capitalismo asistido”. Esta última suspendía por seis meses -luego prorrogados por seis más y otros seis y así de modo indefinido- los mecanismos de intervención del Estado: desde los regímenes de promoción industrial hasta la estabilidad del empleo público. Detrás de la indemnización que ese empleado cobraba se consagraba la idea de libertad individual -que con Macri mutó a emprendedorismo- sobre la que se forjaba el antipopulismo liberal luego de la caída de Perón en 1955.
El fin del menemismo coincidió con tres cambios significativos: poner la economía social de mercado dentro de la pelea democrática; asociar paz social al fin de la puja distributiva; y al deseo que la consumación del conflicto social torcería finalmente, el énfasis de la política hacia el saber técnico y a la “honestidad” de los individuos. El nuevo consenso se apoyaba sobre dos transformaciones: en la economía, la inserción internacional estuvo marcada por la acelerada modernización del campo -en el agro y en la hacienda- y la expansión de la minería; lugares donde quince años después el kirchnerismo buscó una forma de reducir la pobreza y la exclusión sin exacerbar la puja distributiva.
En lo social, a medida en que el peso de la industria decrecía y el empleo autónomo, la economía informal y el desempleo se convertían en rasgos dominantes del paisaje local; las masas quizás y hasta obstinadamente no desaparecían de la política. La expansión de planes sociales y de políticas asistenciales se convertía en los rasgos dominantes de la Argentina sumiendo a los nuevos pobres en víctimas de un régimen extorsivo trocando ayuda a cambio de cierta lealtad. Qué lejos está la crítica a la alquimia del interés de clase -del primer peronismo- por sobre la individualidad de cada trabajador.
La relación clientelar era un espacio en el que las élites y las clases medias resignificaban su desprecio, su miedo, su espíritu redentor y su violencia a las clases populares. El deseo de las élites es la de construir al “buen pobre”: paciente, agradecido, comprensivo, y por siempre obediente. Aquello que las élites esperaban era que en estos desaprendieran los parámetros de la sociedad integrada incorporados a partir de la cultura del trabajo para convertirse en individuos y ciudadanos desde la exclusión y la informalidad.
La crisis del 2001 abrió la puerta para ciertas políticas que se encontraban en el menú habitual y que marcaron la agenda de los sectores populares: una política económica con eje en el consumo y en la producción local en lugar de detener la mirada en el sector financiero. Especialmente durante los mandatos de C. Fernández de Kirchner y fundamentalmente a partir de 2008 se empezó a escuchar que las élites eran las agredidas por un ansia de dominio y de un proyecto político para deshacer de manera permanente las bases de la sociedad y de la política. El populismo apuntaría a barrer con todo límite legal, político, económico y hasta social para imponer su poder, decían. Sin embargo, nunca el kirchnerismo logró producir el cambio cultural necesario para defender en el tiempo el verdadero cambio, ni logró enamorar incondicionalmente, ni siquiera formular una sociedad deseosa de ser expresada sostenidamente por su voz. Una anomalía en un país conservador. Vuelvo una vez más a Tatián y a su hipótesis cultural suscrita en el libro arriba señalado: todo lo que ha dejado una marca o ha logrado producir un hecho libertario lo ha realizado contra Córdoba -a pesar de Córdoba-, no obstante Córdoba.
El precio de los “commodities” y el modelo implementado por el kirchnerismo permitió recomponer los ingresos y mejorar la calidad de vida de los sectores populares sin afectar la tasa de ganancia empresaria. En el medio de una de las peores crisis internacionales desde 1930, el gobierno intentó preservar los ingresos de las clases populares. De la mano de la incomprendida Resolución ME N° 125 -que establecía un porcentaje móvil en los derechos de exportación de soja, maíz, trigo y girasol según el precio pagado en puerto- podríamos decir que esta es la fecha de inicio del antipopulismo moderno teniendo como horizonte retrospectivo la crisis del 2001. La catástrofe de la Alianza demostraba para Cambiemos la dificultad del sistema político para liderar una relación nueva entre sociedad y Estado. El kirchnerismo se concebía a sí mismo tributario de las propuestas, las demandas y las promesas incumplidas de la Alianza.
El kirchnerismo generó una serie de nuevas y renovadas instituciones: las paritarias en las que se han visto favorecidas por la creación de empleo formal junto a leyes laborales que desmontan la ola flexibilizadora de los ´90 y de mayores controles a la violación de esas normativas; convenios colectivos de trabajo para personal de casas particulares; mayor acceso a instituciones de educación superior; un entramado de seguridad social, con moratorias previsionales; recuperación de la administración pública de las jubilaciones y pensiones; Asignación Universal por Hijo (AUH); Plan Progresar -para jóvenes que estudian-; regulación el Estado en los mercados energéticos; expropiación de Aerolíneas Argentinas y de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF). Como también logró ser el primer país de América Latina en reconocer el derecho entre personas del mismo sexo a casarse por medio de la Ley N°26.618- Ley de Matrimonio Igualitario-.
El modelo garantizaba productividad y permitía redistribución haciendo visible el sueño de una sociedad más justa (6). Las demandas del poder concentrado agropecuario -la consolidación institucional republicana, la defensa de las libertades y las denuncias de corrupción bajo la intervención de un cada vez más visible partido judicial y de un “law fare” en marcha, acá y en la región; y de los medios que creaban un sentido común- no se conjugaban ya en términos de igualdad sino en nombre de una libertad amenazada por un Estado que buscaba apropiarse de los frutos de su trabajo “para adquirir voluntades entre los pobres”. La desaceleración del crecimiento económico y el nuevo aumento del desempleo dieron forma a un nuevo mapa social en la Argentina.
Hay en el peronismo cierta dificultad de argüir futuro a partir de cierta tendencia quizás nostálgica de sentirse cómodo en el pasado, de afirmar de que ese siempre “fue mejor”, “provechoso”, o “feliz”. Sin embargo, su poder ha sido persistentemente defensivo frente al proyecto de predominio de las élites, de los actores económicamente más poderosos. Quizás es allí, donde reside su capacidad de deteriorar antes que de dominar. Dibujar horizontes de futuro es una obligación de aquellos que gobiernan. Renovar el apoyo popular es una necesidad, pero también un acuciante desafío. En términos de identidad: si se buscara recuperar cierta impronta nacional es inevitable mirar atrás; quién mirara a la conexión con el mundo desarrollado con cierta estética moderna tendrá la posibilidad concreta de ser vocero de una renovación de expectativas, de simular horizontes de futuro. El milagro es que repetidamente se cristalice en un proyecto antagónico que trabe el camino de una modernización elitista y excluyente.
En 2015 M. Macri venció a D. Scioli en las elecciones presidenciales poniendo fin a doce años de gobierno kirchnerista ante la dificultad de orientar una sucesión, una continuidad de acciones y políticas. Resultará interesante reflexionar si los ciclos progresistas son oleadas hacia adelante, resistencias a un avance excluyente y de algún modo quizás también imparable, o simples paréntesis. ¿Cómo romper su circularidad? (7) Por primera vez un miembro de las élites argentina llegaba a la presidencia por medios democráticos. No subía al poder sino, más bien bajaba a él. En poco tiempo cumplió sus promesas electorales: el Estado levantó las retenciones para todas las exportaciones agropecuaria, eliminó los controles de cambio para posibilitar la libre compraventa de dólares; eliminó los frenos a los precios de transportes y servicios y comenzó una progresiva eliminación de los subsidios.
¿Cuál es su novedad? Que en el centro de su proyecto político está la bandera de la modernización. Abrirse hacia esos modelos que se consideran la vanguardia y así superar una condición de atraso. La realidad en la que quieren intervenir es interpretada como un verdadero caos, como parte de una decadencia, como una situación en la que se requiere orden. Dejar atrás al populismo y “volver al mundo” aunque en América Latina hay una historia que vincula invariablemente, modernización a altísimos niveles de autoritarismo.
¿Cuál es el modelo a que se quiere oponer? A las ideas y enfoques de cuño identitario. A la idea de vivir a un ritmo autónomo y de buscar un modelo en el interior de la propia cultura y de la propia historia. Esto que decía W. Gombrowsky en Diarios Argentinos, que los argentinos deberán aprender a devorar sus propios mitos y dejar de devorar mitos ajenos. Donde la intensión no sea la de abrirse sino la de finalmente, encontrarse. Su despliegue permitirá hallar auténticos modelos de acción.
Los procesos de modernización son impulsados por aquellos sectores más afianzados -atravesados por una aguda frustración del repetido fracaso-, aquellos que penetrados por los roles tecnocráticos buscan crear un orden supuestamente más estable de la mano de la exclusión política de los sectores urbanos políticamente activos consecuencia de la brecha existente entre las insuficiencias del régimen político -la distribución desigual de los recursos, el estrangulamiento del sistema económico- y las demandas sociales -donde los mejoramientos nunca son suficientes-.
Ese oficialismo -el macrismo- creía que la remoción de toda intervención estatal se traduciría en un aumento de la inversión que compensaría con reactivación económica genuina, lo que se perdía en términos de recaudación y actividad subsidiada. Compromiso electoral, base social y convicción liberal dejaban poco margen para el pragmatismo. El triunfo electoral de Trump y la guerra comercial con China resultaban hostil para esa liberalización. La noción: “si abrimos, vienen las inversiones” era sin duda marcadamente ideológica.
Por otra parte, no hay creatividad posible en esa solución ya que los instrumentos siempre están pre- fijados, ya plenamente codificados. Lo normal es lo que al capital financiero trasnacional se le ofrezca rentabilidad asegurada. El plan ya viene hecho: aquellas medidas que promuevan la hipertrofia interna del capital financiero junto con la expansión de las facciones oligopólicas transnacionalizadas de estas economías. El programa no tiene misterios: libertad de iniciativa y de movimiento de capitales, eficiencia que no protege a productores marginales, disciplina fiscal y salarial y donde el gobierno deberá garantizar el programa de normalización. La falta de crecimiento intensificó y anticipó los conflictos. La paz social con desigualdad requiere de un esfuerzo periódico y violento por reafirmar las jerarquías y las diferencias.
Aquello que resultaba irritante para el pensamiento liberal, mito fundante de la Argentina moderna era la creencia expandida en el poder transformador de la acción colectiva. Para el proyecto liberal que apostaba a la construcción de instituciones democráticas confiables y duraderas que pudieran posponer y modelar el conflicto social en función de preservar el orden y el interés general esa creencia era imperdonable. Configurada como proyecto de masas “Cambiemos” no se desatendía del progreso social, pero este aparecía formulado como esfuerzo individual opuesto a la acción colectiva.
La meritocracia que enarbolaban como bandera significaba que nada previo a la vida social podía condenar a unos y recompensar a otros. No era un pensamiento igualitario sino un argumento a favor de la igualdad de oportunidades. J. S. Mill propiciaba otorgar el derecho a voto a los más educados de la sociedad, pero es la misma base de la democracia moderna la que pone ese límite. El art. 1 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) señalaba que los hombres nacen libres e iguales y que vivían en una igualdad de derechos en la que las “distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común”. Así “el cambio” sólo naturaliza el “status quo”. Mientras habla de futuro sólo produce presente.
Durante 2017 se produjeron dos corrimientos: la seguridad reemplazó a la economía como centro del discurso y la acción de gobierno, reafirmando la relación entre represión y contención de la protesta social; el otro, el reemplazo de la apuesta a un futuro mejor por la advertencia de no retroceder a un pasado “ominoso”. El camino del desarrollo podía ser largo, pero debía estar definido por un proceso de disciplinamiento social, un escarmiento que hiciera posible la espera. Proponía desatar ese nudo entre democracia y democratización, entre derechos sociales y políticos. Ello señalaba los límites tempranos del macrismo. Utilización del Poder Judicial, de los servicios de inteligencia y de las fuerzas de seguridad apuntando a actores y dirigentes de la oposición.
La Alianza Cambiemos ha interpelado a los sectores populares desde su pura individualidad, desde patrones impostados del éxito, aprobación y aceptación en donde el valor central que se pone en juego es el esfuerzo, el sacrificio, el trabajo, el mérito individual para administrar y gestionar la propia pobreza. No hubo ningún proceso de interpelación en tanto identificación política sino como partes fragmentadas, meras individualidades susceptibles de administrar. Si la conquista del futuro como terreno propio había sido un triunfo del liberalismo; el énfasis creciente en el pasado marcaba los mínimos de esa victoria. Ahogar en las aguas del mercado todo intento de innovación, exploración o ruptura.
Luego de las elecciones legislativas el gobierno anunció que avanzaría de inmediato con dos anteproyectos de ley: la reforma del sistema previsional – que fue resistido con manifestaciones masivas y violencia-; y la desregulación del mercado laboral – que fue detenida por el sindicalismo-. La quita de subsidios disparó el precio de los servicios, aumentó la inflación y redujo la capacidad de compra de los salarios. La eliminación de las retenciones dejó al gobierno sin recursos para atender la política social. El FMI acordó un préstamo -que no llegó a otorgarse en su totalidad por 56.000 millones de dólares (sólo de 44.000 millones) con la esperanza de que se calmara la economía en los meses previos a la elección y que sumada a la deuda privada ascendía a los 130 mil millones de dólares (2019), hipotecando una vez más el futuro de todxs. Sin embargo, la Argentina populista, derrotada una y mil veces volvía a despertar. Si la historia (8), si el tiempo político tiene algún sentido inteligible ese tiempo no está dado. Está siempre en disputa y posee movimiento. La respuesta es el modelo.
Si el objetivo -para el pensamiento liberal- no era lograr la igualdad en la sociedad ya que el individuo munido de desigualdad debe ser retribuido de acuerdo con sus méritos y esfuerzo; pero sí, de igualdad de oportunidades para que arrancasen de posiciones equiparables como valor esencial de una sociedad libre y democrática (esto también resultará una mera ilusión ya que nadie parte del mismo lugar). La libertad política y económica sólo tienen sentido si están atadas a la libertad social cuya mejor expresión es la de derrotar a la pobreza. Los liberales se oponen a la igualdad final por considerarla “antinatural” -expresión que es ya difícil de escribir- ya que si se la garantizara -afirman sin sonrojarse- nunca existiría el esfuerzo necesario para alcanzarla.
El nombre democracia remite a la decisión común de mantener abierta la pregunta por lo que los hombres y las mujeres pueden ser y hacer corriendo a un lado toda jerarquía impuesta. La democracia es una forma de sociedad que activa las declaraciones de igualdad y un régimen político que concreta estas creencias en instituciones sensibles a la novedad humana. Sólo la igualdad posibilitará poner en jaque la ontología de la adversidad -aquella que afirma que nada podrá ser cambiado- y la que pugnará contra una desigualdad hecha linaje mediante el procedimiento de correr permanentemente todo límite.
1 – Nicolás Shumway. La invención de la Argentina. Historia de una idea. Editorial Broker.
2 – Martín Rodríguez y Pablo Touzon. La grieta desnuda. El macrismo y su época. Capital Intelectual, 2019, (pág. 112).
3 – Laclau sostiene que la conformación de eso que llamamos pueblo como concepto político no es una entidad natural, ni un grupo socialmente determinado, ni son los pobres, ni es toda la gente. No existiría, ni podría conformarse sino a partir del ingreso en el juego de un representante, de un líder que da forma a ese nosotros y que de algún modo corporiza al menos parte de esa voluntad. ¿Qué es el populismo? Sino demandas que se corporizan en un determinado orden a las que ese orden no da o no puede dar del todo respuestas. Es aquello que es un nosotros, de lo que no lo es; unificadas por un significante vacío que las hace formar de un mismo campo, separado, dividido de otro antagónico. El líder no actúa transmitiendo una voluntad sino proveyendo un punto de identificación que constituirá como actores históricos a los sectores que está conduciendo. Cuando ese lugar vacío comienza a ser llenado por alguien que corporiza un proyecto político que se dice de emancipación, de otorgamiento de derechos a quienes nada tenían se desencadenan una serie de dinámicas de consecuencias impredecibles y donde la tensión política en la sociedad se incrementa. No hay llenado de ese espacio sino un lazo de afecto entre los representantes y el representado. Hay sectores a los que ese lazo (de afecto) les resulta intolerante. Ernesto Laclau. La razón Populista. Fondo de Cultura Económico de Argentina, 2005. Para C. Lefort el líder es uno (se corporiza), una sola persona, un solo pueblo. No es lo mismo figura que líder.
4 – El pluralismo provee un fundamento negativo sobre el valor de la democracia entendido en asegurar que ninguna facción, grupo de interés o partido prevalezca sobre otros. Cuando el pluralismo pretende dar cuenta de los méritos positivos de la democracia cae en justificaciones utilitaristas o economicistas. Los que más riesgos corren de que su libertad no sea atendida son aquellos que tienen menos posibilidades de participar en las competencias entre las elites porque no pertenecen a grupos con poder económico, capacidad organizativa o poder coactivo. De este modo la concepción pluralista de la democracia es profundamente desigualitaria. Robert Dahl. Prefacio a la Teoría democrática. Ediciones Gernika, México, 1987.
5 – Ernesto Semán. Breve historia del antipopulismo. Los intentos por domesticar a la Argentina plebeya, de 1810 a Macri. Siglo XXI, 2021.-
6 – El engrosamiento de las clases medias ha producido que estas exigieran en una espiral sin fin un combo difícil de sostener: menos impuestos a las ganancias, más acceso a los bienes de consumo durables, dólares billetes, más producción industrial con el consiguiente aumento de un mayor nivel de exportaciones, bienes de capital y un mayor consumo de productos extranjeros.
7 – Nicolás Tereschuck. La calesita argentina. La repetición de los ciclos políticos, de la relectura de Platón a los discursos de Macri. Capital Intelectual. Buenos Aires, 2018. 8 – Tereschuck esboza una hipótesis que me permito reproducir: ni el kirchnerismo ni el macrismo en el poder llegan a expresar plenamente a la sociedad de su tiempo. No construyeron hegemonía. Hegemonía no es ganar. Ganar no es ocupar los extremos. Ganar puede bien no significar ser siquiera, una mayoría. ¿Qué es aquello que una sociedad se vuelva estatista, nacional, popular y a poco de andar, meritocrática, individualista y liberal? Nicolás Tereschuck. La calesita (…), (pág. 115). Por otra parte, ver Alfredo Pucciarelli y Ana Castellani. Los años del kirchnerismo. La disputa hegemónica tras la crisis del orden neoliberal. Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2017 en el cual se afirma que: los años de Néstor y Cristina Kirchner no fueron hegemónicos no existió consenso mayoritario permanente -en términos gramscianos- para convertirse en dirección política moral e intelectual del conjunto de la sociedad. Las distintas concepciones del mundo se batirán en el campo específico de la lucha política donde las relaciones de fuerza establecerán cuál de las representaciones, todas ellas particulares, parciales, lograrán un mayor grado de universalidad, una mayor aceptación social. La hegemonía orgánica se da a partir de un bloque de fuerzas sociales que se instala en el poder y hace prevalecer su ideología y su proyecto y domina la mayor parte de las instituciones políticas convirtiéndose en un bloque histórico capaz de definir la naturaleza de la economía, de la dinámica social, de la gestión institucional y del régimen de legitimación ideológico y político. No hay tal cosa como péndulo ideológico en una sociedad. Algunos sectores ganan en un momento velocidad, dirección, fuerza, sentido. Se vuelve algo más grande que sus competidores, más compacto, más fuerte.
Las opiniones expresadas en esta nota son responsabilidad exclusiva del autor y no representan necesariamente la posición de Broquel.
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